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sábado, 11 de diciembre de 2021

SIBARITAS vs. ESPARTANOS (II): EL INFAME CALDO NEGRO


Esparta. Una de las polis griegas más importantes. Un vasto territorio con leyes no escritas y una sofisticada organización basada en la excelencia militar y en el dominio de una minoría privilegiada de ciudadanos considerados ‘iguales’. Esparta era tradicional, estricta, cerrada y mítica. 

Numerosos autores -entre ellos Platón o Cicerón- vieron en el régimen de vida general de Esparta unos ideales que deseaban adaptar a sus propios estados y ayudaron así a conformar el mito de la perfección espartana. Desde entonces, ha despertado siempre  cierta admiración y encandilamiento, reflejado incluso en nuestro vocabulario común, ya que espartano es sinónimo de  “austero, sobrio, firme, severo”. 

El éxito de Esparta se achacaba a los valores y virtudes que se derivaban de su díaita, entendida como modo de vida sobrio y áspero que evitaba expresamente las comodidades, la molicie y la debilidad. 


Uno de los aspectos fundamentales para entender este modo de vida es la gastronomía, tan severa y poco amable como la misma vida espartana. 


El caldo negro


Si tuviéramos que resumir toda la gastronomía del pueblo lacedemonio en un único plato, este sería el caldo negro o mélas zomós (μέλας ζωμός), un auténtico signo de identidad de Esparta. Varios autores mencionan esta elaboración, plato fuerte también de la comida en común, la syssítia (συσσίτια), otra institución por sí misma.

Pues bien, vamos a ver en qué consistía este plato ‘nacional’ lacedemonio.


Una de las principales fuentes de información se encuentra en Plutarco de Queronea, un autor que vivió entre los siglos I y II dC, muy lejos de los tiempos en que Esparta era toda una potencia. Junto a Plutarco, tenemos esa especie de enciclopedia sobre el mundo antiguo que resulta ser El banquete de los eruditos, de Ateneo de Náucratis, otro autor aún más alejado en el tiempo (siglo II o principios del siglo III), que sin embargo recoge información de autores mucho más antiguos cuyos textos originales se han perdido. De manera que al menos contamos con el testimonio -indirecto- de algunos autores casi contemporáneos a la época de mayor esplendor de la Esparta clásica.


Según Plutarco, entre los lacedemonios “era muy apreciado el caldo negro” (Lyc. 12). Plutarco no nos explica exactamente en qué consiste pero sí nos dice que se servía en la syssítia, la comida en común de los ciudadanos libres con responsabilidad política. Así pues, este plato se identifica ya con una institución que a su vez resume la esencia cívica de Esparta. 


La syssítia era una comida colectiva en la que participaban los ciudadanos y los jóvenes de la élite de Esparta, y cuyas normas fueron establecidas por el mítico legislador Licurgo. Decidido a eliminar el lujo y el afán de dinero, Licurgo decretó dos normas básicas: que todos los que formaban parte de ella hiciesen una aportación, y que los alimentos fuesen sencillos y con raciones iguales para cada miembro.  Así, según nos cuenta Plutarco, los lacedemonios se reunían en grupos de quince más o menos y “aportaba al mes cada uno de los comensales un medimno de cebada, ocho chóes de vino, cinco minas de queso, cinco semiminas de higos y, encima, para la compra de provisiones, una cantidad ciertamente pequeña de dinero” (Lyc. 12). Con ello se conseguía una comida sin ostentación, sencilla de preparar y extremadamente frugal, lo cual fortalecía el espíritu de los ásperos lacedemonios, logrando la famosa areté (ἀρετή).


Escena de sacrificio. Museo del Louvre.

Como he dicho, el plato fuerte de estas comidas era el caldo negro. Posiblemente se trataba de un estofado de carne cocinado a fuego lento y con pocos aderezos. Una cita también de Plutarco permite imaginar que se comía la carne por un lado y el caldo por otro, siendo este el más apreciado con diferencia: “los ancianos ni siquiera pedían un trozo de carne, sino que se lo dejaban a los jovencitos, y ellos comían sirviéndose el caldo” (Lyc. 12). Otro autor, Dicearco de Mesina, especifica que la carne que se sirve es carne de cerdo hervida y aparte el propio caldo de carne, suficiente para alimentar a todos los comensales durante la cena (Athen. Deipn. 141AB). Ambos autores parecen indicar que la carne se extraía y se repartía, en principio a los más jóvenes, mientras que el caldo restante (el zomós) era el auténtico manjar de los hombres espartiatas. 

Por lo que respecta al resto de ingredientes, tampoco debieron ser muy sofisticados. De nuevo Plutarco nos da una pista: “Y así como los lacedemonios, dando al cocinero solo vinagre y sal, le ordenan buscar lo demás en el animal sacrificado (...)” (Mor. 128C). Es decir, según Plutarco, la preparación de este plato nacional implica el uso de vinagre, sal y otros ingredientes procedentes del mismo animal, como puede ser la sangre -que le daría un color característico (mélas, ‘negro’) y un sabor inconfundible-, las vísceras o la carne. Actualmente, se cree que el uso del vinagre tenía una función muy concreta: evitar la coagulación de la sangre de cerdo y ayudar así a que la textura final fuera justamente de sopa, de caldo.


El mélas zomós se acompañaba durante la syssítia de otros alimentos también muy sencillos: pan de cebada, alguna aceituna, queso, un higo o algún pescadito o pichón (Ath. Deipn. 141A-C). Para beber, vino, pero en poca cantidad, porque nadie estaba autorizado a emborracharse durante estas comidas cívicas. La syssítia terminaba con un resopón o epaiklon a base de pasteles de cebada y empanadas de carne, aportación voluntaria de los más pudientes. Curiosamente en este momento exacto de la comida en común la presunta igualdad entre comensales se disolvía, ya que se hacía patente el poder adquisitivo de las clases aristocráticas, cuyo nombre se anunciaba en voz alta acompañando al plato aportado y haciendo patentes las relaciones de poder entre los diferentes miembros del grupo. 


Así pues, las comidas cívicas no eran escasas en alimentos, sino moderadas, frugales y básicas, alejadas de los productos refinados y exóticos que entorpecen la virtud. Ningún espartiata se levantaba con hambre del klinē, como mucho se levantaba con la gula insatisfecha.


Ágora de Esparta. 

Significado del caldo negro


La identificación de este plato con la misma syssítia representa los ideales de Esparta: la moderación, la sencillez, la eliminación consciente del lujo, la austeridad. Y con ello se conseguía el respeto a las leyes y la igualdad entre ciudadanos, además de un cuerpo vigoroso y un espíritu disciplinado. 


Todos los ciudadanos de Esparta se sentían identificados con el mélas zomós y el plato se convirtió en un signo de identidad.


Además, el caldo negro era famoso en toda la Hélade. Varios autores de la comedia lo mencionan: el ateniense Ferécrates, Alexis de Turios -quien insiste en el que el zomós debe ser bien negro-, Matrón de Pítane o Eufrón, quien presenta a un cocinero que atribuye la autoría del plato a Lamprias, uno de los Siete Cocineros legendarios de Grecia, esos que tenían un paralelo con los Siete Sabios.


De hecho, este plato no era ningún secreto, aunque lo cierto es que tampoco debía ser apto para todos los paladares. Plutarco nos habla de cierto rey del Ponto que contrató a un cocinero laconio para que le preparase el famoso caldo negro. Cuando lo probó se decepcionó muchísimo y el cocinero en cuestión le respondió que para apreciarlo era necesario haberse bañado en el Eurotas (Lyc. 12), dejando clara la idea de que para un espartiata, el caldo negro está bueno porque está acostumbrado a tomarlo desde la cuna. Sin embargo, el paladar del rey del Ponto debía estar más acostumbrado a otros alimentos refinados, como el thríon -la hoja de higuera rellena- o el candaulos. De hecho, Nicóstrato a través de Ateneo nos habla de un cocinero que no sabía preparar caldo negro, pero sí hoja de higuera rellena y candaulo” (XII, 517A), dejando clara la identificación de todo un pueblo con una determinada gastronomía: quien prepara caldo negro (Esparta) no conoce los refinamientos de la alta cocina, y viceversa. 

Esa misma anécdota del rey del Ponto nos la transmite Cicerón, pero con algunas variantes. Según él, el rey es el tirano Dionisio I el Viejo y la respuesta del cocinero es toda una declaración de principios, pues al ver la cara de asco del tirano, le responde: «No tiene nada de extraño, le han faltado los condimentos». «¿Qué condimentos?», le preguntó. «La fatiga de la caza, el sudor, la carrera hasta el Eurotas. Ésos son los condimentos que emplean los Lacedemonios en sus comidas» (Cic. Tusc. 5, 98, 4). 


Busto de un hoplita, quizás Leónidas.
Museo Arqueológico de Esparta
 

Sí, hay que haber nacido en Esparta y haber superado las pruebas de la infancia, las batallas y la vida áspera para poderlo apreciar. Los extranjeros no están en condiciones de entender el plato, no participan de esa cultura. 


Por eso tampoco les parecía conveniente servirlo a quienes visitaban su ciudad. El rey Cleómenes, por ejemplo, cuando recibía a embajadores o extranjeros, les plantaba un triclinio de más plazas, añadía más cantidad al menú y hacía más generoso el servicio de vino. Y según Plutarco se enfadó con unos amigos que sirvieron caldo negro y pan de cebada (la famosa maza) a unos extranjeros, como si estuvieran en la syssítia, dejando claro que con personas foráneas no había que ser tan “laconio” (Plut. Cleom. 34.5).  Seguro que pasó hasta vergüenza. Así es la comida tradicional, uno la acepta en su ADN cultural, pero evita hacer ostentación entre personas que no la van a entender. 

Además, al ofrecer esos platos a los extranjeros, ¿qué acabarían pensando de las costumbres de Esparta? Era mucho mejor evitar juicios erróneos. Así es como se forjan anécdotas y se mantienen los tópicos: que si en Esparta los cocineros solo podían elaborar platos de carne, exponiéndose a la expulsión en caso contrario; que si era mejor estar muerto que comer el caldo negro; que si los espartanos no saben comer cosas finas y si les sirves un erizo de mar se lo meten en la boca con caparazón y todo… Estas historias forman parte de los textos clásicos, recopiladas ya en tiempos pretéritos, cuando se forjó el mito de la “perfección” espartana. 


Copa Espartana S. VI aC


Sibaris vs. Esparta


Si la ciudad de Síbaris encarnaba la vida relajada, Esparta simboliza el ideal de disciplina y perfección. Ambas polis expresan su forma de vida en las costumbres gastronómicas. Recordando la famosa frase del filósofo y antropólogo Ludwig Feuerbach, “somos lo que comemos”, podemos decir que Síbaris es lujosa y fértil como el mar, como los pasteles y como el abundante vino, mientras que Esparta es arisca y rígida como el pan basto de cebada y el caldo negro.

Si uno es símbolo de vida relajada, el otro lo es de disciplina y perfección. Ambos estados actúan como símbolos opuestos, ambas son ciudades míticas.



BIBLIOGRAFÍA EXTRA:


Maciej Kokoszko: "Mélas Zomós(μέλας ζωμός), or on a Certain Spartan Dish. A Source Study", en Studies on Ancient Sparta, Akanthina, no. 14, ed. Nicholas Sekunda (Gdańsk: Gdańsk University Press, 2020).


Casillas, Juan Miguel y Fornis, César: “La comida en común espartana como mecanismo de diferenciación e integración social”, en Espacio, Tiempo y Forma, Serie II, Historia Antigua, 7, 1994 (págs. 65-83)


jueves, 15 de abril de 2021

COMEDORES DE PULS (PULTIPHAGONIDES)


 El pueblo romano desde sus orígenes se alimentaba de gachas de farro. Estas gachas o puches se hacían moliendo el cereal, y cociendo la harina resultante en agua con sal. Se obtenía así una papilla más o menos espesa -incluso líquida-, fácil de hacer y nutritiva.  Y tan características eran estas gachas de farro que los griegos -seguramente un poco en coña- los llamaban ‘pultiphagonides’, esto es, comedores de gachas. Así lo vemos en las comedias de Plauto, que se presenta a sí mismo como “de la estirpe de los puchófagos” (Poen.54), y que habla de unos extranjeros “de esos que no comen más que gachas” (Most.828) justo para decir que son romanos. 


La base de la alimentación romana de los primeros tiempos fueron estas gachas o papillas, que en latín se llaman puls. Se hacían principalmente con cereales como el farro, la espelta, el trigo, el mijo, la cebada o el panizo, aunque también se podían usar legumbres, sobre todo habas y lentejas. Para prepararlas, primero se tostaba el grano, lo cual servía para purificarlo, limpiarlo de su cáscara, preservarlo de la humedad y hacerlo más digestivo y sabroso. Esta costumbre de tostar el cereal se remontaba al mismísimo Numa Pompilio, el rey piadoso que organizó las instituciones romanas. Después, se debía moler el cereal, tarea que Catón atribuye a la vilica: “sepa hacer una buena harina y un farro fino” (Agr. CXLIII). A continuación, solo había que cocer la harina resultante en agua con sal y remover continuamente hasta obtener las gachas. Por cierto, el sonido que producía esta harina en el agua caliente era algo que onomatopéyicamente recordaba a la palabra ‘puls’, y esa es la etimología que propone Varrón (Ling.V,105). Esta elaboración se mantuvo durante mucho tiempo porque era muy fácil de hacer -solo se necesitaba un puchero o, mejor dicho, pultarius para cocerla y un fuego-, resultaba muy barata y encima llenaba el buche con facilidad. Además, eran digestivas y tenían una textura blanda muy del gusto de los romanos. Esta manera de consumir el cereal, que al principio era la única, no desapareció cuando empezaron a proliferar los pistores o panaderos profesionales -cómo no, de origen griego-, sino que ambas formas  convivieron. 


molino rotatorio de mano. Foto:@Abemvs_incena

Las gachas o pultes eran el alimento principal de las clases populares. Como he dicho, eran baratas y fáciles de hacer. Además, permitían el aprovechamiento de sobras y se podían combinar con cualquier cosa. De hecho, el acompañamiento de un plato de puls se llamaba pulmentarium y podía consistir en aceitunas, legumbres, huevos o algo ya más contundente, tipo carne guisada. 

En su versión más básica, se trataba de gachas de cereal cocidos pacientemente en agua con sal, y servidos en un recipiente llamado catinus, una especie de escudilla. Aunque nutritivas, estas puches básicas tenían poco sabor y por eso permitían la combinación con verduras o legumbres. Por ejemplo, Plinio menciona una puls fabata, en la que el cereal se mezcla con las habas (XVIII,118). Así que, si se podía, se incorporaban otros ingredientes a las pultes, desde cebollas o coles hasta un buen taco de panceta. 


cereales romanos. Foto:@Abemvs_incena

                        *******

La pultem estaba rodeada de una poderosa dimensión simbólica. Por sí misma expresaba los valores tradicionales de austeridad, disciplina personal y sencillez.


Para los escritores y filósofos de la época representaba esa comida sencilla y perfecta de los primeros tiempos de Roma. Ese alimento básico pero suficiente que se hallaba en la base de la estirpe del pueblo de Rómulo. Virgilio lo sitúa ya entre el sustento de los troyanos que, tras desembarcar, acabarán fundando Roma:


Luego, cansados de fatigas, sacan el alimento de Ceres

que el agua empapó y las armas cereales y se aprestan

a tostar en las llamas la comida rescatada y a entregarla al molino” (Aened. I ,177-179)


Quizá a causa de esa dimensión simbólica, el poeta Persio se queja de que los campesinos contaminen las gachas con salsas espesas hechas a base de grasa. Y les dedica palabras nada amables: “Así nos va; desde que con la pimienta y los dátiles llegó a la ciudad este gusto nuestro falto de virilidad, los segadores de heno echan a perder las gachas con una salsa grasienta(sat. VI,40), como queriendo decir “no corrompáis el espíritu de la romanidad con lujos ni finuras extranjeras, que nos come la molicie”. 


El valor simbólico de este alimento se manifiesta también en su uso ritual. Tanto los sacrificios ancestrales como los de los aniversarios se celebraban con un pastel o torta de puches que, según Plinio, se denomina pulte fitilla (XVIII,84), y esta misma pultem convertida en pequeñas bolas de pasta era que la que se daba a los pollos sagrados en los auspicios. También la puls fabata -mencionada más arriba- se utilizaba para los sacrificios religiosos a los dioses, según los antiguos ritos (Plin. XVIII,118).


Las gachas, las legumbres y el pan de cebada eran, justo por sus valores simbólicos de austeridad, alimento de filósofos estoicos. Persio (sí, el que afeaba la conducta de los segadores de heno) habla de los jóvenes estudiantes de Filosofía, que se rapaban la cabeza y se nutrían de gachas de cebada y legumbres (Sat.III,55) y Séneca explica que es muy beneficioso para el espíritu saber contentarse con lo imprescindible, es decir, con agua y gachas de cebada. Eso sí, también reconoce que estos alimentos no son agradables al paladar y que “son más abundantes los alimentos del encarcelado” (epist. XVIII,11), por mucho que ayuden a fortalecer el alma. 


Polenta de cebada. La comida del estoico. Foto:@Abemvs_incena

Las gachas de cebada a las que se refieren Séneca o Persio se denominaban polenta, a diferencia de las gachas de farro, espelta o trigo, que eran la puls. Al parecer, la polenta de cebada era más propia de Grecia, lo mismo que el pan, mientras que la de farro era la preferida de Italia, de ahí el apelativo de ‘pultiphagonides’. Según Plinio, esta polenta se hacía con una mezcla de cebada, semillas de lino, semillas de cilantro, sal y mijo, todo tostado antes y triturado a mano (XVIII, 73-74). En Roma la cebada nunca tuvo buena consideración, y se prefería siempre el trigo. Estas polentas de cebada eran el alimento principal de los gladiadores, a los que se les llamaba también por eso mismo ‘hordearii’.

Como he dicho, además de farro, espelta o trigo, las puches se hacían también con mijo, que daban como resultado una puls muy blanca; o con panizo que, mezclado con leche, daban unas gachas nada despreciables (non fastidientem), según Columela; o con legumbres, como el caso de la ya mencionada puls fabata.


representación de pultem. Museo de Susa (Túnez)

Si usted tiene la tentación de prepararse un buen plato de gachas de farro, de mijo o de cebada, puede inspirarse en los textos clásicos para acompañarlas debidamente. Marcial menciona las salchichas (Lucanica, botellus) sobre las ‘blancas puches’ de mijo o de trigo de Clusio. Este es uno de los platos que ofrece en una cena a su amigo Toranio (V,78). Apuleyo nos habla de una polenta muy simple y muy espesa condimentada solo con queso (polentae caseatae). Al parecer, tenía una consistencia bastante sólida, pues el narrador indica que coge un trozo demasiado grande (offulam grandiorem) y la pasta blanda y pegajosa se le pega a la garganta de manera que casi se ahoga (Met.I,4). Catón nombra una pultem punicam hecha a base de espelta cocida en agua, a la que se añade queso fresco, huevo y miel (Cato.85); esta pultem queda muy espesa y es un ejemplo de elaboración dulce. El recetario de Apicio nombra las pultes en unas cuantas recetas, todas cargadas de ingredientes más caros y de postín, que  para algo es un libro dedicado a las clases altas. En ellas utiliza espelta, que mezcla con leche, con salsa de vino, con carne, con sesos cocidos, con especias… Una de ellas curiosamente se parece a la leche frita, pues indica que hay que hacer una durissimam pultem con flor de harina y leche, enfriarla, cortarla en trozos, freírla y untarla con miel (VII,XI,6). Es otro ejemplo de dulcia domestica.


pultem punicam. foto: @Abemvs_incena



Para acabar, debemos mencionar la pervivencia de las puches, gachas o papillas en algunos platos actuales, que básicamente se componen de lo mismo: cereal cocido en un medio líquido y acompañado (o no) de otros ingredientes. Aquí podríamos nombrar la polenta italiana (que ha conservado el nombre y solo ha cambiado el cereal por el maíz) o las migas con todas sus variantes, que son también un plato tradicional a base de pan o harina. 


Prosit!


jueves, 21 de enero de 2021

LACTUCA

Lechuga. Fuente: https://commons.wikimedia.org/


La lechuga (lactuca) es una planta herbácea que fue muy consumida en la antigüedad. Se cultivaba en todas las huertas y era bastante económica (cinco lechugas de la mejor calidad costaban solo cuatro denarios, según el Edicto de Precios Máximos de Diocleciano), lo cual la convertía en un alimento muy popular. 


Según Varrón, su nombre deriva de ‘lact’, es decir, “leche”, por la savia de apariencia lechosa que contiene su tallo (LL, V,104) y esta etimología también la recogen otros autores, como Isidoro de Sevilla, quien incluye otras opciones: “recibió este nombre porque destaca por la abundancia de leche (lac, lactis); o bien porque aumenta la leche de las mujeres que están amamantando” (XVII,10,11).


De la lechuga se conocían diversas variedades. De entre las cultivadas, Columela menciona cinco tipos: la que tiene la hoja oscura y purpúrea, la Ceciliana (verde y crespa), la de Capadocia (hoja pálida, peinada y espesa), la Gaditana (que es blanca) y la de Chipre (blanca que tira a roja con las hojas lisas y muy tiernas) (RR XI,3,26-27). Plinio amplía la clasificación: las purpúreas, las rizadas, las griegas, las blancas, las de Laconia, las llamadas ‘meconis’… (NH XIX,126). Y por supuesto se distinguían las lechugas cultivadas de las silvestres, que recibían nombres como ‘caprina, agrestis, montana, marina…’ según el lugar donde crecían (Plin.XIX, 138), y que Isidoro llama ‘serralia’. 


Vendedor verdura. Ostia Antica 

Esta verdura era muy popular en las mesas de los campesinos, por lo que no era un manjar destinado normalmente a las élites. Como los ajos, las cebollas y los puerros, las lechugas eran alimentos populares que no solían quedar bien en los banquetes elegantes. No es que no fueran apreciadas, es que eran demasiado comunes. Si encima se servían crudas, pues aún peor, ya que los alimentos crudos no son precisamente lo que más apreciaba el paladar romano.


Algunos autores las mencionan dentro de sus menús, como Marcial o Plinio el Joven. Pero son autores que defienden la austeridad, que adoptan la pose de quien no tiene recursos y que incluso están siendo irónicos. Son autores que pertenecen a la élite intelectual, y que valoran más los alimentos sencillos propios de su huerta que los más exquisitos manjares llegados de todos los puntos del imperio. Así, la lechuga aparece a menudo en el tópico literario de la invitación a cenar, tópico que ensalza la buena conversación y la amistad por encima del rango de los alimentos servidos. Por ello aparece en el menú de Plinio, junto a los huevos, las aceitunas, las remolachas, las calabazas y las cebollas, por oposición a las ostras, los erizos de mar y los vientres de cerda que ha preferido su amigo. Y Marcial las sirve junto a puerros, huevos, berzas, habas, malvas, cabrito, tocino… nada que ver con lenguas de flamenco o salmonetes gigantescos. Otros ‘personajes’ menos ‘intelectuales’ también servían lechugas en sus banquetes, pero con un resultado bastante diferente. Por ejemplo, el emperador Pértinax, quien, siendo aún ciudadano particular “solía ofrecer en sus convites medias lechugas y cardos” porque era una persona que “se comportaba con descortesía y rayano a la mezquindad” (HA, Pertinax 12). Imperdonable. Y, de hecho, el mismo Marcial que tanto alaba a las humildes lactucae acaba diciendo en otro epigrama: “Cuando tenga yo una lustrosa tórtola, lechuga, recibirás el adiós” (XIII,53), que viene a ser toda una declaración de principios. 


Escena de banquete Museo Arqueológico Nacional de Nápoles

La lechuga se apreciaba sobre todo por sus propiedades digestivas y laxantes, para lo cual era imprescindible tomarla cruda, en ensalada. Según la ciencia médica de la antigüedad, quitaba la pesadez de estómago y abría el apetito: “De entrada se te servirá lechuga, útil para mover el vientre”, leemos en Marcial (XI,52). Por eso al principio se servía al finalizar las comidas, justo para favorecer la digestión de estas. Aunque poco después se empezó a servir en los entrantes, quizá para facilitar digestiones anteriores, quizá para abrir el apetito y actuar preventivamente. “La lechuga que solía cerrar las cenas de nuestros abuelos, dime, ¿por qué nuestras comidas las abre ella?” se pregunta Marcial, perplejo ante cambios tan caprichosos (XIII,14).

Eso sí, para que hiciera su efecto debía condimentarse debidamente. Para ello se preparaban diversas salsas a base de vinagre y garum, que a su vez también contaban con propiedades digestivas. Apicio en su famoso recetario las explica con bastante más detalle de lo normal, como si fueran una fórmula magistral de boticario. Una de ellas es el oxygarum, de la que nos da dos recetas. En las dos aparecen una serie de especias (pimienta, séseli, cardamomo, comino, nardo, menta, perejil, alcaravea o ligústico) que se deben triturar y cubrir con miel, y en las dos se indica que en el momento de usarse como aliño se deben mezclar con garum y vinagre (Apic. I, XX,1,2). La otra fórmula es el oxyporium (Apic. I,XVIII), una salsa de vinagre que contiene también comino, jengibre, ruda, dátiles, pimienta y miel. Este aliño de ensaladas es ideal “para favorecer la digestión y combatir la hinchazón de estómago” (III, XVIII,3).

Pero también nos dice que simplemente se pueden aliñar con garum, con miel y vinagre o bien con embamma, un preparado a base de mosto y vinagre, en el que también  puede haber menta y mostaza (Apic. III, XVIII). 


Además, la lechuga era muy refrescante, sobre todo en verano, y el troncho (thyrsum) era famoso por quitar la sed, puesto que es una verdura muy rica en agua.  A propósito, Suetonio explica que el emperador Augusto prefería comer un troncho de lechuga en lugar de beber agua (Aug.77). El emperador adoraba las lechugas, sobre todo desde que le salvaron de una penosa enfermedad gracias a la dieta estricta a la que le sometió su médico, un griego llamado Musa, tal como explica Plinio (NH XIX,128).


Otra de las virtudes de la lactuca era su capacidad para inducir el sueño. Ateneo y Dioscórides aseguran sus propiedades somníferas y Plinio indica que es la lechuga blanca llamada ‘meconis’ (μηκωνις) la más abundante en savia soporífera, aunque reconoce que todas ayudan a dormir. Y hasta Galeno de Pérgamo reconoce en su ‘De alimentorum facultatibus’ que el único sistema que le ha funcionado para combatir el insomnio es tomar lechuga antes de ir a dormir.


Las lechugas también servían para calmar el deseo sexual. Por su naturaleza ‘fría’ eran consideradas un anafrodisíaco. Ateneo de Naucratis da una explicación: cuando Adonis fue perseguido por el jabalí, se escondió entre unas lechugas que los chipriotas llaman brénthis. Como el escondite no lo salvó de la muerte, la diosa Afrodita, rota de dolor, maldijo a las lechugas para siempre (Deip, II,69b-c). Desde entonces, “están sin fuerzas para los placeres amorosos quienes toman lechuga con frecuencia” (Deipn. II,69c). 


Venus llorando a Adonis (The Awekening of Adonis,
John William Waterhouse)

En efecto, según el médico Dioscórides, la infusión de semillas de lechuga “socorre a quienes tienen poluciones con frecuencia durante el sueño y refrena el apetito sexual” (MM II,136). Y el mismo Ateneo nos explica que existe una lechuga cultivada, “de hojas anchas, larga y sin tronco”, que es llamada por los pitagóricos “eunuco” y por las mujeres “astýtis”, y que “hace languidecer el deseo sexual”, aunque también puntualiza: “es la mejor para comer” (Deipn.II, 69e). Información que también corrobora Plinio (XIX,127).

Las poco lujuriosas lechugas también provocaban la menstruación y favorecían la subida de leche de las mujeres que estaban amamantando (recordemos la etimología de Isidoro), por lo que no las hacía aptas para una ‘noche de amor’, y de hecho Plutarco en sus ‘Charlas de sobremesa’ sentencia: “las mujeres no comen el cogollo de la lechuga” (Moralia IV,672c).


Pero la lista de virtudes terapéuticas de las lechugas no acaba aquí. Según Teofrasto y Dioscórides, elimina la hidropesía o retención de líquidos, sana las afecciones de la vista (cataratas, manchas de la córnea y úlceras de los ojos incluídas), cura las quemaduras y ejerce de antídoto contra las picaduras de alacrán y las mordeduras de tarántulas.


Como era de esperar, una verdura tan saludable y tan refrescante estaba muy bien valorada, y la consumía todo el mundo, aunque solo fuera para evitar empachos. Tan comunes eran, que hasta la gens Valeria recibía el apelativo de “Lactucinos”, recuerdo de un período anterior, mucho más austero y vegetariano (Plinio XIX,59).


Como eran tan apreciadas, se ponían también en conserva para disponer de ellas todo el año. Según Plinio, se conservaban en oxymeli, es decir, una mezcla de vinagre y miel (XIX,128), y Columela da toda una receta para encurtir los tronchos, para lo cual utiliza vinagre y salmuera (RR XII,9).


Además de comerlas crudas, en ensalada, se podían consumir cocinadas. Apicio propone una especie de puré de hojas de lechuga y cebolla (III, XV,3) y también una patina de tronchos de lechuga -hervidos con garum, caroeno, pimienta, aceite y agua-, los cuales se  mezclan con huevo y se hornean (IV,II,3).


Patina de lactucis según Apicio. Foto: @Abemvs_incena



Buen provecho!