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lunes, 14 de marzo de 2022

CENANDO CON JULIO CÉSAR


Hace tiempo que me voy encontrando la famosa anécdota de Julio César cenando en casa de Valerio León, aquella en la que su anfitrión le sirve unos espárragos condimentados con mantequilla en lugar de aceite y provocan el rechazo de todos los invitados, menos César, claro, que se los zampó por educación.


Buscando más información al respecto me voy encontrando con variaciones de la misma anécdota, que van desde que César pronunció en ese mismo momento la famosa frase “De gustibus non est disputandum” hasta que el plato favorito de César eran los espárragos con mantequilla y limón, pasando por una reivindicación del origen de los ‘asparagi alla milanese’.


La cuestión es que dicha anécdota me despertó la curiosidad por saber qué hay de verdad en todo ello. Voy por partes.


La famosa escena procede de una de las ‘Vidas Paralelas’ de Plutarco, un autor griego que escribió diversas biografías destacando defectos y virtudes de personajes famosos griegos y romanos. Para cuando Plutarco escribió sobre César, este llevaba al menos cien años muerto, y formaba parte ya del universo mítico del mundo romano.


Bien, pues el texto es el siguiente, en su traducción de la editorial Gredos (Jorge Bergua Cavero, 2007):


Por lo que respecta a sus pocas exigencias en materia de dieta, se presenta como muestra la siguiente anécdota: cenando una vez en Milán en casa de Valerio León, su anfitrión hizo servir unos espárragos sobre los que se había vertido aceite perfumado en lugar de aceite de oliva; César se los comió sin rechistar y, como sus amigos dieran muestras de disgusto, se lo reprochó diciendo: “Bastaba con que no hubiérais comido lo que no os gusta, pero el que denuncia tal rusticidad se acredita él mismo de rústico” (Plut. 17,9).


¿Qué información nos aporta el texto? Bien, pues nos presenta una cena protagonizada por un plato considerado de poca categoría, indigno de un político de la talla de César. También nos dice de qué plato se trata: unos espárragos condimentados con un aceite perfumado que no gustaron a los amigos de César, que lo consideraron poco menos que una porquería porque no se trataba de aceite de oliva. Nos indica también el lugar donde transcurre todo: la ciudad de Milán, Mediolanum por aquellos entonces. Y finalmente nos dice que César se lo comió sin rechistar, afeando la conducta de sus compañeros invitados a la cena.

En ningún caso se menciona la mantequilla. ¿Pudo serlo? ¿Pudo ser otra cosa?


Voy a intentar interpretarlo pero mucho me temo que siempre nos vamos a quedar con la duda. Tengamos en cuenta diferentes cosas:


En primer lugar, la cena se desarrolla en la antigua Mediolanum, un territorio fundado por los celtas del norte de Italia y que en los tiempos de César se convirtió por su situación en la localidad principal de la Galia Cisalpina. Por entonces era un territorio de provincias, rústico y medio bárbaro. 

¿Podría ser mantequilla fundida? Este producto era conocido en Roma pero poco considerado, pues se identificaba con la dieta de los pueblos bárbaros, grandes consumidores de lácteos en general. Sin embargo, entre los habitantes de la Galia Cisalpina  -que por esas fechas recibieron la ciudadanía romana- quizá pudo tener mejor consideración. Además, es de imaginar que el pobre Valerio León serviría el plato lo mejor que pudo. Si decidió usar mantequilla fundida sería porque para él no tendría connotaciones negativas.


Mediolanum. Fuente: https://arte.sky.it 

En segundo lugar, debemos acudir al texto original, el texto griego que escribió Plutarco. Allí no se utiliza la palabra habitual para mencionar la mantequilla (βούτυρον), traducido al latín como butyrum o buturum, sino μύρον, que se puede traducir como “mirra”, “aceite perfumado” o “ungüento”. Plutarco, griego de pura cepa, no tiene por qué confundir las dos palabras: dice mirra, no mantequilla. La mirra es una sustancia resinosa parecida a un aceite, pero lo no es. Se trata de una gomorresina con varias aplicaciones en la antigüedad: perfumes, medicinas, cosméticos. Si les pusieron mirra es normal que rechazaran el plato: demasiadas connotaciones negativas. Para ellos eso era perfume, o cataplasma para enfermos, peor aún, era ungüento para cadáveres. 

¿Era mirra entonces?


Ungüentario de vidrio. Museo Arqueológico de Milán (1)


En tercer y último lugar, hemos de pensar que en el mundo romano la mantequilla sí podía usarse -como la mirra- en la composición de pomadas, cosméticos y otros productos dirigidos a la higiene personal. Si les hubieran puesto mantequilla fundida y aromatizada (con mirra, azafrán, cardamomo, nardo, narciso, canela, incienso), bien podrían haberlo confundido con un producto de droguería y, por tanto, no comestible.


Esto no resuelve la cuestión de la palabra usada por Plutarco (μύρον), pero no olvidemos que Plutarco tampoco es testigo de los hechos, que sucedieron bastantes años antes. La percepción que tuvieron los compañeros de César fue la de hallarse frente a un aceite perfumado, y es Plutarco quien lo interpreta con la palabra que mejor  lo representa: mirra. Pero nada impide que fuese la famosa mantequilla, ya que compartían los mismos usos (excepto el culinario).


Conclusión: no podemos estar seguros de lo que sirvieron junto a los espárragos, pero tampoco tenemos argumentos para decir que ese aceite no era mantequilla fundida.



Julio César. Museo Arqueológico Nápoles


Lo que también nos dice la cita de Plutarco es que César era
poco exigente en lo culinario. Esta misma información también se repite en otras ocasiones a lo largo del texto, lo mismo que en la biografía redactada por Suetonio. Este último insiste en que era parco en el vino y nos cuenta otra anécdota relacionada con su comportamiento en la mesa: se sirvió el aceite rancio que le ofrecieron en una cena para no ofender al anfitrión. Y hasta repitió varias veces, dejando en evidencia al resto de comensales. (Suet.53). Y es que en la sociedad romana el comportamiento individual en aspectos tan cotidianos como las costumbres en la mesa adquiere un valor simbólico excepcional. La calidad moral de César queda reflejada en su comportamiento, respetuoso con todos los ciudadanos, como corresponde a alguien contrario a los privilegios defendidos por el Senado más conservador. Abundan los datos relativos a su respeto por todas las capas sociales. Por ejemplo, tras la victoria militar sobre Libia hizo grandes donativos a los soldados y regaló al pueblo varios banquetes y espectáculos. Los invitó a todos a la vez, utilizando para ello 22.000 mesas o divanes (Plut.55). También regaló al pueblo un combate de gladiadores y un banquete masivo en memoria de su hija, para lo cual no dudó en contratar el servicio de cátering que se ofrecía en el macellum (Suet.26). Y castigó con prisión a un panadero cuando se enteró de que servía panes de calidades diferentes a él mismo y al resto de convidados (Suet.48). Un hombre de su talla política era también extremadamente riguroso con las leyes suntuarias (Suet.43) y respetuoso con las normas no escritas del decoro social, que ponía en práctica evitando mezclar a los militares y extranjeros con los romanos de mayor rango social cuando debía celebrar convites en las provincias (Suet.48).


*****


Volvamos al tema original, la receta de espárragos con ese aceite perfumado. Ahora que ya sabemos que su aceptación por parte de César no era más que una maniobra en el juego de poderes, una se pregunta: ¿nos atrevemos a hacer una interpretación?


Bueno, pues para eso estamos.



Detalle de espárragos.
Templo de Isis



ASPARAGOS UNGUENTATOS

Para realizar la receta necesitamos espárragos verdes y el famoso aceite perfumado. Considerando la poca disponibilidad de la mirra en el mercado actual, me decido por la mantequilla y decido aromatizarla con azafrán, una sustancia que formaba parte de todo tipo de esencias y que a menudo se combina con la misma mirra. También nos valen algunas de las sustancias olorosas típicas de la perfumería antigua: cardamomo, mirto, nardo, incienso….



Ingredientes:


  • 100 gr de espárragos verdes

  • 20 gr. de mantequilla

  • 0,5 gr. de azafrán

  • sal


Preparación:


  • Cortar los espárragos y eliminar la parte más dura.
  • Ponerlos a hervir un minuto y medio. El mundo romano valoraba especialmente el alimento cocido, aunque ellos lo harían mucho más. Nosotros lo podemos adaptar a una cocción más al dente.
  • Sacarlos y ponerlos en un bol con hielo para cortar la cocción.
  • Preparar la salsa: dividir la mitad de la mantequilla. Poner una parte en un cuenco y fundirla con unas hebras de azafrán. Poner la otra parte en un bol y batirla hasta conseguir que esté muy blanda.
  • Añadir la mantequilla fundida a la otra mitad y remover hasta conseguir el punto de pomada. 
  • Disponer los espárragos en un plato y colocar la salsa por encima. Rociar pimienta y decorar con unas hebras de azafrán.


foto: @Abemvs_incena



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(1): Autor:  G.dallorto - Own work, Attribution, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=19790312





domingo, 25 de octubre de 2020

LAS CASTAÑAS EN LAS MESAS ROMANAS

No se conoce con exactitud el origen del castaño, un árbol de la familia de las fagáceas, resistente y longevo, con un fruto alojado en una cápsula espinosa que no siempre fue apreciado: la castaña.


Aunque no queda claro, se cree que procede de Asia Menor, donde fue conocido por los griegos en el siglo V aC. De hecho, esta creencia se apoya en una cita del historiador Jenofonte, que vivió a caballo de los siglos V y IV aC,  y que narra la expedición militar de los griegos contra los persas. Uno de los episodios narrados, el asalto al pueblo de los mosinecos, es el que sitúa las castañas en tierras de Asia Menor: “En los graneros había muchas nueces lisas sin ninguna hendidura. Este era su alimento principal, que hervían y cocían como pan” (Anáb. V 4, 29). Estas “nueces lisas” son las castañas, que aún no tienen ni nombre. Los mosinecos, pueblo bárbaro al fin y al cabo, no se alimentan de trigo, porque no son civilizados como los griegos. En su lugar, comen pan hecho con castañas cocidas. Y por cierto, condimentan con grasa de delfín en lugar de aceite, por si a alguien le interesa (siempre según Jenofonte, claro). No se puede ser más bárbaro.


Mapa  donde aparece la ubicación de los mosinecos
Fuente: Wikipedia.org


Tradicionalmente, siempre se ha considerado que desde Grecia, el castaño pasaría a Italia y posteriormente a Hispania y las Galias. Sin embargo, diferentes estudios palinológicos parecen insinuar que los castaños ya existían en Italia o Hispania desde mucho antes, con lo que no queda en absoluto clara esta ‘trayectoria’ desde Asia Menor.

Sin embargo, sí se puede afirmar que en el siglo IV aC el castaño y su fruto eran conocidos entre los griegos, porque varios autores, como Hipócrates o Teofrasto, los mencionan destacando aspectos como el uso de la leña y la corteza, los valores nutritivos del fruto, o los valores medicinales de flores y hojas.


Eso sí, en los textos de los autores griegos y romanos no hay consenso a la hora de designar este fruto: Ateneo indica que se les llama ‘nueces de Eubea’ o ‘bellotas de Sardes’; Macrobio nos dice que también reciben el nombre de ‘nueces de Heraclea’ o ‘nuez del Ponto’ y Plinio el Viejo nos menciona también una ‘bellota de Zeus’. Y por supuesto, en los textos latinos encontramos también el nombre con el que pasarán a la posteridad: castanea.


Castanea Sativa
Fuente: Wikipedia.org

Para los autores romanos, la castaña era un fruto modesto y poco valorado. Plinio la califica de ‘vilissima’ (NH XV,92) y la considera bastante parecida a la bellota. De los ocho tipos que menciona solo algunos son comestibles, mientras que el resto son tan incomibles -por amargos e indigestos- que “se destinan al forraje de los cerdos“ (NH XV,94). El uso como pienso para los cerdos también lo menciona Paladio, escritor y agrónomo bastante posterior a Plinio, pero solo cuando el alimento escasea durante el invierno, momento en que a los cerdos hay que darles “bellotas, castañas y las sobras que no valgan de los demás frutos” (III, XXVI,3).

 

Otros autores, como Varrón y Columela, mencionan su uso como soporte para aguantar las vides más altas, lo mismo que los robles y los olmos. Varrón explica también que las castañas se usaban para cebar a los lirones, que se criaban en tinajas (gliraria) donde los animalillos apenas tenían margen de movimientos. Tal como nos dice el autor, “en estas tinajas se echan bellotas, nueces o castañas. Cuando se coloca la tapadera en la tinaja, engordan en la oscuridad” (Varro, RR 3.15.2)


Títiro y Melibeo. Imagen del Codex Vergilius Romanus.
Biblioteca Apostólica Vaticana.


Las mejoras en el cultivo de los castaños favorecieron la aparición de nuevas variedades del fruto mucho más amables al paladar. Pero aun así las castañas siempre mantuvieron el estatus de comida humilde y pobre. Virgilio las menciona en sus Bucólicas, en las palabras del relamido pastor Títiro: “Tenemos frutas maduras, castañas tiernas y abundante queso” (Ecl.I,82), inaugurando esa imagen de comida básica, frugal y perfecta propia de la Edad de Oro. Las castañas son también fruto preferido de su amada Amarilis, no faltaba más (Ecl.II,52). Por cierto, la combinación de castañas y queso fresco se mantiene hoy día, y prueba de ello son algunas elaboraciones tradicionales como los necci italianos, unas tortitas de harina de castañas que se rellenan de ricotta y se enrollan como si fueran canelones.


Necci con la ricotta. foto: @Abemvs_incena


Ovidio en sus consejos para ligar (Ars Amandi) dice que es ideal regalar a la amada unos presentes modestos, por ejemplo un canastillo con los dones del campo diciendo que proceden de un huerto vecino a la ciudad, aunque en realidad procedan del mercado de la Vía Sacra, señal de que se vendían allí. En concreto menciona que se regale “la cesta de uvas o las castañas tan apetecidas por Amarilis” (II,267). 

Como regalo queda muy bien, pero es mejor -también lo comenta Ovidio- completarlo con algo más sustancioso, como una docena de tordos o un par de palomas (II,269), porque las mujeres reales no tienen el paladar de la requeteperfecta Amarilis.


'O castagnaro. Vendedor de castañas en la actual Nápoles. Fuente: www.vesuviolive.it


Las castañas se comían asadas, que es como están mejor, y las más apreciadas eran las de Tarento y las de Nápoles. Se podían servir en los postres, junto a otras frutas, como nos cuenta el poeta Marcial en la humilde cena que ofrece a su amigo Toranio: “Si quieres regalarte con los postres, se te presentarán uvas pasas, y peras que llevan el nombre de los sirios, y castañas asadas a fuego lento que produjo la docta Nápoles” (V,78).


Las castañas también se podían reducir a harina y usarse para elaborar panes o tortas. De hecho, Plinio menciona que las castañas “también se muelen proporcionando una especie de pan para el ayuno de las mujeres” (XV,93). Se refiere aquí a las fiestas de Ceres o Deméter, que se celebraban según el rito griego de los misterios y en las que participaban exclusivamente matronas romanas. Durante los días que duraba esta celebración -el sacrum anniversarium Cereris- las participantes debían abstenerse de relaciones sexuales, y tenían prohibidas las libaciones con vino y el consumo del pan de trigo. Por ello recurrían al pan de castañas.

 

Las castañas también se podían incorporar a guisos o sopas, tal como nos demuestra Apicio. Este autor las menciona tan solo una vez en su libro, en el capítulo dedicado a las legumbres y gachas, ya que las castañas no gozaban de una gran reputación, siempre asociadas a cierto consumo de supervivencia. Demasiado humildes para el recetario de Apicio. Pero aún así aparecen, porque eran un fruto muy común y relativamente asequible (según el Edicto de Precios, cien castañas costaban solo cuatro denarios). La receta en cuestión se llama ‘Lenticulam de castaneis’ y en ella se prepara un guiso o potaje de lentejas en el que se añaden las castañas previamente cocidas y trituradas en el mortero (Libro V, II 2). 

 

LENTEJAS CON CASTAÑAS

 

Preparar una cazuela y echar en ella castañas cuidadosamente limpiadas. Añadir agua y un poco de carbonato sódico, y dejar hervir. Durante su cocción, machacar en un mortero pimienta, comino, coliandro en grano, menta, ruda, raíz de benjuí, poleo, picarlo bien, rociar con garum, vinagre y miel, macerar con vinagre y echarlo encima de las castañas cocidas. Añadir aceite y dejar hervir. Cuando esté, machacarlo en el mortero. Catar; si está falto de algo, arreglarlo. Servirlo en una fuente, rociando con aceite verde”.

 

Lenticulam de castaneis.
Versión del Restaurant  Cocvla para Tarraco Viva 2011 foto: @Abemvs_incena


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domingo, 23 de agosto de 2020

APUNTES SOBRE LA DIETA TARDORROMANA

Recientemente ha llegado a mis manos una novela titulada La máscara alana, de Alberto Martínez Díaz. Se trata de una novela histórica que recrea con bastante lujo de detalle muchos aspectos de la época tardorromana, un período de por sí fascinante, un momento de transición hacia un nuevo paradigma en Occidente. Pueblos bárbaros, escenas militares, magia, traición, venganza, amor… toda una historia. Entre sus páginas, me encuentro un protagonista, Flavio, un terrateniente patricio de Emérita Augusta, a quien han invitado a cenar, junto con su esposa, Cecilia:


A Flavio le habían reservado un espacio en el lectus summus, justo enfrente del anfitrión, sin duda un sitio honorable, así es que se reclinó sobre su antebrazo izquierdo y saludó al resto de los comensales mientras un esclavo le servía una bandeja con algunos entrantes y una copa de vino rebajado con agua”.


He de decir, para mayor comprensión del tema, que la acción se sitúa en el año 396 y que los anfitriones de nuestro Flavio son el vicario provincial de Emérita Augusta y su esposa.

La escena representa un convivium de lo más clásico: tenemos un triclinio con tres lechos situados en U, y organizado estrictamente según la categoría social de los invitados (el locus consularis se ha reservado para el invitado de honor, el obispo Patruino, justo a la izquierda del anfitrión); tenemos esclavos sirviendo algunos entrantes y una sala amplia y agradable a la vista. 


Sigamos con la cena:


(...) los platos que se fueron sirviendo eran nutritivos pero sencillos, con la evidente intención de evitar la ostentación. El cocinero pudo dar algo más de rienda suelta a su imaginación y los postres hicieron honor a su fama incluyendo tortas de miel y fruta de temporada en ingeniosas elaboraciones. (...) El anfitrión dejó el mejor vino para el final y Flavio reconoció el espléndido falerno que apenas había perdido cualidades en su transporte”.


Vemos aquí muchos más elementos clásicos que componen un convivium: huír de la ostentación y del mal gusto, agasajar convenientemente a  los comensales, tener un cocinero experto en elaboraciones personales, servir un espléndido falerno… Todo corresponde a un banquete propio de la época más clásica. Pero estamos a finales del siglo IV, en 396. 



Los historiadores suelen llamar a este período “época tardorromana” o “bajo imperio” y convencionalmente lo sitúan entre el siglo III y el V, más o menos. Es una época complicada que contrasta con el esplendor político, institucional y administrativo del período anterior. La crisis económica del siglo III, las rebeliones del ejército y la guardia pretoriana, el descontrol de las fronteras del imperio, la inflación monetaria, las reformas del Senado y el ejército, la progresiva cristianización del territorio, el colonato, el abandono progresivo de las ciudades, el desfile de emperadores de dudosa capacidad, el declive del sistema esclavista, la división del imperio… son algunas de las características que sirven para definir esta época, a caballo entre el mundo clásico y lo que posteriormente sería la “Edad Media” (a partir del año 476 según la convención histórica).


Sin embargo, pese a los cambios que ya se perciben, la población en 396 sigue considerándose romana, heredera de su tradición y costumbres ancestrales. Y, aunque los pueblos bárbaros todavía no han hecho su aparición masiva invadiendo Hispania, Galia y Roma, sí que llevan tiempo colándose en las mismísimas instituciones del estado, por lo que es importante marcar una diferencia con respecto a ellos. Flavio y sus compañeros se sienten profundamente romanos y eligen vivir según un código de comportamiento y de pensamiento que refleje la esencia del mundo clásico. Sentirse romano o sentirse bárbaro: escoger una u otra visión del mundo. 


¿Qué define ser ‘romano’ en un mundo que se desmorona? Pues lo veremos a través de la gastronomía y el sistema alimentario romano, puesto que refleja el pensamiento y la ideología tanto como la vestimenta, la religión, la lengua, el folklore o las instituciones, elementos todos que contribuyen a reconocer y consolidar la identidad cultural.


El sistema alimentario de la época tardo imperial sigue siendo el de la tríada del pan - vino - aceite.  Estos alimentos producidos por la tierra y transformados por manos humanas son el símbolo de la alimentación mediterránea.  El mito del rey Anio que aparece en Ovidio responde a esta ideología: “al contacto de mis hijas todas las cosas en sembrado y en humor de vino y de la cana Minerva se transformaban” (Met.XIII 652-654). La forma de reconocerse entre sí todos los pueblos civilizados de la cuenca mediterránea es porque son comedores de pan, vino y aceite. Sin embargo, el mundo bárbaro compartía otros símbolos: en lugar del pan, la carne, propia de los guerreros. En lugar de vino, cerveza o sidra, bebidas fermentadas con valores rituales, como el vino. Pero sin ser vino. O bien leche. Y en lugar de aceite, mantequilla o manteca de cerdo, ambas de procedencia animal. El mundo bárbaro es salvaje y guerrero, y defiende el ideal de la abundancia de carne. Para los romanos, los bárbaros no tienen capacidad para contenerse, son unos brutos tragones capaces de engullir una vaca, dos cerdos, siete pollos y de postre un jabalí, acompañado de litros y litros de ese vino corrupto que allí llaman ‘cervesia’. Los bárbaros carecen de normas, y sin normas no hay civilización. 


Los bárbaros por su parte consideran que los romanos son unos blandengues que comen poco y mal (la mítica frugalidad romana), básicamente hierbas del campo. Esa no es una alimentación propia de un guerrero. Un guerrero no pierde el tiempo preparando un banquete complicado y lleno de normas. Se sienta como quiere, come cuanto quiere, y evita todos los valores sociales de la comensalidad.


Escenas de cacería. Pasatiempo de los propietarios tardoimperiales. Villa La Olmeda.S IV


Las cocciones también indican quién es quién. Los bárbaros prefieren comer su carne asada o medio cruda. No hay nada de complicación en comer una carne puesta al fuego y esperar hasta que se ase. Una carne que, además, se consigue cazando. La caza es entendida por los romanos como un deporte, una diversión. Cuando supone la forma principal de conseguir el sustento lo consideran algo propio de salvajes, de gente que vive al margen de la civilización. Los romanos convierten los productos en elaboraciones sofisticadas a base de hervir, guisar, marinar, freír… utilizan diversas técnicas que transforman el alimento, que manipulan la materia prima hasta conseguir crear algo nuevo. No se conforman con lo que la naturaleza proporciona, sienten la necesidad de construir el alimento.


El triclinio es otro elemento de definición de la cultura romana. Flavio y los demás comensales comen recostados en un triclinio totalmente clásico, quizá un poco anticuado para estos tiempos, ya que en el siglo IV se prefiere el stibadium. Frente al triclinio, se opone el comer sentado: propio de gente pobre o … de bárbaros. 


Cortejo dionisíaco. Decoración del triclinium de la Villa de Noheda. S IV.


Sí, Flavio y los demás personajes, en 396, son romanos. Pese a todo, algunos cambios se están produciendo en el paradigma occidental. La crisis económica del siglo III ha traído cambios en la agricultura y el comercio: más inseguridad política produce menos intercambios comerciales, lo cual implica menos ventas de productos del campo, y por tanto escasez y especulación. Progresivamente, se abandonan las ciudades y la labor del campo se concentra en los latifundios de grandes propietarios, quienes dirigen toda su actividad desde la villa rustica, un complejo dedicado al ocio y al negocio, que funciona con sus propias leyes y se autoabastece.


La vida en la villa rustica. Mosaico de Dominus Julius. S. V. Museo Nacional del Bardo


Flavio comenta a su anfitrión, Marco Tulio Rufo, que muchos terratenientes han abandonado los cultivos de cereales para producir vino, mucho más rentable, aunque este abandono masivo del cereal esté acarreando hambrunas por no poder pagar el precio desorbitado del trigo importado. En esta época el grano por excelencia, el favorito de Ceres (Deméter), sigue siendo el trigo. Pero la realidad es que otros cereales se están imponiendo por ser más resistentes, como el centeno, la avena, la cebada, el mijo… cereales que no dan pan blanco, pero que quitan el hambre. En el siglo I, Plinio el Viejo se hubiera escandalizado del uso alimentario de cereales como el centeno, de pésimo sabor y solo útil para calmar el hambre en caso de emergencia (deterrimum et tantum ad arcendam famem, NH XVIII,40), sin embargo tendrán un gran éxito porque es muy poco exigente con la calidad de la tierra y por tanto cunde mucho.



Posteriormente se darán otros pequeños cambios que se consolidarán con el tiempo. Por ejemplo, aumentará terriblemente el consumo de carne. Todas las fuentes escritas que dan testimonio de este momento inciden en la gran cantidad de carne consumida, sobre todo la de cerdo. Tanto  el recetario de Vinidario (s.V), como el médico bizantino Ántimo (s.V-VI), como el erudito Isidoro de Sevilla (s.VI-VII) mencionan todo un catálogo de posibilidades, y eso que son defensores del modelo alimentario más clásico (ciervo, perdices, pichones, albóndigas y salchichas de todo tipo de carne, pollos, patos, faisanes, buey, cochinillo, cordero, cabrito, tordos, carne salada, salchichones, picadillos…). 

Al haber mayor explotación de la ganadería (de hecho, a la larga se acabará imponiendo la economía pastoril y forestal), también se valora más la grasa de procedencia animal, y los textos nos muestran una combinación de aceite de oliva con tocino, grasa de cerdo, lardo o mantequilla. El queso se convierte también en un producto más asequible y por tanto más común que en la antigüedad. 

Por lo que respecta a las salazones de pescado y al garum, la salsa emblemática del mundo romano y griego, se seguirá usando (muchas factorías tuvieron un período de esplendor durante los siglos IV y V), convirtiéndose en otro superviviente de la dieta clásica. Otros condimentos, como las especias, también sufrirán alguna variación: entran en juego algunas como el clavo o el costo, la nuez moscada, la canela, el jengibre o el azafrán. Y pasan de moda otras que habían sido emblema de los platos romanos, como el ligústico.


Factoría de garum. Barcino (s. III al V) Museu d'Història de Barcelona.


Estamos a las puertas de otra época, otro modelo alimentario resultado de la combinación del germánico y del mediterráneo (modelo expuesto magistralmente por Massimo Montanari), donde los elementos clave de los pueblos germánicos (carne, cerveza, tocino) se combinan con los del mundo clásico (pan, trigo, aceite), que se han preservado por su prestigio cultural y por haber sido adoptados por la Iglesia.



Escena de banquete. Catacumbas de S. Pedro y Marcelino. Roma. S. IV