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sábado, 16 de marzo de 2019

TRAMPANTOJOS Y OTROS FAKES. EL ARTE DE LA IMITACIÓN EN LA GASTRONOMÍA ROMANA

Provocar la ilusión visual de un alimento que en realidad es otra cosa se llama trampantojo y es una moda que arrasa en la gastronomía actual. Griegos y romanos también practicaron el arte de la imitación y, como ahora, se trataba de una demostración de inteligencia, creatividad y talento.

En ocasiones, los textos nos muestran una clara intención: conseguir confundir totalmente al comensal, incluso no sacarlo de su error inicial y no informarle de este engaño de los sentidos (de hecho, son muy abundantes los textos que terminan con fórmulas del tipo “el comensal no notará nada”). Para nuestra mentalidad actual, este alarde de inteligencia y creatividad puede rozar la estafa. Para ellos, era simplemente un reflejo de su buen hacer, una expresión de su arte.

Veamos unos cuantos ejemplos extraídos de los textos clásicos:

1. Imitación de pescados

Ateneo de Náucratis, escritor griego que vivió a finales del siglo II, nos relata una anécdota en la que Nicomedes, rey de los bitinios, sufre el deseo incontenible de comer anchoas frescas en pleno invierno y estando a doce jornadas de distancia del mar. Sin embargo, su cocinero Sotérides, inteligente y creativo como un poeta, consigue quitarle el antojo de anchoas manipulando sabiamente un nabo cocido: Cogiendo un nabo tierno, lo cortó fino y largo, imitando el aspecto de la propia sardina, lo hirvió, lo roció con aceite poniéndole sal en consonancia, esparció por encima semillas de adormidera negra en número de cuarenta, y en plena Escitia satisfizo su deseo” (Aten.Deipn.I,7E). El genio culinario de Sotérides se refleja en el resultado, pues Nicomedes no dejó de alabar la anchoa que creía que se estaba comiendo.


Apicio, el gourmet responsable del principal recetario conservado de la Antigüedad, nos proporciona hasta tres recetas para imitar el pescado salado (IX,9). Para ello utiliza un ingrediente blando, como es el hígado -de liebre, de cabrito, de cordero o de pollo- al que se le puede dar la forma de pescado en un molde, y se le adereza con pimienta, garum, sal, aceite (IX,9,10); o con otros ingredientes según la receta. Hay que decir que la propia esencia de la culinaria romana favorecía estas trampas, pues se potenciaba bastante el plato muy cocido, muy especiado y con unos ingredientes muy mezclados entre sí, todo para crear un nuevo sabor con la suma de sabores.

El mismo Apicio nos menciona una ya mítica receta para hacer un plato de anchoas sin anchoas (IV,2,12), para lo cual utiliza pescado asado o cocido, que mezcla con huevos batidos y una picada de pimienta, ruda, garum y aceite. A la masa homogénea resultante le añaden unas ortigas de mar y lo cuece a fuego lento. Es revelador el final de la receta: “En la mesa nadie sabrá lo que come”.

Por otra parte, parece que la imitación del pescado salado fue una moda que se consideraba el colmo del refinamiento, aunque quizá no muy bien vista por los filósofos, gente que tenía otras preocupaciones mucho más metafísicas y mucho menos mundanales: “el que sirvió en el Liceo carne preparada como si fuera salazón de pescado fue azotado por excederse malvadamente de refinado” (Ateneo, Deipn. IV,137F). Sin comentarios.

2. Falsificación de vinos

Los vinos con denominación de origen eran muy valorados en la Antigüedad, igual que ahora. Además del Falerno, el Másico, el Sorrentino o el Cécubo, producidos en la misma Italia, gozaban de gran prestigio los vinos griegos, que les llevaban ventaja a los romanos en los secretos de la composición y la tipología de aditivos: salmuera, aceites, perfume, especias, resinas...
Uno de estos vinos griegos era el vino de Cos, famoso por su tratamiento a base de agua de mar. Sin embargo, Catón el Censor, cónsul y defensor de las costumbres ancestrales de la ‘auténtica’ Roma, nos proporciona una receta para falsificar este vino, de manera que uno no tenga que pasar por la molestia de tener que adquirirlo a los comerciantes de dicha isla: “Para fabricar vino de Cos, hay que tomar agua en alta mar setenta días antes de la vendimia. El mar debe estar tranquilo y sin que haya viento.” La receta aparece con instrucciones muy precisas para conseguir un vino auténticamente falso (Catón, Agr. 106 y 112).


Otras trampas y falsificaciones aparecen en el recetario de Apicio, como la receta de vino de rosas sin rosas, a base de mosto que se echa en un barril durante cuarenta días con hojas verdes de limonero y un toque final de miel (I,3,2); o la receta para convertir en blanco el vino tinto: “Echar en una botella harina de haba, o bien la clara de tres huevos, y agitar durante mucho tiempo: al día siguiente el vino será blanco” (I,5). Como se ve, Apicio ya utilizó el método de la clarificación del vino mediante la albúmina de huevo, método que se usa todavía hoy para evitar que los vinos se vean turbios. Por lo que respecta a la harina de habas (o lomentum), era un sistema ya conocido por los griegos y que menciona también Paladio (Op. Agr. XI,14). Por cierto, el lomentum decolora el vino pero no lo aclara del todo.

3. Invención de aceites DOP

El aceite de oliva es uno de los productos emblemáticos de la civilización grecolatina y era muy apreciado por sus múltiples usos: en la medicina, en la higiene, en la iluminación, en la cosmética y en la cocina. Como los vinos, algunos aceites eran muy valorados por su procedencia. Uno de ellos era el aceite de Liburnia, territorio situado al sur de Istria, en la actual Croacia. Las fuentes escritas revelan varias propuestas para falsificar este aceite. Por ejemplo, en la Geopónica, utilizando aceite onfacino (es decir, el obtenido de aceitunas sin madurar), al que se le añade helenio seco, hojas de laurel, juncia seca y sal pulverizada y tostada. Solo se necesitan unos días para que se asiente la mezcla y ya tenemos nuestro aceite DOP de Liburnia fake (Geop. IX,27,1).
También Apicio propone una fórmula, en este caso usando aceite de Hispania, al que se añade helenio, hojas frescas de chufa, laurel y sal pulverizada. Se deja reposar unos días y “todos creerán que es aceite de Liburnia” (I,IV).
El mismo autor de la Geopónica, Casiano Baso, da otras fórmulas para falsificar el aceite de Hispania, también muy valorado, lo cual se consigue empleando jugo de hojas tiernas de olivo machacadas, que le aportarían un característico sabor fuerte y aromático. (Geop. IX,26).

4. El menú y la mímesis culinaria

Otros textos nos hablan de la imitación de un menú entero, de la reproducción de la comida en otro material, o del virtuosismo de algún cocinero con algún ingrediente en particular.

En la cena de Nasidieno, Fundanio deja caer que los alimentos no son lo que parecen: “En cuanto a la turba restante -nosotros, quiero decir- cenamos aves, moluscos y pescados que escondían un sabor muy distinto del conocido” (Horacio, Serm.II,8,27-30).

Marcial nos habla de un tal Cecilio, al que califica de “Atreo de las calabazas”, capaz de dar gato por liebre con ese solo ingrediente: “Uno las comerá ya en los entremeses, las servirán de primer plato y de segundo, y te las volverán a poner de tercero, y luego al acabar las prepararán de postre” (Mart. XI,31). El tal Cecilio, que solo gastará en tantos platos “una moneda y no más”, construye con ese alimento blando y versátil revueltos, lentejas, habas, champiñones, salchichas, cola de atún, anchoas y hasta hojaldres y golosinas.
No es el único.


El cocinero responsable de uno de los servicios de la famosa cena del Satiricón ha ‘construído’ todos los platos con carne de cerdo. Es tan competente que lo llaman Dédalo y, según Trimalción, “de una vulva te hará un pez, de un poco de tocino te hará un palomo, de un jamón te hará una tórtola, de un anca te hará una gallina” (Sat. LXX). Hay que decir que, pese al talento del cocinero, el resultado es bastante dudoso, puesto que Encolpio y sus amigos miran lo que está sobre la mesa (una oca cebada, con peces y aves de todo tipo a su alrededor) con bastante recelo y no poco repelús, y el protagonista comenta que “no lo hubiéramos tocado aunque nos muriéramos de hambre” (Sat. LXIX). De hecho, antes de que Trimalción revele la clave del misterio el narrador se teme que lo que se ve sobre la mesa esté hecho con barro o con algo peor, y hace una referencia curiosa: “En Roma, con motivo de unas Saturnales, he visto representar todo un banquete de esta forma”, esto es, de arcilla (Sat. LXIX).

La Historia Augusta también nos da ejemplos de reproducciones de platos utilizando materiales no comestibles. Allí leemos que el emperador Heliogábalo era capaz de presentar los alimentos en efigie a sus parásitos solo para humillarlos: “Al segundo plato, ofrecía a sus parásitos comida, unas veces en cera, otras en madera, otras en marfil, en alguna ocasión en barro y algunas veces incluso en mármol o piedra, con el fin de que pudieran contemplar, en distinta materia, todos los alimentos que él comía” (Lampr.Elagab.25,9). Aunque seguramente la anécdota sea exagerada, sí revela la existencia de esta práctica.


Para acabar, citemos las palabras de Ateneo de Náucratis a propósito del trampantojo de anchoas frescas que sirvieron a Nicomedes, rey de los bitinios, y que resume lo que significa la mímesis culinaria, al margen de algunos resultados dudosos:
En nada difiere el cocinero del poeta, pues la inteligencia es el arte de cada uno de ellos”.
(Deipn.Libro I,7F)

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sábado, 26 de enero de 2019

LAS OLIVAS EN LAS MESAS ROMANAS


El producto principal que se extrae de las olivas es el aceite. Es un producto fundamental con múltiples usos: iluminación, cosméticos, rituales, ungüentos, alimentación. Sin embargo, en este texto no hablaré del aceite sino del humilde fruto de la diosa Atenea: la aceituna.

Olivas. Museo Arqueológico Nacional de Nápoles.
La oliva o aceituna fue un producto muy consumido en Roma, lo mismo que en toda la cuenca mediterránea. Es un producto emblemático que se halla presente en todas las mesas, tanto en la de los ricos como en la de los pobres. Las había de diferentes calidades y tipos. Bastantes autores romanos (Plinio el Viejo, Virgilio, Macrobio, Paladio, Varrón o Columela) nos informan de al menos veinte tipos diferentes de aceitunas, entre ellas la licinia, la contia, la sergia, la geórgica, la orquita, la pausia, la mirtea, la egipcia, la alejandrina… Y cada una era apta para un uso concreto. Por ejemplo, la salentina era ideal para las conservas, las de Colminio eran geniales para los perfumes y la sergia para hacer aceite.

En la mesa, las preferidas eran las de importación, es decir, las griegas (como las de Sicione, cerca de Corinto) o las de la Decápolis de Siria, en el límite de Siria con Judea: si hemos de creer a Plinio “aunque son pequeñas e incluso no más grandes que una alcaparra, son famosas por su carne” (NH XV,16). Entre las nacionales, las que tenían mejor fama y, suponemos, mejor sabor eran las del Piceno y las del Sidicino, en la región de Campania. Las olivas picenas las menciona Marcial en numerosas ocasiones formando parte de los banquetes, como explicaré más tarde. Eran tan exquisitas que se enviaban como regalo. “También llegó de parte de un cliente del Piceno un cestillo al que no le cabían unas sobrias olivas” leemos en Marcial (IV,46), a propósito de los regalos que el abogado Sabelo recibe de sus clientes en las Saturnalia.

Cantharos con ramas de olivo. Pompeya.
Las aceitunas no pueden comerse tal cual caen del árbol, sino que hay que adobarlas y ponerlas en conserva. Los textos de los agrónomos Catón y Columela mencionan diferentes recetas: la salmuera, el secado, sumergirlas en mosto cocido, o en vinagre, o en vinagre y mosto… a los que se le podía añadir lentisco, hinojo, sal, aceite… Las aceitunas en salmuera eran muy apreciadas. Los griegos las preparaban ya en el siglo IV aC y las llamaban kolymbàdes (‘nadadoras’), pues la salmuera se mezclaba con aceite, sal y agua marina. Ateneo las menciona como aperitivo ya desde tiempos de los antiguos y Columela las menciona flotando en una parte de salmuera y dos de vinagre. El séviro y tallista de mármol Habinas, en el Satiricón, explicando la cena fúnebre de la que viene, se escandaliza con el comportamiento descontrolado de la gente frente a una buena dosis de olivas en salmuera: “También pasaron una bandeja de aceitunas aliñadas: no faltaron personas tan groseras que se llevaron hasta tres puñados” (Petr.66).

Existen un buen número de ánforas procedentes de la Bética, la Narbonense o Creta, que llevan inscripciones relativas a su contenido, es decir, olivas en conserva, y que servían para comercializar este producto. En algunas leemos “olivae nigrae ex defruto” (‘olivas negras en vino cocido’), maceradas en defrutum o en sapa, gracias a sus cualidades conservantes. Otras especifican la maceración en vinagre, como las kolymbàdes de Creta que se vendían en ánforas de fondo plano.

La gente podía adquirir las olivas ya preparadas en el mercado o en los puestos de vendedores ambulantes. Se vendían en pequeñas cestas o bolsas de esparto y eran accesibles a todos los bolsillos. Según el Edicto de precios de Diocleciano, que data del año 301, por cuatro denarios se podía comprar un sextario de olivas negras (equivalente a 0,547 litros), cuarenta olivas kolymbàdes y solo veinte unidades de olivas de Tarso.

También se podían adquirir en las popinae, establecimientos de comida ya preparada, donde posiblemente las pondrían en conserva los propios taberneros para consumirlas en el mismo local. Oliva condita XVII K. Novembres leemos en las paredes de la pompeyana taberna de Aticto: ‘olivas puestas en conserva el 16 de octubre’ (CIL IV,8489).

Recogida de aceitunas. Museo del Bardo, Túnez
Además de las propias olivas en salmuera, estas se podían comer en forma de una pasta llamada epityrum que, según Columela, “se usa comúnmente en las ciudades griegas” (Agr.XII,47). Consiste en extraer el hueso de las aceitunas, machacarlas en el mortero y mezclarlas con diferentes especias, como cilantro, comino, hinojo, ruda, menta, vinagre y bastante aceite. La pasta resultante es deliciosa. Otra opción era la samsa o sirapa, que se hacía con aceitunas negras muy maduras a las que se añadía sal molida, semilla de hinojo, anís de Egipto, comino, fenogreco y una buena cantidad de aceite para que la pasta resultante no se resecase. Según Columela (Agr.XII,49), esta pasta no duraba más de dos meses sin que se alterase su sabor.

Como he dicho más arriba, las olivas forman parte de las mesas de ricos y pobres. Tanto aparecen en los aperitivos de un banquete fastuoso, como el de Trimalción: “En la bandeja de los entremeses había un asno en bronce de Corinto con alforjas, las cuales, de un lado, iban llenas de aceitunas blancas, y del otro, de aceitunas negras” (Petr.31), como forman parte de la dieta sencilla y medio vegetariana de quien ama la frugalidad: “A mí me sustentan las olivas, a mí las achicorias y las ligeras malvas” (Hor.Carm,I,31).

Se pueden servir junto a otros alimentos a lo largo de una cena, pero lo más frecuente es que aparezcan en los aperitivos (gustatio) o al final de la comida, justo cuando la bebida toma protagonismo. Marcial en un epigrama comenta que las olivas -en su caso siempre picenas- abren y cierran los banquetes (XIII,36) y Horacio, haciendo alabanza de la vida sobria y sencilla, se alegra de que en las cenas no haya desaparecido la buena costumbre de los ancestros de iniciar y acabar la comida con este alimento: “Y aún no se ha perdido toda señal de pobreza en los regios banquetes, pues hay hoy en día un lugar para los humildes huevos y las negras olivas” (Sat.II,2).

Como aperitivo aparecen en un convite preparado por Marcial a sus amigos: lechuga, ajete, conserva de atún, huevos, queso del Velabro “y olivas que han sentido los fríos del Piceno” (XI,52). Y aparecen a menudo al final de la comida, a la hora de la bebida y la diversión, junto a alcaparras, jamón (Plaut. Curc, 90) u otros alimentos estimulantes de la sed: “si por casualidad Baco te abre el apetito que acostumbra, vendrán en tu ayuda unas buenas aceitunas, recién cogidas de los olivos del Piceno, y garbanzos hirviendo, y altramuces tibios” (Mart.V,78). También aparecen en la comissatio de un banquete imperial, en este caso hablando del emperador Claudio: “si se dormía después de la comida, cosa que le ocurría a menudo, disparábanle huesos de aceitunas” (Suet.Claud.VIII).
Pájaros picoteando un cesto de olivas. Museo Arqueológico de Susa (Túnez)
El humilde fruto de Minerva es también protagonista de las sobrias cenas de los filósofos: “El festín consistirá en higos secos, orujo de aceitunas y queso. Pues esas cosas acostumbran a ofertar los pitagóricos” (Ateneo,Deipn. IV,161D). Lo mismo que forma parte de festines modestos, como la cena que improvisan los esclavos en el Estico de Plauto: “Yo veo que este convite es, dentro de nuestros medios, bien apañado; tenemos nueces, habas, higos, aceitunas, pastas, altramuces, restos de galletitas” (Stich.690). La austeridad de las aceitunas las hace protagonistas de la cena de avaros y gente miserable: el millonario Escévola hacía bastar diez olivas para dos comidas (Mart.I,103) y un tal Avidieno, tacaño conocido por todos bajo el sobrenombre de “perro” por lo miserable de su vida, solo comía “olivas de cinco años y bayas de cornejo silvestre”, lo cual es bastante imperdonable, pues entre vida sórdida y vida frugal debe haber una distancia (Hor.Serm.II,2).

Recogida de aceitunas. Ánfora ática.
Catón recomienda el uso de las aceitunas para alimentar a los esclavos, para lo cual indica que se deben utilizar las olivas que caen a tierra del árbol (oleae caducae), que se conservaban en grandes cantidades, o las olivas estacionales (oleas tempestivas), que dan poco aceite, pero nunca olivas de primera calidad. Con estas olivas adobadas, que Catón recomienda estirar bien para que duren más, los esclavos obtenían su companaje o pulmentarium (Cato RR,58).

Recogida de aceitunas. Museo Arqueológico de Córdoba.
Para acabar, las olivas podían servir como ofrenda a los dioses, pues no solo eran un producto emblemático de la civilización griega y romana, sino que son un alimento creado por Atenea / Minerva como regalo para la humanidad. Eso explica que griegos y romanos utilizaran las hojas del olivo para coronar a sus héroes victoriosos y sus campeones olímpicos. Las propias aceitunas, recién recogidas, eran una ofrenda común para dioses y difuntos, que se depositaba en los altares y las tumbas. También el aceite obtenido con la primicia de la cosecha de aceitunas, que era de excelente calidad, se utilizaba para las ofrendas y las unciones sagradas. Y Ateneo menciona este fruto en la cena pública que los atenienses ofrecen en el pritaneo -sede del poder ejecutivo y de los magistrados- en honor a los Dióscuros. Allí colocan sobre las mesas “Un queso y un physte (un tipo de pan de cebada), aceitunas maduradas en el árbol y puerros, en recuerdo de su antiguo género de vida” (Deipn.IV,137E).

La Farga de Arion (Ulldecona, Tarragona).  Plantado en el siglo IV es el olivo más antiguo de la península.

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lunes, 3 de abril de 2017

PENUS Y PENATES: LA DESPENSA DE LOS ROMANOS

Las cocinas de las casas romanas podían ser de naturaleza diversa en función del tipo de casa y de la época. De su posición original en el atrio de las domus, pasaron a ubicarse en un espacio alejado de las zonas residenciales -habitaciones o comedores- para no molestar con sus ruidos, humos y olores. En todo caso, era un espacio alejado de la casa, pequeño, oscuro y bastante indigno, si lo comparamos con las habitaciones más lujosas. En esta habitación de la casa, a menudo contigua a los baños, a las letrinas y los establos, cerca del Larario donde se rendía culto a los dioses del hogar, cerca de los fogones, se hallaba un almacén bien custodiado donde se guardaban las provisiones para todos los miembros de la familia, esclavos incluidos. De este almacén, el penus, y de su contenido es de lo que hablaré en esta entrada del blog.


La cocina es un lugar sagrado donde se mantienen el fuego y los alimentos, ya que sin ellos la prosperidad familiar peligra. Por ello es en las cocinas donde se encuentra un altar dedicado a los dioses protectores de la despensa, los Penates, a menudo confundidos con otros númenes protectores de la familia: los Lares. Los Penates eran los guardianes de la despensa y del fuego y se representaban bajo la forma de un par de jóvenes, como los Lares. Se veneraban junto a Vesta, diosa del fuego doméstico, como ellos, y se dedicaban a conservar y multiplicar toda suerte de alimentos y bebidas, así como a inspirar la creatividad del cocinero. Por supuesto a los Penates se les debían hacer ofrendas diarias, ya que formaban parte del culto doméstico y eran parte implicada en la prosperidad de la casa. Cuando la familia se dispone a comer, el pater familias les ofrece una parte de los alimentos, como la harina y la sal, que arroja al fuego pronunciando las plegarias pertinentes de propiciación o de agradecimiento que protegerán a todos los habitantes del hogar. Instrumental imprescindible para el culto serán la patera o patella, un plato redondo para depositar las ofrendas, y el salinum, el salero de plata para conjurar la putrefacción de los alimentos.

La despensa o penus podía ser un simple hueco en la pared junto al fuego, una alacena protegida de la luz y de las manos largas. Apuleyo menciona un simple gancho tras la puerta de la cocina: “un labrador de allí envió en presente al señor de aquella casa un cuarto de ciervo muy grande y grueso, el cual recibió el cocinero y lo colgó negligentemente tras la puerta de la cocina, no muy alto del suelo” (Met. 8,31,1), aunque no parece que esto fuera lo  más recomendable. Lo normal es que fuese un pequeño habitáculo, como dan a entender las palabras de Suetonio sobre la habitación en la que nació Augusto, que era “muy pequeña y del tamaño de una despensa” (Suet. Aug.6).
Reconstruction of kitchen life in the Peristyle
Building at Vindonissa; © Legionary Trail,
 Museum Aargau

Esta despensa, llamada en los textos cella penaria o promtuarium, podía dividirise en celdas o cámaras para mantener los alimentos a una temperatura baja (cellae frigidariae) y protegidos de la luz. Y habría un espacio reservado para las carnes (carnarium), otro para la miel, para las frutas, para las salazones, para las aceitunas y el garum… Si uno tenía una villa rústica y el espacio suficiente, podía disponer también de una cella vinaria, es decir, una bodega de vino, lo mismo que una almazara de aceite, lo cual daba bastante prestigio al propietario. Pero si uno era más del montón, sin tanto espacio ni tantas provisiones, era fácil que simplemente poseyera un gancho sobre el fuego donde colgar el tocino, como sucede en la Fábula de Filemón y Baucis, en la que para improvisar una cena para los dioses, la pareja de ancianos descuelga “unas sucias espaldas de cerdo que colgaban de una negra viga”, es decir, un lomo de cerdo ahumado (Ovid. Met.VIII, 647-650).



El penus debía mantenerse bajo llave para evitar los asaltos de esclavos o visitantes. Cleústrata, el personaje de Plauto, se dirige a sus esclavos antes de salir de casa: “Cerrad las despensas y traedme el sello del precinto: voy a casa de la vecina” (Cas. 145). A veces se nombra un encargado de la custodia del penus, el cellarius: “Tú ocúpate en casa de lo que haga falta: coge, pide, saca de la despensa lo que quieras. Quedas nombrado mi despensero” (Plauto Capt. 895). Aunque el despensero de Plauto, de nombre Ergásilo, no es precisamente de un dechado de virtudes, pues en cuanto se ve solo exclama: “Dioses inmortales, ni un canal de cerdo voy a dejar sin cortarle el pescuezo; qué gran ruina amenaza a los jamones, qué epidemia va a caer sobre el tocino, cómo se van a consumir las tetillas, qué gran desgracia para los chicharrones, qué gran fatiga para los carniceros” (Capt. 903-905). En fin, los asaltos furtivos a la despensa por parte de los esclavos parecen bastante habituales.
¿Qué productos se guardaban en la despensa? Pensemos que por muy bien conservados que estén los alimentos, protegidos de la luz y el calor, nunca podrán compararse con las condiciones que nos ofrecen nuestros aparatos refrigeradores. En una despensa romana no vamos a encontrar productos frescos, simplemente porque no se pueden conservar. Los productos frescos se consiguen y se consumen en un plazo de tiempo breve: carne, verduras, frutas… Vuelvo a la pregunta: ¿qué productos se guardaban como comestibles de reserva?


Las fuentes escritas nos mencionan a menudo ciertos productos. Para empezar, los que sirven para conservar otros alimentos: la sal, el vinagre y la miel.
De la sal he mencionado ya su poder contra la corrupción de los alimentos y su participación en las ofrendas a los númenes protectores del bienestar del hogar. De hecho, casi todas las familias romanas tenían un salero de plata, un auténtico lujo, que se conservaba en el penus y se utilizaba para las ofrendas a los dioses y, evidentemente, los aliños finales. La sal impedía que se espesara el aceite, permitía preparar el vino, conseguía mantener las aceitunas, los quesos, los embutidos, las salazones... La sal permite hacer las conservas. El vinagre forma parte de la mayoría de las salsas y aliños. Sirve para desinfectar el agua sospechosa o para limpiar la tripa de cerdo o las hortalizas, o para  hacer escabeches. La miel sirve para equilibrar el protagonismo de las grasas en los platos muy sofisticados, como los que aparecen en el recetario de Apicio. Sirve también para endulzar, puesto que no se utilizaba el azúcar. Permite mantener las frutas, como indica Columela: “no hay especie alguna de fruta que no se pueda conservar en miel” (RR, XII, X). Sirve para condimentar el vino, como lo demuestran las diferentes recetas que han llegado hasta nosotros, como el mulsum, un vino hecho a base de la fermentación conjunta de la uva y la miel; el vino de rosas o el “vino aromático con miel para el viaje”, que menciona el recetario De Re Coquinaria (I, III,1). Pero con miel también se puede conservar la carne, preparar hidromiel, confeccionar salsas…
Foto: @Abemvs_incena (Magna Celebratio 2017)
Pero además de estos básicos, las fuentes nos mencionan ciertos productos que se almacenan en casi todas las despensas, alimentos sencillos que garantizarían las reservas y por tanto el mantenimiento y la prosperidad de la familia. En el penus se almacenan tinajas y vasijas llenas de trigo y legumbres, quesos, huevos, aceitunas, frutos secos, aceite, vino. El trigo y quizá otros cereales se conservaban preferentemente en grano, pues así se aguantaba mejor que molido. Los huevos aguantaban mucho, según el agrónomo Varrón había que “frotarlos con sal fina o tenerlos en salmuera tres o cuatro horas” (RR 3.9.12). En vasijas de barro y procurando que estuvieran en lugar seco y fresco, se podían almacenar casi todos estos productos, que se mencionan frecuentemente en los textos escritos. Filemón y Baucis, en la fábula de Ovidio, sirven a los dioses aceitunas, cornejos en salmuera, endibias y rábanos, queso y huevos: “Se pone aquí, bicolor, la baya de la pura Minerva y, guardados en el líquido poso, unos cornejos de otoño, y endibia y rábano y masa de leche cuajada y huevos levemente revueltos en no acre rescoldo” (Ovid. Met. VIII, 664-667). En El asno de oro, un hombre al que acoge el amo del protagonista, promete devolverle el favor enviándole como regalo “algunas provisiones de trigo, aceite y dos tinajas de vino de sus posesiones” (Apul. Met. 33), típicos alimentos de despensa. Y en el Satiricón, el protagonista visita a Oenotea, una “sacerdotisa” bastante pobre que le promete devolverle la virilidad, quien “poniéndose un mandil cuadrado, colocó en el fuego un enorme puchero; acto seguido, con un gancho, alcanzó de la despensa un fardo que contenía su provisión de habas y un trozo de cabeza de cerdo muy añeja y con mil muescas del cuchillo” (Petr. Satyr.135).
Foto: @Abemvs_incena (Tarraco Viva 2014)
Sin duda el producto estrella de las despensas es la carne salada o ahumada de cerdo: el tocino, el jamón, el lomo y la chacina en general… en salazón, ahumado, en adobo. El rey indiscutible de las despensas es el cerdo, del que Varrón dice que “lo ha ofrecido la naturaleza para el banquete, y que por ello se les dio la vida y de la misma manera la sal para conservar su carne” (RR 2.4.10), y Plinio añade que “de ningún otro animal se saca más provecho para la gula; casi cincuenta sabores diferentes, mientras los demás tienen uno solo” (NH VIII, 51). Plauto menciona a menudo algunos de esos “cincuenta sabores” diferentes. El joven Fédromo le ofrece a su “cómplice” Gorgojo “jamón, panceta, tetilla de puerca, costillas, papada” (Plaut. Gorg. 323); el esclavo Estico al hacer los preparativos para un banquete exclama: “descolgad un jamón y una papada de cerdo” (Stich. 358-360); Balión ordena a su esclavo: “Pon en agua el jamón, corteza de tocino, papada y tetilla de cerdo, ¿te enteras?” (Plaut. Pseud. 166); y volvamos a recordar al guardián Ergásilo, cuya gula amenzaba la integridad de jamones, tocino, tetillas y chicharrones (Capt. 903-905).
Foto: @Abemvs_incena (Tarraco Viva 2014)


Una despensa bien abastecida podía contener, además, ciertos lujos como pimienta, garum, incienso, pescado en salazón y vino de cierta calidad. Es el caso, por ejemplo, del poeta Marcial, el cual se lamenta de que le hayan regalado un jabalí porque tendrá que echar mano de su reserva de delicatessen: “Que mis Penates se engrasen alegres impregnándose con su oloroso vapor y que mi cocina arda en fiestas con un elevado montón de leña. Pero el cocinero empleará un montón ingente de pimienta, añadirá también falerno mezclado con el garum que tengo escondido… Vuelve a casa de tu dueño.” (VII, 27). Parece que las despensas de los abogados eran de las mejor abastecidas, sobre todo porque los clientes solían hacer sus pagos y regalos en especias, y los textos escritos abundan en ejemplos. Persio aconseja: “No sientas envidia de que en una despensa repleta gracias a la defensa de ricos Umbros, huelan a rancio hileras de tarros, pimienta y jamones, recuerdos de un cliente Marso, y de que no se haya vaciado aún el primer recipiente que se llenó de arenques” (Persio, Sat. 3,73). Y Marcial nos nombra al engreído Sabelo, que recibe los regalos de sus clientes durante las fiestas Saturnales: “Tales fastos y ánimos se los da a Sabelo medio modio de trigo y de habas molidas, tres medias libras de incienso y de pimienta, una longaniza con tripa falisca, una garrafa siria de vino tinto cocido, una helada orza libia de higos junto con unas cebollas y caracoles y queso. También llegó de parte de un cliente del Piceno un cestillo al que no le cabían unas sobrias olivas (...) Saturnales más fructíferas no las tuvo en diez años Sabelo” (IV, 46).

Foto: @Abemvs_incena (Tarraco Viva 2016)

Frente al esplendor de esta reserva de vituallas del abogado Sabelo, encontramos a otros abogados mucho peor pagados, según nos dice Juvenal: “¿Cuál es el precio de tu voz? Un jamón rancio y una cesta de atunes o cebollas añejas (...) o cinco jarras de vino transportado por el río Tiber” (Sat. VII, 119-121). Ya se sabe, hay clientes y clientes, y hay abogados y abogados.


Solo nos queda acabar. Quememos incienso frente a nuestros Penates adornados con laurel y, antes de zamparnos nuestra próxima comilona, ofrezcamos la sal y la harina junto al fuego y pidamos prosperidad, inspiración al crear los platos y que nos alejen del hambre y de los trastornos del paladar.

Prosit!