Tras haber comentado los productos y precios más económicos, toca ahora hablar de los más caros, carísimos.
Por una parte tenemos las frutas, verdaderas golosinas que sólo se comían frescas si eran “de temporada”, y que se usaban a menudo para endulzar vinos y platos y se solían poner en conserva. Encontramos al precio de 4 den. la decena de melocotones, de albaricoques, de manzanas Matianas o de membrillos; a precios similares, y siempre caras, están las granadas, las cerezas, las ciruelas, los dátiles, los higos… Por 4 denarios te daban 8 dátiles Nicolaos, mientras que por ese mismo precio te daban cuatro sandías!
Vayamos a la proteína animal. El pescado de mar es un producto de lujo: está a 24 denarios la libra (recordemos al profesor de historia y sus 50 denarios mensuales!) Estos pescados procedían en su mayoría de los viveros que poseían las mejores familias de Roma, que hacían negocio con la venta.
Cuanto más grande era la pieza y más difícil de encontrar, más valiosa se volvía, por lo que ni siquiera al precio que marca el Edicto se podrían encontrar los ejemplares más preciados, como el salmonete de ¡cuatro libras y media! que nombra Séneca (Epis. XCV), o el rodaballo que nombra Juvenal, tan grande que no había fuente que permitiera servirlo (Sát. IV). Cien ostras cuestan 100 denarios (en un banquete se podían servir muchas muchas muchas ostras) y cien erizos cuestan 50. La salsa hecha a base de pescado, el garum o liquamen, cuesta 16 denarios el sextario si es de primera calidad, y 12 el de segunda. Lo dicho: productos de lujo.
La carne tampoco sale nada barata. En el Edicto se nombran algunas exquisiteces como las vulvas de cerda -a 24 den. la libra- o las ubres de cerda -a 20 den.-, mencionadas a menudo en el recetario de Apicio; pero también el hígado engordado con higos -16 den. la libra-, los jamones menápicos (procedentes de la Galia) o cerritanos (de Hispania) -20 den. la libra- o el tocino (laridum) a 16 den. la libra, mismo precio que el jabalí y los lechones o tostones, carnes muy apreciadas. Aparecen también los famosos lirones, cebados en gliraria para el consumo, a 40 den. la decena; los conejos -que proceden de Hispania y fueron aclimatados en Córcega- al precio de 40 den. la unidad, y las liebres, nada menos que a 150 denarios la unidad. Cualquiera de estas carnes se puede acompañar con unas trufas, que están también por las nubes: una libra cuesta 16 denarios. Se mencionan también los caracoles, a 4 den. veinte de ellos, si son de los gordos, aparentemente más económicos pero ¿cuántos se servirían en un banquete?
Sin duda las carnes más caras, sin embargo, son las de aves en general, sean o no de corral. Las aves eran, estas sí que sí, un auténtico producto de lujo. Se las comían todas: pollos, tórtolas, gorriones, palomas, gansos, tordos…. Se criaban en la ciudad, en grandes aviarios (ornithon) y poco importaba que fueran medio sagradas, como el pavo real, consagrado a Juno, o las ocas, que alertaron a los romanos del asedio de los galos, allá por el año 390 aC.
Desde la época de Augusto, las aves en general son ingrediente muy preciado de las mesas, sobre todo de las de los ricos. Los precios van desde los 16 denarios que costaban una tórtola cebada o diez gorriones, a los 300 denarios que valía el pavo real macho. En medio están los 20 den. que costaban un francolín, dos palomas salvajes, diez codornices o diez estorninos; los 30 que costaba una perdiz; los 40 de diez perdices griegas, diez becafigos o dos patos; los 60 den. que costaban dos pollos o diez tordos y los extracaros: los 250 denarios que costaba un faisán cebado, los 200 que costaba una oca cebada o los ya mencionados 300 denarios del pavo real.
Cuando un personaje influyente decidía servir determinado animal como plato fuerte de su cena, automáticamente éste se ponía de moda y su precio se elevaba. Es lo que sucedió por ejemplo con el pavo real: parece que el orador y augur Quinto Hortensio (114-50 aC) fue el primero en servir pavo real en el banquete para festejar su ingreso en el sacerdocio (Varrón Rust. III,6,6), y desde entonces se convirtió en un imprescindible. Si el volátil era de importación, como el propio pavo real, que procedía de Asia, su valor también aumentaba: es el caso del faisán, que habían traído de Phasis (la Cólquide) los mismísimos argonautas: “Fui transportado por primera vez en la nave Argos: antes yo no conocía nada más que el Fasis” (Marcial XIII,72). El faisán gustaba mucho por su carne grasa y parece que se incluía en las cenas de las Saturnalia (Estacio, Silv. I,67). Otras aves, como las de corral, criadas desde siempre para el consumo, se cebaban convenientemente con harina empapada en leche, que engorda bastante más. Si se trataba de palomas y pichones, se alimentaban con harina de habas tostadas y farro, bien amasadas con aceite. Para acabar, parece que el consumo de aves venía reforzado por ser éstas un remedio medicinal: la sangre de palomo se recomendaba para la epilepsia (Scrib.16), el pollo se consideraba un antídoto para el veneno de serpiente (Celso 5,27), y lo mismo pasaba con las ocas, que eran cicatrizantes (Scrib.185) o los tordos, como los que recomendaba el médico a Pompeyo porque estaba un poco debilucho (Plutarco Vitae p. Pompeyo,2).
Pasemos al tema de los vinos. Los más caros son los que presentan denominación de origen: el Falerno, el Piceno, el Tiburtino, el Sabino, el Aminiano, el Setino y el de Sorrento están todos marcados al precio de 30 denarios el sextario. Pero también las reducciones de vino y los vinos especiados eran caros, y además eran imprescindibles para crear salsas dignas de un banquete de primera. Así, la reducción de vino a la mitad de su volumen, o defrutum, cuesta 20 den. el sextario; el vino con especias, 24; y el vino a la miel dorada del Ática, también 24.
Para acabar, pasemos a los ingredientes que sirven para aliñar, cocinar o dar sabor a las salsas. El aceite de oliva, el de primera calidad, cuesta 40 den. el sextario, lo mismo que la miel de la mejor. Ambos son imprescindibles en cocina: el primero para cocinar y aliñar en crudo, pero el segundo para elaborar salsas condimentadas, conservar las frutas o endulzar los vinos. Del liquamen ya hemos hablado (16 den. el sextario) y si se quiere utilizar una sal ya especiada, cuesta 8 denarios el sextario. Para dar sabor final a todos los platos, ese sabor a suma de sabores propio de los platos más ostentosos de la cocina romana, son imprescindibles, no solo las hierbas aromáticas, sino también las especias: el Edicto menciona algunas como el jengibre (a 400 den. la libra), el perejil (a 120), la pimienta (a 800 den,) o el azafrán (a 2000 den. si es arábico, o 1000 si es de Cilicia). Considerando que cualquier plato de Apicio tiene -por lo general- pimienta, miel, garum, reducción de vino y aceite, más otros que pueden variar según la composición (cilantro, ajedrea, séseli, menta, perejil, ruda, orégano…) y a menudo frutos secos (dátiles, piñones, pasas, nueces…), sólo la confección de la salsa cuesta tanto o más que el ingrediente principal, si éste es carne o pescado.
Viendo estos precios me imagino al profesor de historia (el de los 50 denarios al mes) comiendo gachas con verduras o legumbres, tomando vino peleón en la taberna y algún guiso -excepcional- de algo humeante y caliente en la propia taberna, da igual si cerdo o ternera, acompañado de algo de pan. Me imagino también a los numerosos clientes deseando que su patronus se dignara invitarlos a una cena, para poder comer esos faisanes, esos pavos y esas tetas de cerda que, seguro, colmaban su imaginación.
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ResponderEliminarNo sé prácticamente nada de ese período de la historia. Me ha parecido muy interesante y curioso el artículo!
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