Recientemente ha llegado a mis manos una novela titulada La máscara alana, de Alberto Martínez Díaz. Se trata de una novela histórica que recrea con bastante lujo de detalle muchos aspectos de la época tardorromana, un período de por sí fascinante, un momento de transición hacia un nuevo paradigma en Occidente. Pueblos bárbaros, escenas militares, magia, traición, venganza, amor… toda una historia. Entre sus páginas, me encuentro un protagonista, Flavio, un terrateniente patricio de Emérita Augusta, a quien han invitado a cenar, junto con su esposa, Cecilia:
“A Flavio le habían reservado un espacio en el lectus summus, justo enfrente del anfitrión, sin duda un sitio honorable, así es que se reclinó sobre su antebrazo izquierdo y saludó al resto de los comensales mientras un esclavo le servía una bandeja con algunos entrantes y una copa de vino rebajado con agua”.
He de decir, para mayor comprensión del tema, que la acción se sitúa en el año 396 y que los anfitriones de nuestro Flavio son el vicario provincial de Emérita Augusta y su esposa.
La escena representa un convivium de lo más clásico: tenemos un triclinio con tres lechos situados en U, y organizado estrictamente según la categoría social de los invitados (el locus consularis se ha reservado para el invitado de honor, el obispo Patruino, justo a la izquierda del anfitrión); tenemos esclavos sirviendo algunos entrantes y una sala amplia y agradable a la vista.
Sigamos con la cena:
“(...) los platos que se fueron sirviendo eran nutritivos pero sencillos, con la evidente intención de evitar la ostentación. El cocinero pudo dar algo más de rienda suelta a su imaginación y los postres hicieron honor a su fama incluyendo tortas de miel y fruta de temporada en ingeniosas elaboraciones. (...) El anfitrión dejó el mejor vino para el final y Flavio reconoció el espléndido falerno que apenas había perdido cualidades en su transporte”.
Vemos aquí muchos más elementos clásicos que componen un convivium: huír de la ostentación y del mal gusto, agasajar convenientemente a los comensales, tener un cocinero experto en elaboraciones personales, servir un espléndido falerno… Todo corresponde a un banquete propio de la época más clásica. Pero estamos a finales del siglo IV, en 396.
Los historiadores suelen llamar a este período “época tardorromana” o “bajo imperio” y convencionalmente lo sitúan entre el siglo III y el V, más o menos. Es una época complicada que contrasta con el esplendor político, institucional y administrativo del período anterior. La crisis económica del siglo III, las rebeliones del ejército y la guardia pretoriana, el descontrol de las fronteras del imperio, la inflación monetaria, las reformas del Senado y el ejército, la progresiva cristianización del territorio, el colonato, el abandono progresivo de las ciudades, el desfile de emperadores de dudosa capacidad, el declive del sistema esclavista, la división del imperio… son algunas de las características que sirven para definir esta época, a caballo entre el mundo clásico y lo que posteriormente sería la “Edad Media” (a partir del año 476 según la convención histórica).
Sin embargo, pese a los cambios que ya se perciben, la población en 396 sigue considerándose romana, heredera de su tradición y costumbres ancestrales. Y, aunque los pueblos bárbaros todavía no han hecho su aparición masiva invadiendo Hispania, Galia y Roma, sí que llevan tiempo colándose en las mismísimas instituciones del estado, por lo que es importante marcar una diferencia con respecto a ellos. Flavio y sus compañeros se sienten profundamente romanos y eligen vivir según un código de comportamiento y de pensamiento que refleje la esencia del mundo clásico. Sentirse romano o sentirse bárbaro: escoger una u otra visión del mundo.
¿Qué define ser ‘romano’ en un mundo que se desmorona? Pues lo veremos a través de la gastronomía y el sistema alimentario romano, puesto que refleja el pensamiento y la ideología tanto como la vestimenta, la religión, la lengua, el folklore o las instituciones, elementos todos que contribuyen a reconocer y consolidar la identidad cultural.
El sistema alimentario de la época tardo imperial sigue siendo el de la tríada del pan - vino - aceite. Estos alimentos producidos por la tierra y transformados por manos humanas son el símbolo de la alimentación mediterránea. El mito del rey Anio que aparece en Ovidio responde a esta ideología: “al contacto de mis hijas todas las cosas en sembrado y en humor de vino y de la cana Minerva se transformaban” (Met.XIII 652-654). La forma de reconocerse entre sí todos los pueblos civilizados de la cuenca mediterránea es porque son comedores de pan, vino y aceite. Sin embargo, el mundo bárbaro compartía otros símbolos: en lugar del pan, la carne, propia de los guerreros. En lugar de vino, cerveza o sidra, bebidas fermentadas con valores rituales, como el vino. Pero sin ser vino. O bien leche. Y en lugar de aceite, mantequilla o manteca de cerdo, ambas de procedencia animal. El mundo bárbaro es salvaje y guerrero, y defiende el ideal de la abundancia de carne. Para los romanos, los bárbaros no tienen capacidad para contenerse, son unos brutos tragones capaces de engullir una vaca, dos cerdos, siete pollos y de postre un jabalí, acompañado de litros y litros de ese vino corrupto que allí llaman ‘cervesia’. Los bárbaros carecen de normas, y sin normas no hay civilización.
Los bárbaros por su parte consideran que los romanos son unos blandengues que comen poco y mal (la mítica frugalidad romana), básicamente hierbas del campo. Esa no es una alimentación propia de un guerrero. Un guerrero no pierde el tiempo preparando un banquete complicado y lleno de normas. Se sienta como quiere, come cuanto quiere, y evita todos los valores sociales de la comensalidad.
Las cocciones también indican quién es quién. Los bárbaros prefieren comer su carne asada o medio cruda. No hay nada de complicación en comer una carne puesta al fuego y esperar hasta que se ase. Una carne que, además, se consigue cazando. La caza es entendida por los romanos como un deporte, una diversión. Cuando supone la forma principal de conseguir el sustento lo consideran algo propio de salvajes, de gente que vive al margen de la civilización. Los romanos convierten los productos en elaboraciones sofisticadas a base de hervir, guisar, marinar, freír… utilizan diversas técnicas que transforman el alimento, que manipulan la materia prima hasta conseguir crear algo nuevo. No se conforman con lo que la naturaleza proporciona, sienten la necesidad de construir el alimento.
El triclinio es otro elemento de definición de la cultura romana. Flavio y los demás comensales comen recostados en un triclinio totalmente clásico, quizá un poco anticuado para estos tiempos, ya que en el siglo IV se prefiere el stibadium. Frente al triclinio, se opone el comer sentado: propio de gente pobre o … de bárbaros.
Sí, Flavio y los demás personajes, en 396, son romanos. Pese a todo, algunos cambios se están produciendo en el paradigma occidental. La crisis económica del siglo III ha traído cambios en la agricultura y el comercio: más inseguridad política produce menos intercambios comerciales, lo cual implica menos ventas de productos del campo, y por tanto escasez y especulación. Progresivamente, se abandonan las ciudades y la labor del campo se concentra en los latifundios de grandes propietarios, quienes dirigen toda su actividad desde la villa rustica, un complejo dedicado al ocio y al negocio, que funciona con sus propias leyes y se autoabastece.
La vida en la villa rustica. Mosaico de Dominus Julius. S. V. Museo Nacional del Bardo |
Flavio comenta a su anfitrión, Marco Tulio Rufo, que muchos terratenientes han abandonado los cultivos de cereales para producir vino, mucho más rentable, aunque este abandono masivo del cereal esté acarreando hambrunas por no poder pagar el precio desorbitado del trigo importado. En esta época el grano por excelencia, el favorito de Ceres (Deméter), sigue siendo el trigo. Pero la realidad es que otros cereales se están imponiendo por ser más resistentes, como el centeno, la avena, la cebada, el mijo… cereales que no dan pan blanco, pero que quitan el hambre. En el siglo I, Plinio el Viejo se hubiera escandalizado del uso alimentario de cereales como el centeno, de pésimo sabor y solo útil para calmar el hambre en caso de emergencia (deterrimum et tantum ad arcendam famem, NH XVIII,40), sin embargo tendrán un gran éxito porque es muy poco exigente con la calidad de la tierra y por tanto cunde mucho.
Posteriormente se darán otros pequeños cambios que se consolidarán con el tiempo. Por ejemplo, aumentará terriblemente el consumo de carne. Todas las fuentes escritas que dan testimonio de este momento inciden en la gran cantidad de carne consumida, sobre todo la de cerdo. Tanto el recetario de Vinidario (s.V), como el médico bizantino Ántimo (s.V-VI), como el erudito Isidoro de Sevilla (s.VI-VII) mencionan todo un catálogo de posibilidades, y eso que son defensores del modelo alimentario más clásico (ciervo, perdices, pichones, albóndigas y salchichas de todo tipo de carne, pollos, patos, faisanes, buey, cochinillo, cordero, cabrito, tordos, carne salada, salchichones, picadillos…).
Al haber mayor explotación de la ganadería (de hecho, a la larga se acabará imponiendo la economía pastoril y forestal), también se valora más la grasa de procedencia animal, y los textos nos muestran una combinación de aceite de oliva con tocino, grasa de cerdo, lardo o mantequilla. El queso se convierte también en un producto más asequible y por tanto más común que en la antigüedad.
Por lo que respecta a las salazones de pescado y al garum, la salsa emblemática del mundo romano y griego, se seguirá usando (muchas factorías tuvieron un período de esplendor durante los siglos IV y V), convirtiéndose en otro superviviente de la dieta clásica. Otros condimentos, como las especias, también sufrirán alguna variación: entran en juego algunas como el clavo o el costo, la nuez moscada, la canela, el jengibre o el azafrán. Y pasan de moda otras que habían sido emblema de los platos romanos, como el ligústico.
Estamos a las puertas de otra época, otro modelo alimentario resultado de la combinación del germánico y del mediterráneo (modelo expuesto magistralmente por Massimo Montanari), donde los elementos clave de los pueblos germánicos (carne, cerveza, tocino) se combinan con los del mundo clásico (pan, trigo, aceite), que se han preservado por su prestigio cultural y por haber sido adoptados por la Iglesia.