Dormir la siesta era tan común en la antigua Roma como lo es ahora. Tras la comida de mediodía, después de haber cumplido con todas las obligaciones, vencido por el calor y la modorra, el pueblo romano se echaba a dormir.
La palabra castellana “siesta” deriva de la hora sexta, que era la hora central de la jornada y se debía corresponder con las 12 del mediodía, más o menos. También es verdad que el cómputo de horas no era igual que el nuestro, que agrupaban las horas de tres en tres y que la duración en minutos variaba en función de si era verano o invierno. Es decir, la hora sexta comprendía desde las 12:00 del mediodía hasta las 15:00 como mucho. Ese era el tiempo que los romanos dedicaban al descanso después del almuerzo.
Esta distribución del tiempo la encontramos en varios autores, como Marcial: “Roma prolonga las diversas ocupaciones hasta la hora quinta -es decir, hasta la hora de la comida-, la sexta es la del descanso de los fatigados, la séptima será el final de este, la octava hasta la novena, basta para los ejercicios con el cuerpo frotado de aceite, la novena exige romper con nuestro peso los lechos que nos han preparado” (Marcial, IV,8,3-6). Este código de conducta era válido solo para quien se lo podía permitir. Es decir, aquellos otiosi que, una vez han acabado con sus negocios matutinos, quedan liberados para el auténtico tiempo libre: las termas, el circo, el teatro, las cenas… Podemos imaginar al resto de la población, aquellos que trabajaban para que los demás pudieran descansar, durmiendo una breve siesta -si era posible- y volviendo al trabajo. Me refiero al personal de termas, teatros, tabernas, popinas, lupanares, circo, cocineros, músicos, personal de servicio de mesa… La vida siempre ha estado mal repartida.
Las fuentes latinas están llenas de testimonios que muestran el gusto de las clases acomodadas -o quienes aspiraban a serlo- por la siesta. “Habiéndome retirado a mediodía a dormir la siesta, pues era verano” leemos, a modo de ejemplo, en Plinio el Joven (Ep.VII,4). Se trata de un tiempo de laxitud, de relajación, de ocio. El poeta Horacio, que se presenta a sí mismo como “aquel al que tan bien le caían las togas finas (...) y desde el mediodía andaba bebido de claro falerno” nos confiesa que le gustan “las cenas ligeras y la siesta a la orilla del río, sobre la hierba” (Ep.I,14,35).
La siesta es una ocasión para abandonarse a otros placeres como el sexo: “Tendí mi cuerpo en el centro del lecho para descansar. (...) He aquí que llega Corina, vestida con una túnica sin ceñir, su cabellera peinada en dos mitades cubriéndole el blanco cuello”, leemos en Ovidio, el autor experto en amores (Am.1,5), o la súplica de Catulo: “Por favor, mi dulce Ipsitila, objeto de mis delicias y de mis pasatiempos, invítame a que yo vaya a tu casa a pasar la siesta” (meridiatum), especificando además “invítame enseguida: pues estoy echado recién comido y, saciado boca arriba, atravieso la túnica y el manto” (Cat.32)
Como se observa, la manera de echar la siesta también refleja una moralidad: así, quien tiene un cargo de responsabilidad o se dedica a la ciencia o la filosofía revela su fortaleza de alma no abandonándose por completo al sueño de la tarde. El emperador Augusto, modelo a seguir para gobernantes posteriores por asegurar la paz y la prosperidad de Roma, “después del almuerzo, vestido y calzado como estaba, reposaba un poco, sin taparse los pies, con una mano puesta sobre los ojos” (Suet. Aug. 78). Y es que el protagonista del Ara Pacis, todo un Pater Patriae que se aseguró un buen sistema de propaganda política, un Pontifex Maximus, un Princeps Senatus, no puede aparecer durmiendo a la bartola, boca abierta y babilla fuera, roncando alegremente o desperezándose erecto como Catulo, que es lo mismo que decir que este gobernante no es serio, que mientras duerme abandona a su pueblo, que baja la guardia. El filósofo y orador Séneca, moralista obsesionado con la decadencia de la sociedad romana y la pérdida de los valores tradicionales, nos confiesa: “Duermo la siesta lo imprescindible”, y además añade “tengo un sueño muy corto, como si fuera una pausa” (Sen.Ep.83,7).
Plinio el Joven nos habla de la jornada habitual de su hiperactivo tío, el científico Plinio el Viejo: “Después de este baño de sol, generalmente tomaba un baño de agua fría, luego comía algo y dormía un momento”, y tras despertarse, “estudiaba hasta la hora de la cena” (Plin.J. III, ep. 5). Y es que los hombres de bien no se abandonan plenamente al sueño innecesario del mediodía. Si todos hubiesen sido como Augusto, como Séneca o como Plinio el Viejo, Roma no hubiera caído a manos de Alarico, rey de los Godos, en agosto del año 410, quien aprovechó la costumbre de dormir la siesta para saquear la ciudad: “posteriormente, no mucho después, en un día establecido, aproximadamente en torno al mediodía, cuando todos (...) se quedasen dormidos, como es natural, después de la comida, se presentarían todos en la puerta llamada Salaria y darían muerte, con un ataque repentino, a los guardianes, que no tendrían ningún conocimiento previo del complot, y abrirían las puertas lo más rápidamente que les fuera posible” (Procopio, Hist. III,2).
La siesta sirve de frontera entre el tiempo de trabajo, de negocios y de asuntos públicos, y el tiempo de ocio, libre, personal. Se debe hacer justo después del almuerzo, el prandium, que es siempre frugal, rápido y frío. Consiste por lo general en pan, aceite, queso, aceitunas, higos, miel… alimentos que responden a una necesidad individual y, justo por eso, deben corresponderse con el carácter y la integridad de cada uno. Lo mismo que la cena es el tiempo de otium, pensado para socializar y divertirse, para agasajar a los invitados y para expresar la riqueza y la condición socio-económica de quien es anfitrión, el prandium debe responder a una simple necesidad de alimento, a la frugalidad personal y la mesura de las prácticas alimentarias. Los romanos siempre comen “simbólico”. Séneca nos dice “tomo pan seco y el almuerzo sin preparativos de mesa; después de este no tengo que lavarme las manos”, tras lo cual duerme la siesta, pero solo “lo imprescindible” (Sen.Ep.83,7).
Foto: @Abemvs_incena (Magna Celebratio 2017) |
Tras la siesta, para los privilegiados empieza el tiempo de otium, es decir, comienza la desocupación, la diversión y el descanso. Las termas, las lecturas de libros, la conversación con los amigos, el teatro… dejan atrás las ocupaciones cívicas. Dos maneras de entender el tiempo, dos maneras de entender las comidas (la necesidad individual del prandium y la necesidad social de la cena). En medio de ambas, la perezosa siesta.