Hacía bastante tiempo que echábamos de menos los talleres de Kuanum, especialistas en difusión del patrimonio histórico y gastronomía, y por fin en esta edición del festival romano Tarraco Viva hemos podido verlos.
Este año más que un taller es una charla sobre la tríada mediterránea en el mundo antiguo, centrada en los alimentos principales, PANIS, VINUM, OLEUM, y puntualizando que ni eran los únicos, ni tampoco tan maravillosos, saludables y equilibrados como creemos. De hecho, los asociamos irremediablemente al modelo de dieta mediterránea, pero eso es un concepto creado durante el siglo XX.
Lo primero que nos cuentan es que si un romano o romana pudiera escoger, hubiera evitado esa famosa tríada mediterránea, demasiado conectada con los productos del territorio más próximo, demasiado vegetariana y pobre en grasas, porque el paladar romano es de naturaleza sofisticada, sibarita y dado a la abundancia y lo grasiento. Pero esa posibilidad de dieta extremadamente variada y cosmopolita, posible a través del comercio con todo el Mare Nostrum, solo estaba al alcance de unos pocos, por lo que la mayoría de la gente basaba su dieta en el grano, vino y aceite.
Una vez hecha la puntualización, nos centramos en los alimentos.
PANIS. La dieta romana se basa en los cereales, las legumbres y los alimentos de origen vegetal. De todos los cereales, el más sagrado era el far (de donde viene la palabra ‘farina’ que derivará en ‘harina’), el primero que conocieron y el que se reservaba para las ofrendas a los dioses, aunque el que preferían para elaborar gachas y pan era el trigo. Pero no eran los únicos, también consumían cebada, espelta, avena o mijo, todos panificables, todos nutritivos.
Otros elementos vegetales implicados en la elaboración de harinas, panes o gachas son menos conocidos actualmente. El fenogreco o alholva, por ejemplo, que procedía de Grecia y que tenía propiedades medicinales, además de usarse para ‘condimentar’ el vino. O las algarrobas, introducidas en Roma a través de fenicios y griegos, que tenían también uso medicinal y que han aparecido fosilizadas como testimonio de lo que había para comer en una casa de Pompeya aquel fatídico día en que el volcán decidió expresarse como tal.
También los lupini, es decir, altramuces y almortas, dos leguminosas muy comunes que ponen en duda lo saludable de la dieta mediterránea, porque una de ellas, el altramuz o chocho, es totalmente inofensiva, pero la otra, la almorta (o guija o chícharo o arveja), tiene un aminoácido neurotóxico que provoca latirismo si se consume con cierta asiduidad. El desconocimiento de esta circunstancia hace que la gente más pobre, la que no puede variar la dieta y solo tenía almorta en el plato, acabase padeciendo espasmos, parálisis y otros trastornos neurológicos. Por cierto, con harina de almortas se hacen tradicionalmente las gachas manchegas.
Roma empleaba también los alimentos vegetales como condimentos. Utilizaba muchos más que nosotros, porque algunos se han dejado de usar con el paso del tiempo. Por ejemplo, el cilantro, una planta tan europea como el tomillo o el romero, pero que se abandonó a partir del siglo XV, cuando la Inquisición la consideró hierba de herejes (usada por hebreos) y se sustituyó por el perejil. Otras hierbas aromáticas usadas por Roma fueron la salvia, el hinojo, la menta, el laurel, el perifollo, el apio… Curiosamente una de las que más utilizaron fue la ruda, otra planta que, usada en grandes cantidades, resulta tóxica, provocando hemorragias uterinas y abortos, además de daños en el riñón y en el hígado. Pero su aroma intenso y su sabor amargo la hacían imprescindible en la condimentación de la mayoría de platos, junto a ingredientes dulces y salados.
VINUM. En la antigua Roma el vino era un alimento omnipresente. Se comercializa por todo el Mediterráneo y se transportaba en ánforas no retornables. En su composición, entraban sustancias que buscaban darle mejor sabor y aroma, como el fenogreco, la miel, el agua de mar, la resina, el yeso, la pez. Existían los vinos puros (mera) o los vinos especiados (condita), generalmente con miel y condimentos diversos (hojas de nardo, cidro, canela, pétalos de flores, granadas…).
Existía todo un ritual a la hora de consumir el vino, y tenía un papel importante en las ofrendas diarias a los dioses.
De nuevo, descubrimos un peligro para la salud oculto en el vino, y no, no es la cantidad de alcohol que le acababan echando al hígado al cabo del día. Uno de los subproductos del vino era el arrope, es decir, el resultado de cocer el mosto y reducirlo a un tercio, dos tercios o la mitad de su volumen. Según la concentración, se podía llamar sapa, caroenum o defrutum, y se empleaba como ingrediente dulce en postres o salsas, como colorante o para elaborar conservas. Hasta aquí bien. El problema era que el mosto se cocía en grandes calderos que a menudo eran de plomo, lo que aumenta el dulzor del producto final. Y el plomo a la larga produce una intoxicación llamada saturnismo, con dolores de cabeza, trastornos gastrointestinales, anemia, hipertensión y hasta cosas peores.
OLEUM. El aceite tenía múltiples usos, tanto en cocina, como en la higiene personal, la iluminación o el uso ritual. Contamos con los tratados de los agrónomos de la época, como Columela, que explican detalladamente el proceso de producción, recogida, prensa, transporte y distribución desde los olivares -como los de la Bética- hasta la misma Roma. En el mundo romano no hay receta que no contenga el preciado oleum.
Pero nos hablan también de las olivas, tan populares en las mesas romanas como el aceite. Se debían consumir adobadas y en conserva, y existían diversos métodos: en salmuera y agua de mar, secas, en mosto cocido (que resultan bastante extrañas para nuestro paladar actual), en vinagre, en vinagre y mosto… y se condimentaban con hinojo, sal, aceite o lentisco.
Y las olivas son las protagonistas de la receta que nos preparan en el show cooking: una conserva de aceitunas verdes y negras, heredada del mundo griego-siciliano, llamada EPITYRUM y que se tomaba, según el significado literal, junto al queso.
Para elaborarla, necesitamos un mortero romano, plano y con arena gruesa y dura incrustada en la superficie interior, para un mejor trituración de los alimentos por frotación. Bueno, o el que tengas a mano. También necesitamos un buen repertorio de hierbas mediterráneas, que pueden ser frescas o secas. Y por último, aceitunas verdes o negras, aceite de oliva y vinagre.
Primero, machacaremos en el mortero las hierbas frescas (menta, hinojo, cilantro, tres hojitas de la tóxica ruda) y luego las secas (comino, semillas de hinojo, semillas de cilantro). Después, dedicamos un buen rato a deshuesar las olivas y añadimos la pulpa al mortero. Incorporamos después aceite y un pelín de vinagre.
Lo degustamos servido sobre un pan blanco y sobre otro ‘recién sacado de las brasas de Pompeya’.
De postre, un mollem caseum, es decir, un queso tierno tipo requesón con fenogreco, endulzado con miel y defrutum.
Brindamos con vino mulsum, por supuesto, aunque no tan dulce como el auténtico romano porque no nos la jugamos con el plomo, y recordamos unas palabras que recoge Plinio el Viejo para resumir el secreto de la longevidad: intus mulso, foris oleo, o lo que es lo mismo, “el vino dentro, y el aceite fuera”, refiriéndose a la ingesta de vino dulce y al uso externo del aceite.
Vale!
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