sábado, 24 de junio de 2023

¿GRIEGOS Y ROMANOS COMÍAN BICHOS?


El consumo de insectos es un tema actual y muy controvertido. Nos lo venden como un recurso barato, sostenible y rico en nutrientes. En el mundo occidental, sin embargo, no son precisamente un bocado apetecible, puesto que está cargado de connotaciones negativas: se perciben como sucios, asquerosos, exentos del listado de animales comestibles…. en pocas palabras, son inmundos.


Últimamente he encontrado varios posts en internet explicando lo habitual que era consumir insectos en la antigüedad, y hasta he encontrado varios textos que insisten en lo mucho que les gustaban los bichos a los contemporáneos de Plinio, que se ponían tibios a base de larvas. Sin embargo, nuestra tradición culinaria rechaza estas proteínas, desmarcándose entonces de esa antigüedad presuntamente entomófaga.


¿Qué hay de verdad en todo esto? 


Veamos qué nos dicen las diferentes disciplinas y las fuentes clásicas sobre el consumo de insectos en épocas antiguas.


Entomólogos, paleontólogos y antropólogos están de acuerdo en que la entomofagia se practicaba de manera habitual durante el Paleolítico, cuando larvas, hormigas y otros bichos eran objeto de recolección estacional. Sin embargo, en pleno Neolítico, con la aparición de la agricultura y la ganadería, esta práctica iría desapareciendo. El consumo de animales domésticos y de cereales cosechados se impondrá, ya que son una fuente mucho más estable de alimento. Al parecer, es en este momento cuando el consumo de insectos empieza a cargarse de connotaciones negativas. ¿Por qué? Según la antropología, es porque los insectos hacen peligrar los cultivos, y eso los acabaría asociando con las plagas y la carestía. También porque se relacionan con la transmisión de enfermedades. Así que los insectos, al menos en el mundo occidental, no sólo dejaron de consumirse, sino que se fueron cargando de valores relativos a lo sucio, lo inmundo y lo insalubre. Vamos, que se convirtieron en un tabú culinario. Pero claro, esto tampoco pasaría de la noche a la mañana.


Espiga de cebada con saltamontes.
Moneda procedente de Metaponto.



Los textos clásicos recogen el testimonio del consumo de insectos entre los pueblos bárbaros de Asia y África. Heródoto, en pleno siglo V aC, habla de los budinos, miembros de una tribu situada en Escitia, que se distinguen por ser “los únicos en aquella tierra que comen sus piojos” (Historia IV,21,109). El mismo autor nos habla de los nasamones, un pueblo extendido por la región de Libia, quienes “en verano, dejan sus rebaños cerca del mar y suben a un lugar llamado Augila para recolectar dátiles (...). También cazan langostas: después de dejarlas secar al sol, las trituran y las espolvorean sobre la leche, bebiéndosela acto seguido” (Historias IV,172). Esta misma dieta de langostas la recoge también Diodoro Sículo, ya en el siglo I aC, para el pueblo de los etíopes, a quienes llama ‘acridófagos’. Según este autor, los etíopes aprovechan la multitud de langostas que los vientos arrastran en la estación primaveral y las cazan sofocándolas con humo al pasar por un barranco. La enorme cantidad de langostas cazadas es su único sustento, por lo que se ven obligados a utilizar la salmuera para conservarlas.  Los etíopes “ni crían rebaños ni viven cerca del mar ni obtienen ningún otro recurso”, por lo que su vida es muy corta (Biblioteca Histórica III,29). Plinio también recoge esta alimentación exclusiva a base de langostas, “ahumadas y en salazón” (VI,195) que mantenía con vida a los etíopes durante unos 40 años. Ambos autores  parecen identificar esta vida breve con la alimentación pobre y triste a base de lo único que hay: las langostas. Estos bichos generaban plagas que causaban estragos en las cosechas y eran aborrecidos por todos. Plinio comenta que en la India las hay de tres pies de largo, que proceden casi siempre de África y que un enjambre era interpretado como la ira de los dioses. Plinio sigue explicando que en toda Italia, y en Grecia, y en Siria, y en la Cirenaica se habían decretado leyes para su extinción. Y, en contraste, comenta que “En cambio entre los partos éstas son apreciadas en la alimentación” (XI,106), lo mismo que las cigarras (XI,92). 


Los pueblos bárbaros, culturalmente inferiores para griegos y posteriormente romanos, no comen pan - trigo - aceite, sino que se nutren con las proteínas disponibles en el entorno: las cigarras y las langostas. También en la Biblia se mencionan estos animales como sustento. En Levítico 11:22, junto a las instrucciones precisas sobre lo que se puede y no se puede comer, se mencionan como permitidas toda clase de langostas, grillos y saltamontes, que era justamente lo que se podía encontrar en el desierto. Y en el evangelio de Mateo 3:4, se menciona que San Juan Bautista vestía con ropa muy sencilla (“estaba vestido de pelo de camello”) y se alimentaba de langostas y miel silvestre, productos disponibles que resaltaban su fortaleza de espíritu.

Una dieta pobre y digna de pueblos bárbaros, descritos siempre con un toque bastante exótico y subjetivo.


Las siete plagas de Egipto: la plaga de langostas. Biblia de Nuremberg 
https://commons.wikimedia.org/


Pero los insectos, ¡oh, sorpresa!, también aparecen en los textos como alimento de los propios griegos. 


Ateneo de Náucratis, divagando sobre los aperitivos que se tomaban en tiempos antiguos, menciona una serie de productos como las olivas en salmuera (llamadas kolymbádes), los nabos en vinagre y mostaza, las alcaparras, los pescaditos en salazón y, justamente, las cigarras. Ateneo cita a varios autores del pasado, como Aristófanes (que vivió entre los siglos V y  IV aC) en su comedia Anágyros:

¡Por los dioses! Me apasiona comer cigarra y «kerkope» capturada con una caña fina” (IV,133BC). 

No está muy claro qué es “kerkope”, pero la crítica se decanta por la cigarra hembra o alguna otra especie de chicharra, que al parecer se capturaba con una caña impregnada de algo pringoso. Por cierto, Aristóteles también explicaba que las cigarras hembras son mejores que los machos porque van cargaditas de huevos blancos y, de hecho, explica que las cigarras son deliciosas sobre todo en su fase de larva-ninfa (Historia Animalium, 556b).

También Aristófanes las nombra como producto que se podía encontrar en los mercados

El mismo individuo vende tordos, peras, panales, aceitunas, calostro, corión, higos de golondrina, cigarras, carne de lechal” (IX,372C).

Y el comediógrafo Alexis (siglo IV aC) menciona a las cigarras dentro de un elenco de alimentos muy pobres

Las partes y el conjunto de nuestra subsistencia son: haba, altramuz, verdura, rábano, algarroba, arveja, bellota, nazareno, cigarra, garbanzo, pera silvestre, y el don divino, atención para conmigo de la Diosa Madre, el higo seco, invención de una higuera frigia” (Athen. II,55A).


Moneda de Ambrakia representando a Atenea y una cigarra.


En los textos griegos, las cigarras se muestran como un residuo de tiempos pasados y, en todo caso, un recurso pobre o un remedio al que recurrir si no hay nada mejor. Nada que ver con los productos emblema de su sistema alimentario, centrado en los cereales, en el vino y en el aceite. Es decir, que se pueda comer no quiere decir que sea el alimento principal, ni el más valorado, ni siquiera que sea representativo de su culinaria, como demuestra el abandono por parte de los comensales posteriores.


En los textos escritos por autores romanos, la presencia de bichos es aún menor. Sí aparecen a menudo formando parte de compuestos medicinales o afrodisíacos, herencia de tratados griegos como los de Dioscórides o Hipócrates. Por ejemplo, las cantáridas para terapia ginecológica, enfermedades de la piel y como purgante; las chinches de cama contra las fiebres cuartanas; o cierta cucaracha (blata de los molinos), majada con aceite que es mano de santo contra el dolor de oídos. Pero  lo que es considerar el insecto como alimento, aparece poquísimo, y siempre de manera anecdótica. Por ejemplo, Plinio el Viejo nombra las larvas de cierto escarabajo como una delicia propia de las mesas más refinadas:


Estos gusanos son objeto de la lujuria, y los más grandes -que se encuentran en los robles- son un alimento muy delicado; se llaman cosses, y hasta los crían con harina para que engorden más” (NH XVII,220)


Se han identificado estos ‘cosses’ o ‘cossus’ como la larva del ciervo volante, un coleóptero que vive en los troncos de los robles, aunque también podría ser un capricornio de las encinas o cierto escarabajo del género Prionus. En todo caso, parece una extravagancia puntual de sibaritas y epicúreos, más que una práctica común. Algo llamado a no tener éxito, viendo la falta de continuidad. Igual que cuando les dio por comer cigüeña o asno o sesos de avestruz. Aparecen registrados en los textos, pero no son representativos, precisamente, de la dieta habitual.

Por cierto, también comía larvas -en este caso de picudo rojo- el rey de los indios, pero como postre: “un cierto gusano, después de frito, que se cría en la palmera datilífera” (Claudio Eliano XIV,13). Las larvas, a lo que se ve, son vistas como una golosina y no como un alimento de supervivencia. Si las cigarras y langostas parecen cosa de pobres, las larvas parecen algo decadente y exótico.



Así  pues, parece que sí, que nuestros antepasados griegos y romanos documentan el consumo de insectos tanto en sus mesas como en la de los pueblos extranjeros. Sin embargo, los bichos nunca tuvieron un lugar de honor dentro del sistema de valores alimentario, y se muestran como algo bárbaro (sustento de pueblos extranjeros, alejados del civilizado modelo clásico); como algo exótico (sobre todo entre autores romanos) o como un producto de supervivencia (si no hay nada mejor). Los datos que proporcionan simplemente documentan un uso, que debe ser cogido con pinzas. Por encima de todo, el consumo de insectos aparece como algo anecdótico, algo de lo que no podemos hacer una norma. 

Si usted duda a la hora de comerse la harina de grillos, no le va a servir de nada pensar que griegos y romanos ya lo hacían, porque no podemos apelar a la tradición en esto. De hecho, les va a recordar más a los pobres nasamones en el oasis de Audjila, entre palmeras datileras y haciendo juramentos con arena porque se les ha acabado el agua.

Aunque nosotros comemos bichos sin querer y hasta los toleramos en el colorante rojo (cochinilla), lo de hincarles el diente conscientemente, sabiendo que son bichos, es otra cosa. 


Hasta aquí el repaso entomófago de la Antigüedad.





Foto de la portada: Detalle de langosta en un mural de caza en la cámara de la tumba de Horemhab, Antiguo Egipto. https://commons.wikimedia.org/

Fuente de las monedas: https://coinweek.com/hey-theres-a-bug-on-my-ancient-coin/







sábado, 15 de abril de 2023

PISUM INDICUM



Es una elaboración propuesta en el recetario de Apicio (Libro V, III,3), en el capítulo dedicado a legumbres y gachas. Es un plato fácil de realizar y nada novedoso para nuestros paladares, pues actualmente tenemos bastantes recetas similares, en las que solo cambian algunos condimentos y aderezos.


El texto de Apicio lleva el bonito nombre de ‘Guisantes Indios’:


Cuece los guisantes. Cuando hayan espumado, corta puerro y cilantro verde; pon a hervir en una cacerola. Coge sepias pequeñas y ponlas a cocer tal como vienen con su tinta. Añade aceite, garum y vino, un manojo de puerros y uno de cilantro. Déjalo cocer. Una vez hecho, machaca pimienta, ligústico, orégano, un poco de alcaravea, añade el jugo del propio guisado y lígalo con vino y vino de pasas. Corta las sepias en trozos pequeños y échalas con los guisantes. Espolvorea pimienta y sírvelo”.


Para reconstruirla, nos podemos encontrar con algunas dificultades. Los guisantes, por ejemplo, eran una legumbre muy consumida en Roma, pero raramente los tenían frescos. En cambio, era muy habitual que los conservaran secos. Sin embargo, nosotros podemos optar por el producto de temporada (quién se resiste a esos guisantitos lágrima de primavera), por unos tirabeques o por unos guisantes congelados, que harán las veces del producto de despensa a lo romano. Otra dificultad son las especias: conseguir ligústico (apio de monte) y alacaravea. Si no se encuentran, se puede recurrir a sus sustitutos: para el ligústico podemos emplear unas hojas de perejil y apio y para la alcaravea una mezcla de semilla de cilantro, comino, semillas de hinojo y anís. Otro problema puede ser el garum. Si no se tiene un buen garum de pescado azul, una colatura o una salsa oriental de pescado, se puede recurrir a una lata de anchoas en aceite de oliva, machacando las anchoas y aprovechando el aceite.


Por otra parte, aunque la receta implica el uso de sepia con su tinta, se puede hacer usando calamar, una mezcla de ambos (sepia y calamar), con o sin tinta.




PISUM INDICUM (GUISANTES CON SEPIA O CALAMAR)


Ingredientes:


  • 250 gr de guisantes
  • 2 puerros
  • 250 gr de sepia (o de calamar)
  • 1 manojo de cilantro fresco
  • aceite de oliva
  • 1 vasito de vino blanco
  • 2 cucharadas soperas de garum
  • medio vasito de vino dulce
  • agua
  • pimienta negra
  • orégano seco
  • ligústico (o unas hojitas de perejil y apio)
  • alcaravea (o la mezcla de especias: semilla de cilantro, comino, anís, hinojo)


Preparación:


Cocer los guisantes y reservar.


Cortamos la parte blanca de los puerros en tiras y los pochamos en una sartén con aceite de oliva, a fuego medio. 

Incorporamos la mezcla de especias que habremos picado aparte, en un mortero: las hojas de apio, el orégano seco, la pimienta, la alcaravea (o su sustituto). 


Dejamos unos minutos para que se incorporen todos los sabores.


Subimos el fuego e incorporamos las sepias y/o calamares (troceados o no, al gusto).


Echaremos un vasito de vino blanco, el manojo de cilantro, el garum, el vino dulce y un poco de agua. Dejaremos que cueza unos 25 minutos.


Ponemos los guisantes y dejamos que se integre todo el guiso.


Servimos rociando un poco de pimienta negra recién molida. 


Fácil y rico!




fotos de las recetas: @Abemus_incena

sábado, 8 de abril de 2023

OCASIONES PARA EL CONVIVIUM


Uno de los aspectos más característicos de las culturas de la Antigüedad, de las que somos orgullosos herederos, es el hecho de celebrar cualquier cosa mediante la comensalidad.  

 

Cicerón explica, muy acertadamente, que los romanos llamaron “convivium” al hecho de comer juntos, donde lo más importante es conversar, disfrutar, compartir y estrechar lazos de amistad (De Senectute XIII, 45). 


Hablar de las ocasiones para hacer un convivium o banquete puede ser bastante extenso, pues literalmente cualquier acontecimiento -público o privado- podía acabar en la celebración en torno a una mesa (más o menos como nosotros). Por eso mismo, en esta entrada me centraré en los convivia en el ámbito privado y dejaré para otro momento los epula, banquetes públicos que representan un compromiso con la ciudad y sus instituciones.


Pues bien, los motivos para las celebraciones en el ámbito privado eran muchísimos.


Por una parte tenemos los acontecimientos dentro de la vida familiar, que se conmemoraban con su ritual, su fiesta y su convite entre parientes y amigos. Estos acontecimientos eran de todo tipo, muy parecidos a los que celebramos hoy en día.


Por ejemplo, las bodas. El pueblo romano las festejaba con todo un ceremonial que culminaba en la mesa no una vez, sino dos (sin contar con la pedida de mano, que entonces serían tres). Una el mismo día de los esponsales, la cena nuptialis, pagada por la familia de la novia, que incluía tarta de bodas y a la que acudían parientes y  amigos. La otra se llamaba repotia (de ahí ‘reboda’) y tenía lugar al día siguiente, cuando ya los novios se habían trasladado a su nuevo hogar, y era más íntima, solo para la familia. Por cierto, el pastel de bodas era una torta hecha a base de trigo, queso, mosto y anís, que se horneaba sobre hojas de laurel que se llamaba mustaceum y simbolizaba la fertilidad y la buena suerte.


© HBO Rome

Un nacimiento era siempre motivo de fiesta. Tras la aceptación por parte del pater familias, había que esperar nueve días (si era niño) o bien ocho (si niña) para celebrar socialmente la entrada del nuevo miembro en la familia. Era el dies lustricus, momento en que el bebé dejaba de considerarse impuro, recibía un praenomen y un amuleto (una bulla si era niño, una lúnula si niña). La ceremonia incluía, como no podía ser de otra forma, una fiesta y un banquete. 


Cuando uno de los miembros varones de la familia cumplía 17 años se celebraba su entrada oficial en la vida cívica mediante una ceremonia en la que abandonaba su bulla (sí, el amuleto que le entregaron en el párrafo anterior) y asumía su vestimenta de adulto, la toga viril. Se intentaba que este acontecimiento coincidiera con las Liberalia, es decir, el 17 de marzo, y era una buena ocasión para reunir a familiares y amigos.


Octavio portando la bulla. © HBO Rome 


Otro momentazo digno de celebración era la depositio barbae, esto es, el hecho de afeitarse la barba por primera vez. Era toda una ceremonia en la que el barbero o tonsor cortaba la barba con unas tijeras, y esta se guardaba y se ofrecía a los dioses, generalmente los Lares (lo mismo que la bulla infantil). A veces se guardaba como una reliquia: En el pórtico de entrada de la casa de Trimalción, los protagonistas ven en un rincón “un gran armario con un nicho donde había unos Lares de plata, una Venus de mármol y una caja de oro no muy pequeña donde, según decían, se guardaba la primera barba del señor” (Satyr.29,8). Es otra ceremonia de rito de paso de la adolescencia a la edad adulta, y era una buena ocasión para celebrar un convivium. 


Por supuesto, un cumpleaños también merecía una celebración. Se conserva el testimonio de Claudia Severa, la esposa del comandante Elio Broco, que invita a su amiga Sulpicia Lepidina, esposa también de un militar, para celebrar juntas el cumpleaños de la primera, que tiene lugar el 11 de septiembre:  “En el tercer día antes de los Idus de septiembre, hermana mía, para el día de celebración de mi cumpleaños, te envío una cálida invitación para asegurarme de que vendrás con nosotros, y para hacerme más placentera esta jornada con tu presencia, si vienes”. (Tab. Vindol. II 291). Esto por poner solo un ejemplo. 



Por cierto, el natalicio del pater familias coincidía también con el del Genio, el dios tutelar y protector de toda la progenie. La fiesta se celebraba por todo lo alto e incluía sacrificios, incienso, flores, bailes y pasteles.  Tibulo deja constancia del ritual a propósito del cumpleaños de Mesala: “Ven aquí y, con cien juegos y danzas, festeja en nuestra compañía al Genio, y vierte sobre las sienes el vino a raudales; que sus brillantes cabellos destilen gotas de perfume; su cabeza y cuello ciñan suaves guirnaldas. Ojalá vengas hoy mismo; ofrézcate yo honores de incienso y te obsequie con sabrosos pasteles de miel de Mopsopo” (Tibulo I,7,49-54). 


Danza de los cuatro genios. Domus dei tappeti di pietra. Ravenna.


Otros acontecimientos de la vida privada familiar no eran tan alegres. Un entierro, por ejemplo, propiciaba una cena funeralis para todos los allegados que habían seguido el cortejo fúnebre. Se desarrollaba en el mismo cementerio y se componía de huevos, habas, lentejas, sal y aves de corral, según marcaba la tradición. Nueve días después, familia y amigos se volvían a reunir. Realizaban entonces libaciones de leche y sangre para ayudar al alma del difunto, y celebraban otro banquete, la cena novendialis. Con esta comida -que incorporaba músicos, y hasta gladiadores si se lo podían permitir- concluía un período de luto que purificaba a la familia y la devolvía a su actividad habitual. También los aniversarios del difunto se celebraban en el cementerio junto a su tumba, demostrando que no lo habían olvidado y haciéndolo participar del banquete. Se le dejaba un espacio libre y se le ofrecían alimentos tradicionalmente asociados a la fertilidad y al misterio de la vida, como huevos y legumbres, además de libaciones de vino.


Tumba 15 de la Isola Sacra (Ostia) con triclinio para banquetes fúnebres
Fuente: ostia-antica.org

Las reuniones entre familiares y amigos podían darse también por cualquier otro motivo que los uniese: una manumisión solemne, el aniversario de la caída de un rayo (no es broma), una redacción de un testamento o contrato, la vuelta de un amigo tras un largo viaje, iniciar un negocio, hacerle la pelota a un magistrado… o sin ningún motivo aparente, simplemente por pura amistad y ganas de conversación. Estas eran cenas entre iguales, distendidas, informales, sencillas, espontáneas y bastante habituales. Cualquier epigrama de Marcial deja constancia de ello: “Estela, Nepote, Canio, Cerial, Flaco, ¿venís? Mi sigma tiene siete plazas; somos seis, añade a Lupo” (X,48).

Otras veces las cenas eran meros compromisos sociales, expresión de las obligaciones entre patronos, clientes y libertos. Estos convivia eran una ocasión para expresar las jerarquías sociales, quién es quién, y servían igualmente para establecer alianzas, para pedir favores, para conseguir votos y hasta para conspirar. 


Escena de convivium. Museo Arqueológico Nápoles


Familiares y amigos se reunían también cuando el calendario marcaba alguna festividad religiosa (en total eran más de cuarenta), festividades que se celebraban en el ámbito público y en el privado. La verdad es que toda fiesta religiosa daba pie a un posible ágape con vecinos, familiares y/o amigos: las Vinalia, las Compitales, las Liberalia, las Ambarvalia…. El 15 de marzo, por ejemplo, tenía lugar la fiesta de Anna Perenna, siempre al aire libre, en la ribera del Tíber, en la zona de la antigua arboleda de la diosa. Era una auténtica romería que festejaba el año nuevo, y la gente improvisaba al abierto unos cenadores con cañas para comer, beber y divertirse. Otras fiestas muy populares eran las Saturnales, que en teoría duraban del 17 al 23 de diciembre, pero en la práctica abarcaban todo el mes. En palabras de Séneca: “Diciembre es el mes; más que nunca el sudor invade la ciudad. El derecho al libertinaje ha sido otorgado oficialmente. Con los inmensos preparativos todo se anima (...)” (Ad Luc.,18,1). Regalos, fiesta, distorsión del orden social, comilonas, todo eso marcaba los festejos dedicados a Saturno. 


Museo Arqueológico de Nápoles.

Pero otras tenían un carácter más lúgubre, como la Caristia, el 22 de febrero, tras varios días de honrar a los difuntos, o los tres días en que se abría el Mundus, ocasión perfecta para recordar a los parientes muertos, que salían del inframundo para ‘visitar’ a sus familiares vivos y por ello seguro les dejaban un espacio en las mesas de sus reuniones familiares. 


Otro motivo para banquetear periódicamente era la pertenencia a un collegium, una entidad entre gremio y cofradía que velaba por los intereses de un colectivo. Era un espacio de socialización que compensaba las carencias a las que pudiera llegar el estado y tenían fines religiosos, culturales y profesionales. Las celebraciones de un collegium también servían para establecer lazos profundos entre todos sus miembros, quizá por eso el Estado las contemplaba con cierto recelo. Había collegia de artesanos y profesionales de todo tipo:  médicos, cocineros, tintoreros, panaderos, zapateros, gladiadores, sacerdotes…. Los había para garantizar las honras fúnebres,  para favorecer a los militares incapacitados o completar su pensión (como un seguro privado), para ayudar en caso de enfermedad o deudas, y en general para velar por los intereses de sus miembros asociados. 

Los convivia que organizaba un collegium eran una cita importante para estrechar lazos y renovar alianzas entre sus miembros, que validaban así el compromiso con un grupo con el que tenían un vínculo muy sólido. Tito Livio narra una anécdota que revela la importancia de estas comidas en común: una prohibición que acabó en huelga: 

Los censores habían prohibido a los flautistas que celebrasen su banquete anual en el templo de Júpiter, privilegio del que gozaban desde la antigüedad. Tremendamente disgustados, se marcharon en bloque a Tívoli y no quedó ninguno en la ciudad para actuar en los ritos sacrificiales” (AUC IX,30,5). Esto es una huelga de flautistas etruscos en toda regla.


Lo mismo pasaba con otras asociaciones posibles: las cofradías religiosas de los templos, las fiestas propias de los barrios o de las curias… La pertenencia a un grupo que velaba por unos  intereses comunes acababa en convite donde todos los miembros compartían la mesa. 


© HBO Rome


El convivium juega un papel fundamental en la sociabilidad. Ya sea una pequeña reunión de amigos o una cena de compromiso, ser admitido en un banquete implica formar parte de una determinada comunidad, con la que se estrechan lazos y se construyen identidades. Durante el convivium, se crean y se consolidan relaciones de amistad y alianzas de todo tipo, se honra a los dioses, se recita poesía, se improvisan cánticos, se respeta la memoria de los difuntos, se comparten confidencias, se planifica un golpe de estado, se celebra la vida y la fertilidad… Compartir la mesa es mucho más que comer, es celebrar que compartimos una porción de vida. 


Sean felices!



Imagen de portada: Escena de banquete de mujeres. Ashmolean museum in Oxford.