domingo, 7 de abril de 2024

MISSILIA, LANZAMIENTO DE ALIMENTOS Y REGALOS EN LA ROMA IMPERIAL


Una de las maneras que tenían los poderosos de mostrar generosidad con el pueblo llano era el lanzamiento de regalos y alimentos en lugares abarrotados tales como teatros, circos y anfiteatros. Sí, sí, lanzamiento, literalmente. 

La generosidad, o liberalitas, era una de esas virtudes públicas romanas nada desinteresadas que se daban por supuestas en todo emperador o miembro de la élite, quien debía velar siempre por el bienestar material de los ciudadanos. A cambio, recibía fidelidad por parte de todos sus beneficiarios. En época imperial, esta generosidad era ya un acto habitual para las clases privilegiadas y una obligación moral para todo aquel que se dedicase a la política, y existía un amplio abanico de posibilidades para patrocinar y favorecer a los ciudadanos, desde inaugurar un templo o un mercado hasta celebrar unos juegos que durasen varios días para entretenimiento del populacho. Dentro de todas estas posibilidades, quizá la más sorprendente por su ejecución sea la sparsio missilium o, lo que es lo mismo, el lanzamiento de regalos y alimentos desde las gradas de ciertos lugares públicos.


En efecto, en determinadas ocasiones importantes, los benefactores procedían a repartir regalos diversos a la población a través de este sistema.  Los casos más sonados fueron la inauguración del Anfiteatro Flavio en el año 80, la del Foro y basílica de Trajano en 112, los juegos Palatinos que celebró Calígula en 41 y los que organizaban Nerón, Heliogábalo y Domiciano, las fiestas que celebraban las calendas de diciembre y las del Septimontium, los festejos del nombramiento a edil de Agripa en 33 aC y el cumpleaños del emperador Adriano en 119.


anfiteatro de Pompeya


El sistema era muy curioso. Se trataba de lanzar pequeños objetos-regalo desde lo alto, que se repartían entre la población según los designios de la diosa Fortuna. El léxico empleado en los textos confirma este sistema. Se habla de sparsiones, es decir, rociadas o lanzamientos (de spargere) y de missilia, un neutro plural derivado de mittere (‘enviar’ o ‘lanzar’). Los lugares perfectos para llevar a cabo este reparto eran los teatros, anfiteatros y circos, pero los textos también nos hablan de lluvias de monedas desde lo alto de edificios como la basílica Julia, por ejemplo.


¿Qué se lanzaba al público congregado mediante este sistema? Pues, si tenemos que hacer caso de los textos, se lanzaba de todo (‘missilia omnium rerum’), sobre todo si el donante era alguien importante que perseguía el favor popular, como un emperador. Es fácil imaginar a las masas emocionadas por la posibilidad de recibir un regalo, da igual lo que sea, mientras sea gratis, de manos del mismísimo emperador. Regalos que, además, parece que caían del cielo, como si los enviasen los dioses. La mayoría de las veces eran chucherías o golosinas. Pero otras veces la cosa iba a más y podían llover monedas de oro o plata, vasijas, ropa, caballos, ganado, aves vivas, esclavos… Para facilitar las cosas, se podía recurrir al sistema de tirar bolas o fichas que después se podían canjear por el regalo en cuestión. Así lo leemos en Dión Casio cuando habla del emperador Tito: “Arrojaba al anfiteatro, desde lo alto, pequeñas bolas de madera con diversas inscripciones: unas con algún artículo de comida, otras de ropa, otras con una vasija de plata o a veces de oro, también caballos, animales de carga, ganado o esclavos. Quienes se hacían con una la llevaban a los encargados de la distribución de los regalos, de quienes recibían el artículo nombrado” (Dion Casio 66,25,5). 

Seguramente se optaba por uno u otro sistema en función de los bienes que se iban a distribuir. Que pastelillos y dátiles, pues lanzamiento directo, que un manto o una casa, pues mejor una bola-regalo. Estas fichas o bolas eran objeto de intercambio o compra-venta entre los que las recibían y se podían heredar de padres a hijos, a la espera de ser cobradas algún día, cuando hiciera falta.


Por otra parte, parece que estos regalitos -o las fichas o bolas- se colocaban en unas hamacas suspendidas por unas cuerdas, y que, llegado el momento, se volcaban sobre el personal, que se volvía loco por rapiñar todo lo que se pudiese. El poeta Estacio la llama bellaria linea, algo así como ‘la cuerda de las golosinas’ y el poeta Marcial, linea dives, más o menos ‘la cuerda de la abundancia’, ambos a propósito de juegos celebrados en tiempos de Domiciano. Una de las pocas representaciones pictóricas de estas hamacas se puede ver en los frescos de la Casa de la Caza Antigua en Pompeya. 


linea dives. tablinum de la Casa de la Caza en Pompeya imagen: www.pompeiiinpictures.com

Bien, yendo al tema que nos ocupa en este blog, que es el de la manduca, digamos que los productos comestibles eran de los que sí caían directamente desde lo alto. La mayoría de las veces se trataba de pastelillos dulces o frutas variadas, que caían "de la cuerda" junto a flores, piñas, monedas ….

El poeta Estacio nos hace una descripción bastante exhaustiva de las bellaria (‘golosinas’) que podían caer del cielo en unos juegos ofrecidos con motivo de las calendas de diciembre (Silvas I,6). El elenco abarca frutas de importación por una parte y pasteles por otra, todos ellos relacionados con la prosperidad y la fertilidad, y regalos muy habituales durante Saturnalia y durante las calendas de enero. Estacio menciona los frutos que caen ‘de los fecundos nogales del Ponto y de las cimas de Idumea’, es decir, nueces y dátiles; de ‘los que hace brotar en sus ramas la piadosa Damasco’, localidad famosa por sus ciruelas; y de ‘los que madura la cálida Cauno’, o sea, higos. Nueces, dátiles, ciruelas e higos, posiblemente secos, posiblemente recubiertos de una capa de azafrán o de oro, que ‘se derramaban como una ofrenda de copiosa cosecha’. Casi nos parece ver el cuerno de la abundancia de la mano del generoso emperador.

Y por lo que respecta a los dulcia, se nombran varios tipos de pastelillos típicos de las localidades italianas: gaioli, especialidad del Lacio que quizá tenían forma humana, como los hombrecillos de jengibre navideños; lucuntuli, buñuelos fritos de origen etrusco que, según dice Ateneo, llevaban queso; massis Amerina, típicos de Umbria, muy tiernos y a base de fruta; mustaceos, panecillos de trigo y mosto, con especias y queso, típicos de las bodas romanas. La enumeración acaba con praegnantes caryotides, quizá una especie de dátiles que venían rellenos de monedas, como la representación de cierto bodegón procedente de la Casa de los Ciervos en Herculano.


bodegón con dátiles y moneda. Casa de los Ciervos. Herculano

Hay que tener en cuenta que higos y nueces tienen una carga simbólica importante por lo que respecta a la prosperidad y la fertilidad, y que su reparto cuenta con una larga tradición en el mundo romano.  Es bastante habitual, por ejemplo, que se lancen nueces a los niños en las bodas o en algunos cumpleaños. Y también durante fiestas religiosas como las Floralia o las Cerealia, donde la sparsio no es solo de nueces, sino también de guisantes, altramuces, habas o garbanzos, legumbres de grano relacionadas, de nuevo, con la fertilidad. Eso sin contar que en el mundo del espectáculo no era ninguna novedad que se quisiera complacer al público mediante regalitos. Por ejemplo, los editores de los juegos en los anfiteatros solían regalar aspersiones con esencia de azafrán para refrescar el ambiente; y los dramaturgos griegos se congraciaban con el distinguido público a base de higos secos, golosinas o nueces que lanzaban desde las gradas.


naturaleza muerta con frutos secos. MAN Nápoles

Además de pasteles dulces y frutas, también se lanzaban aves vivas, lo cual está documentado en festejos ofrecidos por los emperadores Calígula, Nerón y Domiciano. Y no cualquier tipo de aves, sino aves exóticas, raras y, sobre todo, valiosas. De nuevo volvemos al poeta Estacio: “Entre tanto, caen de lo alto, en medio de un repentino revoloteo, bandadas innúmeras de las aves que el sagrado Nilo y el Fasis furioso y las númidas tierras acogen bajo el soplo del húmido Austro” (Silvas I,6, 74-77). Es decir, que se lanzaron para la plebe flamencos, faisanes y pintadas. Y unos versos antes el mismo poeta hace mención también de las grullas, de las que dice que “caerán pronto para servir de presas fugitivas”. Son aves que no se podía permitir cualquiera. Así que es normal que la gente se volviese loca intentando atraparlas, que se diesen de tortas para capturarlas y que las escondiesen rápido entre los pliegues de la toga, para que ni se escapasen ni se las robase otro desalmado.


pintada. Casa de Eustolios. Chipre


La verdad es que es fácil imaginar la expectación que despertaba entre el público de todo tipo y condición la posibilidad de llevarse a casa cualquier cosa, especialmente si era de valor. De hecho, la caza y captura de obsequios o alimentos formaba parte también del espectáculo. 


Pero no todo eran pastelitos golosos o dátiles recubiertos de oro, no todo eran tordos o perdices. Se entregaban también fichas (nomismata) que daban derecho a copas de vino, a cinco copas en concreto. Si hacemos caso al poeta Marcial, lo normal es que se repartiese a cada persona dos bonos de este tipo (‘bis quina nomismata’), que seguramente irían con la entrada, pero la Fortuna también se encargaba de repartir otros, que acababan siendo objeto de la rapiña general: “Habiéndose dado a cada caballero diez bonos de vino, ¿por qué, Sextiliano, tú solo te bebes veinte?” (Mart. I,11,1). 


Museo del Bardo


Y podían llover del cielo también las tesserae frumentariae, es decir, bonos de trigo. Una tessera era más o menos una ficha de hueso, madera, marfil o metal, con forma cuadrangular, que daba derecho a un beneficio. Es equivalente en significado a nomismata, aunque esta última palabra representa unas fichas que podrían tener más bien forma de moneda. 


Las tesserae llevaban algún tipo de símbolo o inscripción reconocible que servía para reclamar un premio. Por ejemplo, servían como entrada gratuita para el espectáculo de las fieras o para el teatro. En el caso de las tesserae frumentariae se trataba de un bono que daba derecho a una cantidad de trigo fuera de los repartos habituales que correspondían a la cura annonae. La posesión de una tessera frumentaria daba derecho, pues, a un extra de trigo público, y podía ser cobrada incluso por esclavos o extranjeros, que no eran ciudadanos y por tanto no tenían derecho a la ración mensual. Era la diosa Fortuna la responsable de regalar estos bonos que, seguramente, se repartían solo en momentos puntuales en los que había excedentes de cereal.

tesserae procedentes de Palmira Fuente: www.archaeology.wiki


Por cierto, las tesserae -no sabemos de qué tipo- aparecen en los juegos ofrecidos por Domiciano para compensar a los sectores más privilegiados, que también querían su parte del premio. Leemos en Suetonio: “al día siguiente hizo lanzar a los espectadores regalos de todo tipo, y, como la mayor parte habían caído en las gradas destinadas al pueblo, prometió cincuenta bonos (quinquagenas tesseras) a cada uno de los sectores reservados al orden senatorial y ecuestre” (Suet.Domit.4). Porque no es justo imaginarse exclusivamente al populacho más pobretón peleando por llevarse a casa, gratis, cualquier cosa. No. El comportamiento desatado no afecta solo a las masas sino a todas las capas de la sociedad. Los beneficiarios de la generosidad imperial eran todos y si no les llegaban los premios porque la cuerda de la abundancia cae siempre por el mismo lado hay que quejarse. Por supuesto.


El resultado final de todo este espectáculo era la adoración ciega al beneficiario, generalmente el emperador, que proveía de bienes y regalos a su pueblo. La figura del donante se eleva hasta la categoría de los dioses, pues, como ellos, posee el cuerno de la abundancia y reparte prosperidad. 




Para saber más: Isabelle Simon: “Un aspect des largesses impériales: les sparsiones de missilia à Rome (Ier siècle avant J.C - IIIè siècle après J.C)”.- Revue Historique 2008/4 (núm.648), pág. 763-788 



sábado, 2 de marzo de 2024

LARIDUM CUM NAPIS (PANCETA CON NABOS)


Esta receta procede del tratado De observatione ciborum, escrito a principios del siglo VI por el médico griego Antimo. El tratado, dirigido a Teodorico, rey de los francos, es uno de los pocos testimonios sobre cuestiones dietéticas y gastronómicas de la época tardo imperial. 


No podemos decir que sea una receta propiamente dicha, sino unos apuntes sobre cómo cocinar uno de los alimentos más emblemáticos de toda la antigüedad romana:  los nabos. Pasemos al texto original:


“napi boni sunt. elixi in sale et oleo manducentur, sive cum carnibus vel larido cocti, ita ut acetum pro sapore in coctura mittatur” (De Obs.52)


La traducción sería algo así como:


Los nabos son buenos. Se comen hervidos con sal y aceite, o cocinados con carne o tocino, echando vinagre durante la cocción para dar sabor”.


La receta es de tradición clásica, pero apunta hacia lo que será una dieta medieval. Por una parte emplean los nabos, que ya se consumían desde los tiempos de la República y que hasta eran un ingrediente emblemático del mundo romano. Por otra parte, el autor los combina con carne o tocino, que va a ser la base de la alimentación medieval, basada en parte en la dietética más ‘bárbara’ (como diría un romano de pro). Antimo utiliza el término ‘larido’, que podemos traducir como beicon, tocino o panceta, y el mismo autor dice en otra parte que es ‘la delicia de los Francos’. Lo comían de todas las formas posibles, crudo, ahumado, cocido y hasta frito. El laridum y su manteca tanto servían de alimento como de medicamento, una panacea que curaba todos los males.

Pero además la receta implica cocinar los dos ingredientes utilizando vinagre (acetum), y eso va a ser algo distintivo de las cocinas medievales: el toque ácido que derivará con el tiempo en un sabor agridulce muy distintivo. 


Otro detalle curioso es que Antimo no pide condimentar con garum, sino con sal y aceite. Aunque en este momento todavía se empleaba la famosa salsa de pescado en las ciudades del Mediterráneo, lo cierto es que en el territorio de los Francos (Antimo vivió en Metz) no debía ser fácil conseguir un liquamen de calidad, porque en otra parte del opúsculo comenta “prohibimos condimentar cualquier cosa con garum” (nam liquamen ex omni parte prohibemus), lo cual es ya muy sintomático de los nuevos tiempos (De Obs.9).


Vayamos ya con la receta, facilísima de hacer, por cierto.


LARIDUM CUM NAPIS (PANCETA CON NABOS)



INGREDIENTES:


  • 4 nabos pequeños

  • 150 gr de beicon, panceta, tocino o similar

  • vinagre de vino

  • vino blanco

  • agua


PREPARACIÓN:


  1. Pelar los nabos y cortarlos a rodajas. Ponerlos en una cazuela a hervir con agua y sal.

  2. A media cocción (unos diez minutos), sacar los nabos y reservarlos.

  3. Cortar el beicon en daditos. 

  4. En una sartén, colocar el beicon. Cuando haya empezado a derretir la grasa, incorporar los nabos troceados. Poner un poco de vino blanco, agua y vinagre. Dejamos que se integre todo.  

  5. Servir.



Es una receta muy fácil de hacer y es bastante desconcertante. Quizá no estamos tan acostumbrados al vinagre como en la antigüedad, pero lo cierto es que no está mal de sabor. 


Prosit!


Fotos: @Abemvs_incena

lunes, 12 de febrero de 2024

PANIS ROMANUM: TIPOS Y NOMBRES



La entrada de hoy pretende desentrañar los misterios semánticos alrededor del pan. Para recrear recetas romanas contamos con la ayuda de los textos, pero… ¿qué significa, por ejemplo, que echemos a la marmita ‘trozos de pan de Piceno’? ¿O sacar ‘la miga de un pan alejandrino’ para remojarla en posca? ¿Qué pan es el ‘pan de mosto’ procedente de África que resulta ideal para torrijas? ¿Qué se esconde tras los términos ‘siliginei’, ‘musteis’, ‘buccellis’, que las traducciones interpretan simplemente como ‘pan’? Como para nosotros el pan sigue siendo muy común, tendemos a reproducir esas recetas usando el que tenemos a mano y punto. Pero no. Habría que entender mínimamente por qué las recetas indican un tipo u otro de pan, ya que el resultado se verá afectado según si es de trigo o de espelta, si es de barra o de hogaza, si lleva semillas o no, si está más duro que una piedra…


Así que, justamente, esta entrada pretende ser una guía para entender los tipos de panes que circulaban en tiempos romanos.


foto: @Abemvs_incena


La historia de amor entre Roma y el pan viene de muy lejos. Ya en los primeros tiempos se tostaba la espelta o el farro y se elaboraban unas tortas bastas muy nutritivas. También se elaboraba la puls, las gachas cocidas con agua y sal, que constituían la comida principal del primitivo pueblo romano. 

Pero a partir del siglo II aC Roma adoptará las técnicas y novedades de la panificación griega, verdaderos expertos que contaban hasta con 72 tipos de pan, uno para cada ocasión. Se puede decir que, gracias al contacto con Grecia, Roma ‘descubre’ la fabricación del pan.

Ya en el año 171 aC se establecen en Roma los primeros panaderos profesionales, los pistores, procedentes la mayoría de Grecia, claro. Y en el 168 aC fundan la primera asociación, el collegium pistorum, de los más influyentes y privilegiados, dada la importancia del pan en la alimentación de la ciudad. Y aunque algunos conservadores de la República, como Catón, pedían a gritos la vuelta a las gachas y a las tortas sin levadura hechas en casa, como reivindicación de las costumbres más ancestrales y puramente romanas, lo cierto es que el arte de la panadería había venido para quedarse, sentando las bases de la alimentación romana. 


foto: @Abemvs_incena

Vayamos al tema que nos interesa: existían muchos tipos de pan y la clasificación debe tener en cuenta diversos factores. De hecho, hay más nombres que tipos de pan, porque se denominan de una forma o de otra según el criterio a seguir: por el tipo de horneado, por el tipo de cereal, por el uso que se va a dar, por el valor social que adquiere… De ahí que a veces se perciba cierta confusión.

La forma más común de clasificar el pan es por su calidad. Esta calidad venía identificada con el color, que a su vez se relacionaba con el mayor o menor grado de tamizado. Cuanto más tamizado estaba el cereal, menos números había de encontrarse piedrecillas o restos procedentes de la molienda, ya que se hacía en molinos de piedra. El uso del cedazo (cribrum pollinarium) marcaba, pues, la diferencia. Así, el mejor pan siempre estaba hecho con la harina fina del trigo de grano duro (siligo) o flor de harina (simila). Era un pan muy blanco (candidus) llamado panis siligineus. Un pan refinadísimo que debía de ser bastante caro. El siguiente en calidad era el panis secundarius, que también era pan blanco pero de harina de segunda, es decir, mezclada o con algún tamizado menos. Por eso mismo resultaba más económico y era el pan más común. También era el pan que consumía Augusto, conocido por su paladar sobrio y ‘casi’ vulgar (Svet.Aug.76). Bajo el nombre de panis autopyrus se encuentra el pan integral, hecho con la harina sin tamizar y, por tanto, de color tirando a negro. Era apreciado por sus cualidades laxantes, tal como indican las palabras de un comensal que aparece en el Satiricón: es mejor que el blanco; pues me da vigor y, cuando he de hacer cierta cosa muy personal, la hago sin lágrimas (Satyr.66,2). 

El panis cibarius era de los más baratos. Se hacía con una harina oscura, posiblemente mezclada con otros cereales y llena de impurezas, y por eso mismo era pan negro (nigro pane). Era el pan de la gente más pobre, de los esclavos y de quien no podía permitirse otro mejor. De hecho, se le llamaba también panis plebeius. Calificado en los textos como ‘durus’ y ‘sordidus’, pero válido para hacer sopitas en el caldo, como hacen unas prostitutas que menciona Terencio (Eun.939). 

El de peor calidad estaba hecho con el salvado del cereal, y se llamaba panis furfureus. Era el pan de la miseria y el que se le daba a los perros.




Pero el pan se podía nombrar también según el tipo de horno utilizado para su cocción. La mayoría de la gente acudía a una panadería (pristinum) equipada con un gran horno con capacidad para muchas piezas y posibilidades de alcanzar altas temperaturas. En ese caso se obtenía el panis furnaceus, es decir, cocido en un horno más o menos como los nuestros. Pero otras veces se cocía el pan en casa, y entonces se obtenían otros productos. En ese caso el pan recibe también el nombre del instrumento utilizado: clibanicius si se usaba un clibanus, es decir, un tipo de horno independiente de campana o tapadera; o artopticius si se usaba una artopta, un tipo de hornillo móvil de cobre con pinta de tartera que obtenía un verdadero ‘pan de molde’. 

Si se iba con prisas y se quería hacer un pan rápido, se podía recurrir a una mezcla de harina y agua que se amasaba bien y se cocía ’sub testu’, es decir, usando una plancha de arcilla o teja cubierta con tapa. Este tipo de pan rápido era ácimo y en los textos aparece mencionado como depsticius.

Por último, se podía cocer entre las cenizas, por lo que se le denominaba subcinericius o focaticus. Otro pan rápido sin levadura habitual entre la gente del campo o estando de viaje.


Estos panes que se amasaban con harina, agua y sal carecían de levadura, y eran perfectos si uno debía conseguir pan de manera rápida. También se utilizaban para ofrendas y rituales, pues mantenían la pureza del cereal.

Pero la mayoría del pan que se consumía, ese que se compraba en las panaderías, era fermentado. Plinio explica hasta seis formas de conseguir el preciado fermentum, la levadura que se preparaba durante la vendimia y que se utilizaba durante todo el año. Para ello, se dejaba fermentar una mezcla de harina de mijo o salvado de trigo remojados en mosto y se conseguía la masa madre que luego se iba utilizando a lo largo del tiempo. No podemos tener idea de cuánta cantidad de levadura añadían al pan, pero casi seguro que era una cantidad (y calidad) poco controlada y puede que bastante menor que la que se utiliza actualmente, por lo que el pan romano tenía tendencia a ser denso y mazacote. 


foto: @Abemvs_incena


Por lo que respecta al cereal utilizado, digamos que el pan por excelencia, el preferido por todos, era el hecho con trigo candeal o de grano duro. Pero, claro, no era el único. Cereales como la escanda, la espelta, la cebada o el centeno también se utilizaban, probablemente mezclados con el trigo para hacer panes más bastos y plebeyos. El mijo de la Campania daba un pan tirando a dulce. La avena se evitaba porque se consideraba una mala hierba. 

Un cereal que había sido importante en el pasado, el farro, paulatinamente se había ido sustituyendo por el triticum, más panificable. Sin embargo, la tradición había fosilizado el panis farreus, hecho con el farro ancestral, para usos rituales, y era ofrecido a los dioses por los novios en la confarreatio, la forma de matrimonio más solemne y rimbombante, reservada solo para patricios con pedigrí.

Otras veces el cereal se podía sustituir por harina de habas, de lentejas, de castañas o de bellotas. Los motivos eran diversos, desde carestía de cereal hasta usos rituales.

Por supuesto se elaboraban panes que incorporaban otros ingredientes además del trigo: especias, semillas, huevos, frutos secos.... Así se obtenían panes enriquecidos como el artolaganus, un pan exquisito reservado para días de fiesta que llevaba un poco de vino, pimienta, leche y algo de aceite o grasa (Ath. 113D); el pan retorcido o strepticius, también con leche, pimienta y aceite (Ath. 113D); el adipatus, en cuya composición se encuentran la manteca y la panceta; o el mustaceus, el preferido como pastel de bodas, amasado con mosto y anís, comino, manteca, queso y un toque aromático de hojas de laurel (Cato. RR 121). Por cierto, este pan de mosto sería el ideal para hacer torrijas o para acompañar la pata de jamón al horno, según Apicio.


Detalle de la tumba del panadero Eurysaces.

Otras veces el pan recibe el nombre por el uso especial que se le va a dar. Por ejemplo, Plinio menciona un panis ostrearius pensado expresamente para tomar con las ostras (Plin. XVIII,105). En esta categoría también podemos mencionar el panis militaris, también llamado castrensis o bucellatum, que era el que consumían los legionarios. Seguramente era un pan ácimo que se cocía dos veces y tenía textura muy seca, como de galleta. Este pan, que también era el de los marineros (panis nauticus), estaba pensado para conservarse durante largos períodos de tiempo y aparece en los textos bajo el nombre genérico de cocta cibaria.


Otros panes recibían el nombre por su tierra de origen.  Algunos eran muy famosos y aparecen a menudo en el recetario de Apicio. Por ejemplo, el pan de Piceno, que el famoso cocinero recomienda para la sala cattabia (IV,I,2), una ensalada que se toma muy fría y en la que el pan se debe mezclar con bastantes ingredientes húmedos. 

¿Qué tenía de especial este pan? Pues que era duro como él solo. Plinio nos explica que se elaboraba con álica, que viene a ser la simiente de la espelta pero mezclada con greda, o sea, arcilla. Una especie de sémola. Según Plinio, los campanos necesitaban esta arcilla -que se recogía entre Pozzuoli y Nápoles- para poder preparar su álica. Tras nueve días de maceración, se amasaba con zumo de uva pasa y se cocía en el horno dentro de una olla de barro que después se rompía. Según Plinio, este pan:  no se puede comer si no es empapándolo, para lo que se emplea sobre todo leche con miel (XVIII,105).  Así que la gracia de este pan era que se elaboraba para tomarlo expresamente remojado con leche en plan bizcocho, aunque seguro que también lo sumergían en vino, en sopa o en salsitas. Este pan cortado a trocitos haría las veces de los picatostes en la sala cattabia, que incorpora miel, vinagre, aceite y vino entre los ingredientes de su salsa. 

Pero Apicio también menciona otra sala cattabia (IV,I,3) en la que hay que sacar la miga de un pan, en este caso alejandrino, y macerarla en posca. Y de nuevo tiene todo el sentido porque el panis Alexandrinum estaba cocido dos veces y por tanto era ideal para que absorbiera la posca sin deshacerse. 

Otros panes con denominación de origen eran el Parthicum, que se trabajaba con agua y era muy ligero y esponjoso, por lo que también se le llamaba pan de agua (aquaticum); el pan de Capadocia, también llamado hapalós (‘tierno’), amasado con aceite, leche y sal, que era esponjoso y hueco como un pan turco; o las tortas de Rodas (copta Rhodiaca), que se tomaban duras y que tenían fama de destrozar dentaduras.


Porque sí, el pan romano era duro, no era esponjoso ni amable para el paladar. Era denso, compacto y duro. Esta dureza se debía a tres factores: uno de ellos ya lo he comentado: la calidad y cantidad (insuficiente) de levadura; en segundo lugar, el uso de harinas de peor calidad, que consigue panes que se endurecen rápido ya que las harinas flojas absorben menos agua; por último, que lo habitual era consumir pan que se había horneado días atrás, pan aprovechado que se va poniendo como una piedra a medida que pasan los días. 


Distribución del pan. Museo Arqueológico de Nápoles 


Pero al pan se le podía denominar también siguiendo otros criterios. Por ejemplo, el reparto público. Así, si se trataba de un pan que distribuía el Estado a un precio fijo y muy bajo, se llamaba panis fiscalis. Si, en cambio, se trataba de pan gratuito distribuido por las autoridades, panis civilis. Si ese mismo pan gratuito se repartía desde las escalinatas (gradus) de ciertos lugares públicos, pues panis gradilis. El reparto de pan gratuito era tan habitual que lo encontramos hasta en las promesas electorales de los candidatos políticos. Es el caso de C. Iulius Polybius, de profesión pistor y candidato a edil: os ruego que votéis a Julio Polibio, trae pan bueno leemos en un graffiti de Pompeya (C. Iulium Polybium aedilem oro vos faciatis. Panem bonum fert -CIL IV 429-).


Otras denominaciones tenían que ver con la forma del pan. Sabemos por las evidencias arqueológicas que hacían pan con forma circular, tipo hogaza. La aparición en 1862 de 81 panes carbonizados de la panadería pompeyana de Modestus, junto con la iconografía existente, así lo demuestra. Estos panes fosilizados redondos tenían casi todos cuatro incisiones en su corteza que servían para hacer ocho porciones. Cada porción se llamaba quadra y por eso este pan se denominaba panis quadratus. Esta denominación la recoge Ateneo cuando habla de los panes blomiaîos  “que tienen unas incisiones, a los que los romanos llaman quadrati” (Ath. 114E). Pero además de hogazas tenían panes con otras formas. En una comedia de Plauto se nombra un pan que bien podría ser de barra

“¡Comerte un pan de tres varas sabes, pero llamar a la puerta, eso no, ¿verdad?” (Bacc. 580). 

Y otros tendrían formas de lo más variopinto, como el pan boletino, que imitaba la forma de un hongo (Athen.113C), o los panes con formas de órganos sexuales, que se usaban como símbolos de prosperidad y bonanza, o los panes planos para ofrendas que tanto han dado que hablar porque alguien ha tenido a bien bautizarlos como la ‘pizza de la antigua Roma’ a raíz del reciente descubrimiento de un fresco pompeyano.  Eso sin contar con los productos de pastelería, que debían de ofrecer todo un abanico de posibilidades.


Panis quadratus carbonizado. Foto: @pompeii_sites

Y bien, hasta aquí un intento de desentrañar los diferentes tipos de pan que se podían comprar en panaderías, tabernas y venta ambulante, además de los hechos de casa. Ya saben, a partir de ahora hagan sus propios panes para las recetas romanas, así podrán incorporar ingredientes como manteca o mosto. O bien compren una hogaza y déjenla a la intemperie unos días. Solo así recuperaremos, al menos vagamente, el paladar romano.


Prosit!