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domingo, 26 de octubre de 2025

DIS MANIBUS. EPITAFIOS ROMANOS CON ASUNTO GASTRONÓMICO


Más del 70% de todas las inscripciones romanas que se conservan son lápidas funerarias. Gracias a ellas podemos asomarnos a la vida privada de los habitantes de Roma: magistrados, artesanos, sacerdotes, gladiadores, esclavos… Gente de todo tipo y condición que decidió dejar huella tras su paso en este mundo.


La mentalidad romana consideraba que los difuntos seguían de alguna manera vivos siempre que se los recordase. Así que se esforzaban bastante en descansar en una tumba bien indicada, facilitando su identificación a familiares, amigos y curiosos. Esos familiares cumplirían con todos los ritos propios del culto doméstico, al que se habían incorporado los difuntos como Manes o divinidades propias de la familia. Recibían ofrendas en fechas señaladas (las Parentalia, las Feralia, las Caristia, las fiestas de los Lares Tutelares…) y sus parientes iban al cementerio en los aniversarios del nacimiento (dies natalis) y muerte (dies mortis), donde celebraban un banquete fúnebre en el que compartían la comida con el propio difunto, siempre con la intención de recordarlo y considerarlo aún parte de la familia.


Además de descansar en una tumba bien indicada y confiar en la memoria de sus parientes más cercanos, se esforzaban mucho en redactar un epitafio que contribuyese a fijar la información del difunto a modo de microbiografía. 


En general, los epitafios cuentan con fórmulas funerarias y de consagración, y una serie de datos personales como el nombre y la edad del difunto al morir, el nombre de quién le ha dedicado la tumba y el parentesco que les une, y datos biográficos como la profesión o el cargo si es que se había dedicado a la política. Estos epitafios son verdaderas instantáneas de la vida cotidiana donde los difuntos nos cuentan en pocas palabras qué es lo que los definía mientras estaban entre los vivos, de ahí su extraordinario valor.


Con este artículo, pues, vamos a revivir la memoria de algunas personas cuya tumba o epitafio los relaciona con el tema que nos interesa: la alimentación.


Comenzamos nuestro homenaje con un clásico de las tumbas romanas: la de Eurysaces el panadero.


Marco Virgilio Eurysaces vivió en Roma a finales de la República. Podríamos decir que fue todo un emprendedor, que consiguió tal fortuna que pasó de ser esclavo a ser un pez gordo. Su tumba tiene un tamaño considerable, está construida con mármol travertino nada menos y se situaba cerca de una de las entradas a la ciudad, entre la vía Praenestina y la Labicana. Semejante tumba de carácter monumental muestra el oficio que enriqueció a su dueño: la panadería. Y lo muestra con todo lujo de detalle, porque toda la tumba es una referencia a la elaboración del pan. En las fachadas de los tres lados conservados se observan, por ejemplo, unos cilindros huecos que se interpretan como bocas de horno, o medidas del grano, o recipientes donde se mezclaba la masa del pan. Y en el friso de la parte superior vemos todas y cada una de las fases de creación del pan, con todo lujo de detalles: la molienda del grano, el tamizado de la harina, la fase de amasado, el horneado, el transporte de panes en cestas… Lo dicho, el proceso completo. Incluso hay una referencia en la lápida dedicada a su esposa, Atistia, quien compartía tumba con él y cuyos restos se encuentran en una urna con forma de cesta de pan, un ‘panario’, según reza la inscripción: 


Fuit Atistia uxor mihei femina opituma ueixsit quoius corporis reliquiæ quod superant sunt in hoc panario


No es la única inscripción. En la tumba monumental leemos el nombre del orgulloso protagonista:


est hoc monimentum Margei Vergilei Eurysacis pistoris redemptoris apparet 


Tumba de Eurysaces

Eurysaces y Atistia
Su nombre sin filiación alguna sigue la nomenclatura típica de los libertos, en la que destaca el cognomen de origen griego (Eurysacis) y el nomen de la familia del patrono al que había pertenecido (Vergilei). Su nombre, su oficio y lo monumental de la tumba hacen pensar que sería un nuevo rico, alguien orgulloso del dinero que había hecho en vida y que no tenía reparos en mostrarlo en una tumba que quizá no era elegante para la estética del momento pero que dejaba bien claro quién había sido en vida. Incluso incorporó un relieve de él mismo y su esposa Atistia, mirándose recatadamente el uno a la otra, él vestido con toga y ella envuelta en un manto y peinada a la moda. 


La inscripción nos  aclara cómo hizo fortuna, puesto que era panadero (pistoris), contratista (redemptoris) y funcionario público (apparet). Por tanto, Eurysaces no solo era panadero, era alguien que trabajaba para el Estado y proporcionaba los panes que se repartían en las distribuciones gratuitas para la plebe. Además, era proveedor oficial de algún senador, magistrado o sacerdote. Eurysaces es ejemplo de una nueva clase social emergente a finales de la República: la de los libertos enriquecidos que carecen de nobleza pero acumulan un gran patrimonio.


Maximino, el mercader de trigo


Maximinus, qui vixit annos XXIII, amicus omnium


Así de corta es esta inscripción, que carece de otras fórmulas. Procede de Roma y se encuentra en el Lapidario Cristiano de los Museos Vaticanos. 

Por el texto, sabemos que Maximino vivió 23 años y que era ‘amigo de todos’. Poca cosa. Pero en la parte inferior existe un grabado muy revelador: a un lado un modio lleno de grano; al otro el joven Maximino, vestido con túnica y sosteniendo en la mano la vara con la que controla que no haya ni más ni menos trigo del que debe. Así que Maximino era un mercader de grano, alguien con un papel importantísimo en la economía romana: dedicarse a la compra y venta de cebada, trigo, mijo o espelta, cereales para alimentar al pueblo de Roma. El grano se almacenaba en los grandes horrea, y de estos almacenes se distribuía al pueblo en los mercados a través del control de la Annona. En la imagen vemos un modio, que es tanto una medida de capacidad (equivalente a 8,75 litros) como el recipiente que la contiene: una especie de cubeta de tres patas que, en el epitafio de Maximino, está llena a rebosar, mostrando la generosidad de ese ‘amigo de todos’. 


Sentia Amarantis, la tabernera de Emerita Augusta


En el Museo Nacional de Arte Romano de Mérida se encuentra una lápida con un relieve de taberna y una inscripción. La escena muestra a una mujer con cabello recogido o corto, vestida con túnica larga y cinturón, que está llenando una jarra con el vino que sale de un tonel. Bajo el enorme tonel, la inscripción: 


“A Sentia Amarantis, de 45 años. Sentio Victor mandó hacer el monumento a su esposa queridísima, con quien vivió 17 años”.


Sent(iae) Amarantis / ann(orum) XLV Sent(ius) / Victor uxori / carissimae f(aciendum) c(uravit) cun cua vix(it) ann(os) XVII


Sentia Amarantis compartía la profesión de tabernera con su marido, Sentio Victor, quien le dedicó la lápida. Su trabajo consistía en despachar vino y posiblemente algunas tapas sencillas en una taberna vinaria, a juzgar por el enorme protagonismo que cobra el tonel en el relieve. No es la única referencia que tenemos de mujeres que se dedicasen a este oficio. 

Aunque en los textos las taberneras (coponae) o camareras (puellae) siempre tienen mala prensa, lo cierto es que no siempre se trataba de chicas desvergonzadas y casquivanas. A veces, como en el caso de Sentia Amarantis, solo eran personas decentes que querían ganarse la vida.


El suarius de Bononia


El único anónimo de este elenco corresponde a un suarius, un pastor de cerdos, siete en concreto, que se conserva en una estela del Museo Cívico Arqueológico de Bolonia (CIL XI, 6842). Nuestro suarius, que vivió a finales el siglo I o principios del siglo II en la romana Bononia, se dedicaba a la explotación de cerdos y muy posiblemente también a la elaboración de embutidos, pues esta estela se relaciona con otra en la que aparece representado un mortero doméstico con su pistillum, que son los útiles necesarios para elaborar embutidos (CIL XI, 6841). Ambas lápidas forman parte del mismo complejo funerario, y nos informan de la identidad del difunto a través de los relieves y de la inscripción funeraria, aunque hemos perdido el nombre del protagonista.


La carne de cerdo era la más consumida por el pueblo romano con diferencia. Como dice Plinio, tenía más de cincuenta sabores y alimentaba a patricios y plebeyos por igual. Por otra parte, en la culinaria romana triunfaban las salchichas, butifarras, morcones, morcillas, salchichones, longanizas y hasta una especie de mortadela que se hacía con mirto (el murtatum) y que procedía justamente de Bononia, la antigua Felsina etrusca. ¿Haría mortadelas primitivas nuestro suarius en su granja de cerdos? Lo cierto es que la producción y venta de farcimina permitieron a nuestro anónimo difunto obtener la libertad y ganarse muy bien la vida, tanto como para encargar el monumento funerario para sí mismo, para su esposa y para su patronus.


El charcutero Alexander


Alexander también se dedicaba al sector cárnico. Fue un vendedor de salchichas en el mercado que vivió tan solo 30 años. Una lápida de mármol redonda como si fuese una rodaja de mortadela gigante dice así:


Alexander, bu[t?]ularus de macello q vixit annis xxx anima bona omniorum amicus dormitio tua inter dicaeis 


Es decir: “Alejandro, bu[t?]ularus en el mercado, que vivió 30 años. Un alma bondadosa y amigo de todos. Que tu sueño sea entre los justos”.


La lápida, que se conserva actualmente en el Ashmolean Museum de Oxford, data del siglo III o IV aC, fue encontrada en una catacumba judía y, además, lleva inscrita una Menorah de siete brazos. Aparece además la palabra ‘dicaeis’, procedente del término griego ‘dikaioi’, que se usa para traducir el hebreo ‘tsadiqim’ (los justos). Así que sí, Alexander era un mercader judío.


Se ganaba la vida como botularius, es decir, como vendedor de salchichas, tenía un puesto en el mercado y le iba muy bien. No sería un simple vendedor ambulante como los botularii que menciona Séneca y que lo ponían enfermo con sus gritos en medio de la calle, sino un charcutero de los buenos que tendría un puesto en el mercado donde, imaginamos, vendería embutidos de calidad.

Está claro que los embutidos de Alexander no serían de cerdo, los más populares, ni de ninguna otra carne que no fuera kosher.

Alexander elaboraría lucanicae o isicia bubularum, es decir, de carne de ternera o de buey, como las que se documentan en el Edicto de Precios de Diocleciano, que, por cierto, no eran nada baratas: las salchichas ahumadas al estilo de Lucania costaban diez denarios la libra (327,45 gr), que es casi lo que costaba un garum de segunda o la libra de venado.

De hecho, existen dudas razonables sobre si lo que pone en la lápida es ‘butularius’ o ‘bubularius’, lo cual sugiere que podría ser un comerciante a gran escala de productos de vacuno, aunque su ubicación comercial en el macellum lo acerca más a un buen charcutero.


Aulo Umbricio Scauro, el hijo del fabricante de garum


“Para A. Umbricius Scaurus, hijo de Aulus, de la tribu Menenia, duunviro con poderes judiciales, los decuriones decretaron que esta tierra fuese cedida para su monumento, junto con 2000 sestercios para costear su funeral y una estatua ecuestre en el Foro. Scaurus, el padre, a su hijo”. 


a(ulo) umbricio a(uli) f(ilio) men (enia)/scauro/ii vir(o) i(ure) d(icundo)/ huic decuriones locum monum(enti)/et hs ∞∞ in funere et statuam equestr(em)/in foro ponendam censuerunt/scaurus pater filio



El padre de Aulus Umbricius Scaurus procedía de una gens que se instaló en Pompeya allá por el siglo I dC. Allí se convirtió en millonario, en un homo novus que hizo fortuna con una gran actividad comercial de fabricación y venta de garum, la famosa salsa de pescado que servía como condimento universal en los platos romanos. Perfeccionó su propia fórmula y se convirtió en el principal productor de esta salsa en la zona vesubiana. Hizo fortuna, se compró una de las mejores casas cerca del centro y la restauró a la moda incorporando unas termas, un jardín rodeado de un pórtico y un pavimento personalizado en el atrio que mostraba cuatro ánforas con el producto que lo había hecho millonario. Este homo novus no entró en política pero sí consiguió el acceso a un cargo para su hijo, el difunto Aulus, muy posiblemente favoreciendo a la ciudad con donaciones. Con esta práctica del evergetismo consiguió el favor de los poderosos, y abonó el terreno para la carrera política de su hijo, que fue duunviro con poderes judiciales. Según leemos en el epitafio, los miembros de la curia le cedieron el terreno para la sepultura, pagaron el funeral y erigieron una estatua ecuestre al hijo, posiblemente para honrar también al padre.  


El chef de la Gallia Narbonensis


En el Museo Narbo Via se encuentra una fantástica pieza dentro de la colección de la galería lapidaria: la tumba de Manius Egnatius Lugius, que reza así:


Vivit / M(anius) Egnatius / Lugius cocus / Antistia |(mulieris) l(iberta) Elpis / contuber(nalis) / p(edes) q(uoquoversus) XV  (CIL XII, 4468)



Y en medio de la inscripción, un enorme cuchillo que, a mi entender, es de cocina. Porque Manius Egnatius Lugius trabajaba de
cocinero (cocus), y encargó la estela funeraria conjunta para sí mismo y para su compañera de vida, la liberta Antistia Elpis. Por cierto, el recinto mortuorio tenía casi 20 m2. El cuchillo, trazado de forma bastante esquemática, se reconoce perfectamente y es el símbolo de su profesión. Es de hoja ancha y robusta, afilado en la punta y con pinta de cuchillo multiusos. ¿Se trata de un cocinero común y corriente? Seguramente, aunque prosperó lo suficiente para costearse la tumba y dejar su nombre para la posteridad. Ya decía Plinio que “los cocineros están al precio de tres caballos” y que conseguían hundir la fortuna de su amo (NH IX,67), porque lo que empezó siendo un oficio servil sin gracia ninguna con el tiempo fue considerado un arte




Primus, el comensal epicúreo


Hoc ego su(m) in tumulo Primus notissimus ille.

vixi Lucrinis, potabi saepe Falernum,

balnia vina Venus mecum senuere per annos.

  hec ego si potui, sit mihi terra lebis.

et tamen ad Manes foenix me serbat in ara

  qui mecum properat se reparare sibi.  (CIL XIV 914)


“Yo, el famoso Primus, yazgo en esta tumba. Me alimenté de lo que da el Lucrino, bebí Falerno, las termas, el vino y el amor me acompañaron hasta la vejez. Si pude hacer todo esto, que la tierra me sea leve. Pero junto a los Manes un fénix me espera en el altar, y está deseando renovarse conmigo.”


Aunque él se considera muy famoso, sabemos poco de Primus. Sabemos, eso sí, que le preocupaban poco las formalidades sintácticas, ortográficas y métricas, ya que el epitafio está lleno de vulgarismos y dísticos irregulares. Y sabemos también que se dedicó a vivir plenamente disfrutando de los placeres de la vida: los balnearios, el amor y la buena mesa. La fórmula que emplea es la típica de los textos para resumir una vida dedicada a la juerga: vinum, balneum, venus; lo mismo que prohibían los médicos para mantener la salud.

Primus es un epicúreo que se alimentó del producto del Lucrino, es decir, de ostras, y de vino de Falerno, por lo que se ha ganado un puesto de honor como ejemplo de comensal gourmet. El epitafio quizá iba acompañado de una representación del ave fénix, símbolo de resurrección en el mundo antiguo, especialmente en el paleocristiano. Primus es el hombre campechano y disfrutón cuyo epitafio es un auténtico ejemplo de carpe diem.



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Eurysaces, Maximino, Sentia…. no son los únicos cuya tumba hace referencia a una vida dedicada a la comida de un modo u otro. Podríamos hacer una lista larguísima y no acabaríamos: Felicissima, vendedora de aceite; Pollecla, que vendía cebada en la Vía Nova, cerca de las Termas de Caracalla; Tiberius Iulius Vitalis, carnicero, cuya esposa le dedica una estela donde se le ve manejando su cuchillo junto a una exhibición de sus mejores cortes de carne; Primitivo, Adotato y Restituto, también carniceros; Pompeiano Silvino, que regentaba una taberna vinaria en Augusta Vindelicorum, en la lejana provincia de la Raetia; Mercurio, que era panadero; Leopardo, que vendía pasteles; Ursa, vendedora de fruta; Pomponio Félix y Quinto, ambos lecheros; Julio Mario Silvano, que fue pescadero; Aulio Maximo y Aulia Hilaritas, que vendían conservas; Eros, un cocinero previsor que se fabricó tres lápidas, una para cada etapa de su vida: esclavo en las cocinas de un tal Posidipo, administrador y finalmente liberto… Tantos y tantos a los que hoy, con este artículo, les devolvemos a la vida.  A todos ellos, que la tierra os sea leve.



Imágenes

Portada: epitafio del cocinero Eros, CIL VI 9261. Museo Nacional Romano – Termas de Diocleciano en Roma

Fuentes: wikipedia.org, ancientrome.ru, comune.roma.it, planetahumanes.wordpress.com, cultura.gob.es, informa.comune.bologna.it, images.ashmolean.org, marcusofcapua.wordpress.com, odysseum.eduscol.education.fr





sábado, 8 de abril de 2023

OCASIONES PARA EL CONVIVIUM


Uno de los aspectos más característicos de las culturas de la Antigüedad, de las que somos orgullosos herederos, es el hecho de celebrar cualquier cosa mediante la comensalidad.  

 

Cicerón explica, muy acertadamente, que los romanos llamaron “convivium” al hecho de comer juntos, donde lo más importante es conversar, disfrutar, compartir y estrechar lazos de amistad (De Senectute XIII, 45). 


Hablar de las ocasiones para hacer un convivium o banquete puede ser bastante extenso, pues literalmente cualquier acontecimiento -público o privado- podía acabar en la celebración en torno a una mesa (más o menos como nosotros). Por eso mismo, en esta entrada me centraré en los convivia en el ámbito privado y dejaré para otro momento los epula, banquetes públicos que representan un compromiso con la ciudad y sus instituciones.


Pues bien, los motivos para las celebraciones en el ámbito privado eran muchísimos.


Por una parte tenemos los acontecimientos dentro de la vida familiar, que se conmemoraban con su ritual, su fiesta y su convite entre parientes y amigos. Estos acontecimientos eran de todo tipo, muy parecidos a los que celebramos hoy en día.


Por ejemplo, las bodas. El pueblo romano las festejaba con todo un ceremonial que culminaba en la mesa no una vez, sino dos (sin contar con la pedida de mano, que entonces serían tres). Una el mismo día de los esponsales, la cena nuptialis, pagada por la familia de la novia, que incluía tarta de bodas y a la que acudían parientes y  amigos. La otra se llamaba repotia (de ahí ‘reboda’) y tenía lugar al día siguiente, cuando ya los novios se habían trasladado a su nuevo hogar, y era más íntima, solo para la familia. Por cierto, el pastel de bodas era una torta hecha a base de trigo, queso, mosto y anís, que se horneaba sobre hojas de laurel que se llamaba mustaceum y simbolizaba la fertilidad y la buena suerte.


© HBO Rome

Un nacimiento era siempre motivo de fiesta. Tras la aceptación por parte del pater familias, había que esperar nueve días (si era niño) o bien ocho (si niña) para celebrar socialmente la entrada del nuevo miembro en la familia. Era el dies lustricus, momento en que el bebé dejaba de considerarse impuro, recibía un praenomen y un amuleto (una bulla si era niño, una lúnula si niña). La ceremonia incluía, como no podía ser de otra forma, una fiesta y un banquete. 


Cuando uno de los miembros varones de la familia cumplía 17 años se celebraba su entrada oficial en la vida cívica mediante una ceremonia en la que abandonaba su bulla (sí, el amuleto que le entregaron en el párrafo anterior) y asumía su vestimenta de adulto, la toga viril. Se intentaba que este acontecimiento coincidiera con las Liberalia, es decir, el 17 de marzo, y era una buena ocasión para reunir a familiares y amigos.


Octavio portando la bulla. © HBO Rome 


Otro momentazo digno de celebración era la depositio barbae, esto es, el hecho de afeitarse la barba por primera vez. Era toda una ceremonia en la que el barbero o tonsor cortaba la barba con unas tijeras, y esta se guardaba y se ofrecía a los dioses, generalmente los Lares (lo mismo que la bulla infantil). A veces se guardaba como una reliquia: En el pórtico de entrada de la casa de Trimalción, los protagonistas ven en un rincón “un gran armario con un nicho donde había unos Lares de plata, una Venus de mármol y una caja de oro no muy pequeña donde, según decían, se guardaba la primera barba del señor” (Satyr.29,8). Es otra ceremonia de rito de paso de la adolescencia a la edad adulta, y era una buena ocasión para celebrar un convivium. 


Por supuesto, un cumpleaños también merecía una celebración. Se conserva el testimonio de Claudia Severa, la esposa del comandante Elio Broco, que invita a su amiga Sulpicia Lepidina, esposa también de un militar, para celebrar juntas el cumpleaños de la primera, que tiene lugar el 11 de septiembre:  “En el tercer día antes de los Idus de septiembre, hermana mía, para el día de celebración de mi cumpleaños, te envío una cálida invitación para asegurarme de que vendrás con nosotros, y para hacerme más placentera esta jornada con tu presencia, si vienes”. (Tab. Vindol. II 291). Esto por poner solo un ejemplo. 



Por cierto, el natalicio del pater familias coincidía también con el del Genio, el dios tutelar y protector de toda la progenie. La fiesta se celebraba por todo lo alto e incluía sacrificios, incienso, flores, bailes y pasteles.  Tibulo deja constancia del ritual a propósito del cumpleaños de Mesala: “Ven aquí y, con cien juegos y danzas, festeja en nuestra compañía al Genio, y vierte sobre las sienes el vino a raudales; que sus brillantes cabellos destilen gotas de perfume; su cabeza y cuello ciñan suaves guirnaldas. Ojalá vengas hoy mismo; ofrézcate yo honores de incienso y te obsequie con sabrosos pasteles de miel de Mopsopo” (Tibulo I,7,49-54). 


Danza de los cuatro genios. Domus dei tappeti di pietra. Ravenna.


Otros acontecimientos de la vida privada familiar no eran tan alegres. Un entierro, por ejemplo, propiciaba una cena funeralis para todos los allegados que habían seguido el cortejo fúnebre. Se desarrollaba en el mismo cementerio y se componía de huevos, habas, lentejas, sal y aves de corral, según marcaba la tradición. Nueve días después, familia y amigos se volvían a reunir. Realizaban entonces libaciones de leche y sangre para ayudar al alma del difunto, y celebraban otro banquete, la cena novendialis. Con esta comida -que incorporaba músicos, y hasta gladiadores si se lo podían permitir- concluía un período de luto que purificaba a la familia y la devolvía a su actividad habitual. También los aniversarios del difunto se celebraban en el cementerio junto a su tumba, demostrando que no lo habían olvidado y haciéndolo participar del banquete. Se le dejaba un espacio libre y se le ofrecían alimentos tradicionalmente asociados a la fertilidad y al misterio de la vida, como huevos y legumbres, además de libaciones de vino.


Tumba 15 de la Isola Sacra (Ostia) con triclinio para banquetes fúnebres
Fuente: ostia-antica.org

Las reuniones entre familiares y amigos podían darse también por cualquier otro motivo que los uniese: una manumisión solemne, el aniversario de la caída de un rayo (no es broma), una redacción de un testamento o contrato, la vuelta de un amigo tras un largo viaje, iniciar un negocio, hacerle la pelota a un magistrado… o sin ningún motivo aparente, simplemente por pura amistad y ganas de conversación. Estas eran cenas entre iguales, distendidas, informales, sencillas, espontáneas y bastante habituales. Cualquier epigrama de Marcial deja constancia de ello: “Estela, Nepote, Canio, Cerial, Flaco, ¿venís? Mi sigma tiene siete plazas; somos seis, añade a Lupo” (X,48).

Otras veces las cenas eran meros compromisos sociales, expresión de las obligaciones entre patronos, clientes y libertos. Estos convivia eran una ocasión para expresar las jerarquías sociales, quién es quién, y servían igualmente para establecer alianzas, para pedir favores, para conseguir votos y hasta para conspirar. 


Escena de convivium. Museo Arqueológico Nápoles


Familiares y amigos se reunían también cuando el calendario marcaba alguna festividad religiosa (en total eran más de cuarenta), festividades que se celebraban en el ámbito público y en el privado. La verdad es que toda fiesta religiosa daba pie a un posible ágape con vecinos, familiares y/o amigos: las Vinalia, las Compitales, las Liberalia, las Ambarvalia…. El 15 de marzo, por ejemplo, tenía lugar la fiesta de Anna Perenna, siempre al aire libre, en la ribera del Tíber, en la zona de la antigua arboleda de la diosa. Era una auténtica romería que festejaba el año nuevo, y la gente improvisaba al abierto unos cenadores con cañas para comer, beber y divertirse. Otras fiestas muy populares eran las Saturnales, que en teoría duraban del 17 al 23 de diciembre, pero en la práctica abarcaban todo el mes. En palabras de Séneca: “Diciembre es el mes; más que nunca el sudor invade la ciudad. El derecho al libertinaje ha sido otorgado oficialmente. Con los inmensos preparativos todo se anima (...)” (Ad Luc.,18,1). Regalos, fiesta, distorsión del orden social, comilonas, todo eso marcaba los festejos dedicados a Saturno. 


Museo Arqueológico de Nápoles.

Pero otras tenían un carácter más lúgubre, como la Caristia, el 22 de febrero, tras varios días de honrar a los difuntos, o los tres días en que se abría el Mundus, ocasión perfecta para recordar a los parientes muertos, que salían del inframundo para ‘visitar’ a sus familiares vivos y por ello seguro les dejaban un espacio en las mesas de sus reuniones familiares. 


Otro motivo para banquetear periódicamente era la pertenencia a un collegium, una entidad entre gremio y cofradía que velaba por los intereses de un colectivo. Era un espacio de socialización que compensaba las carencias a las que pudiera llegar el estado y tenían fines religiosos, culturales y profesionales. Las celebraciones de un collegium también servían para establecer lazos profundos entre todos sus miembros, quizá por eso el Estado las contemplaba con cierto recelo. Había collegia de artesanos y profesionales de todo tipo:  médicos, cocineros, tintoreros, panaderos, zapateros, gladiadores, sacerdotes…. Los había para garantizar las honras fúnebres,  para favorecer a los militares incapacitados o completar su pensión (como un seguro privado), para ayudar en caso de enfermedad o deudas, y en general para velar por los intereses de sus miembros asociados. 

Los convivia que organizaba un collegium eran una cita importante para estrechar lazos y renovar alianzas entre sus miembros, que validaban así el compromiso con un grupo con el que tenían un vínculo muy sólido. Tito Livio narra una anécdota que revela la importancia de estas comidas en común: una prohibición que acabó en huelga: 

Los censores habían prohibido a los flautistas que celebrasen su banquete anual en el templo de Júpiter, privilegio del que gozaban desde la antigüedad. Tremendamente disgustados, se marcharon en bloque a Tívoli y no quedó ninguno en la ciudad para actuar en los ritos sacrificiales” (AUC IX,30,5). Esto es una huelga de flautistas etruscos en toda regla.


Lo mismo pasaba con otras asociaciones posibles: las cofradías religiosas de los templos, las fiestas propias de los barrios o de las curias… La pertenencia a un grupo que velaba por unos  intereses comunes acababa en convite donde todos los miembros compartían la mesa. 


© HBO Rome


El convivium juega un papel fundamental en la sociabilidad. Ya sea una pequeña reunión de amigos o una cena de compromiso, ser admitido en un banquete implica formar parte de una determinada comunidad, con la que se estrechan lazos y se construyen identidades. Durante el convivium, se crean y se consolidan relaciones de amistad y alianzas de todo tipo, se honra a los dioses, se recita poesía, se improvisan cánticos, se respeta la memoria de los difuntos, se comparten confidencias, se planifica un golpe de estado, se celebra la vida y la fertilidad… Compartir la mesa es mucho más que comer, es celebrar que compartimos una porción de vida. 


Sean felices!



Imagen de portada: Escena de banquete de mujeres. Ashmolean museum in Oxford.