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sábado, 4 de diciembre de 2021

SIBARITAS vs. ESPARTANOS (I): EL MITO DE SÍBARIS

Escena de simposio. Tumba del nadador. Paestum.

Según la RAE, el adjetivo “sibarita” en su primera acepción se aplica a una persona “que se trata con mucho regalo y refinamiento”. Es sinónimo de exquisito, refinado, comodón, voluptuoso, gourmet, elegante, epicúreo, sensual, hedonista, delicado y snob. Todo el  mundo ha utilizado alguna vez este término, y todo el mundo conoce vagamente la procedencia del mismo: la ciudad de Síbaris, que aparece en el imaginario popular como lo más de la elegancia, la finura y la pomposidad.


La información principal que nos ha llegado sobre Síbaris y los sibaritas procede de unos pocos textos escritos, que corresponden básicamente a los historiadores Heródoto,  Diodoro Sículo y Estrabón, al retórico Claudio Eliano y, sobre todo, al retórico y gramático  Ateneo de Náucratis. Pertenecen a épocas diferentes  y más o menos recogen todos la misma información, ya que parten de las mismas fuentes.

En total, un pequeño repertorio de textos que básicamente insisten en un aspecto: la vida regalada y lujosa de los que vivían en esa región. Estos autores utilizan la palabra “molicie” para definir a los sibaritas y su estilo de vida, insistiendo con todas sus fuerzas en que esa actitud finalmente supuso su destrucción. Es decir, se utiliza el término “sibarita” para expresar un mensaje moral: la civilización que se deja llevar por el placer extremo y por el dolce far niente recibe un castigo. 


Por tanto, hay que tener en cuenta esta moralina a la hora de leer los textos clásicos, y descifrar cuánto puede haber de verdad y de mito en ellos. 


Copa de Dionosos.  Staatliche Antikensammlungen. Múnich


Síbaris fue fundada por aqueos y trecenios hacia el 720 aC. Se situaron en el golfo de Tarento, en el mar Jonio, en lo que es la actual Calabria. Junto a Siracusa, Agrigento y Crotona, sería una de las primeras colonias de lo que más tarde se conocería como la Magna Grecia. En el nuevo emplazamiento, los colonos encontraron a su alcance todos los recursos naturales para poder explotar la agricultura, la pesca y el comercio. Y poco a poco florecieron y se enriquecieron, se expandieron fundando sus propias colonias -como Posidonia-, invadieron otras polis para ocupar sus territorios, tuvieron tratos con los jonios de Mileto y con Etruria -establecida ya en la Campania-  y finalmente entraron en guerra contra Crotona -también fundada por aqueos y anterior aliada- que los aniquiló en el año 510 aC. 


Como ya he dicho, los textos insisten mucho en el gusto por el lujo y la voluptuosidad, expresados a través de una colección de datos y anécdotas. De todos los autores, Ateneo es quien abunda más en detalles (Deipn.XII,518-521). Por ejemplo, nos explica que vestían con mantos hechos de lana de Mileto, muy apreciada en la Antigüedad; que los jóvenes pasaban los veranos divirtiéndose en los baños de las Ninfas Lusíadas; que iban a todas partes con sus perritos malteses, incluso a los gimnasios; que habían prohibido en la ciudad cualquier actividad que produjera ruido para poder dormir del tirón, o que utilizaban esclavos encadenados en los baños públicos para evitar que fuesen demasiado rápido al echar el agua caliente y uno se escaldase la piel. 


Los textos a menudo nos hablan de anécdotas basadas en este tópico, que suelen empezar con fórmulas como “se dice de un sibarita…”. Y así conocemos al sibarita que fue de visita a Esparta y, tras comer con ellos, entendió por qué no le tenían miedo a la muerte, pues es mejor morir que alimentarse con el caldo negro. O al que casi se hernia viendo a unos obreros trabajando. O al pedagogo que castigó con saña a su discípulo porque había recogido un higo seco del suelo. Incluso tenemos el nombre de un sibarita famoso, un tal Esmindírides -que nombran casi todos los autores- paradigma del lujo y la decadencia, capaz de estar veinte años sin ver salir o ponerse el sol -porque se pasaba las noches de juerga y dormía de día-, que no pegaba ojo si los pétalos de rosa sobre los que dormía se arrugaban y que  al irse de viaje a Sición “se llevó consigo como signo de ostentación y lujo, mil sirvientes, pescadores, pajareros y cocineros” (Ath.VI,273C).


De entre todos los detalles para expresar la molicie de los sibaritas, los que más destacan son los relacionados con temas gastronómicos, como los mil cocineros que se llevó Esmindírides. 

Tal como nos dice Diodoro Sículo, eran “esclavos de su estómago y amantes del lujo” (VII,18,1), por lo que dedicaban buena parte de su existencia a los placeres de la mesa. Según Ateneo de Náucratis, la prosperidad en la que vivían tenía su origen en la propia región, bendecida por un mar abundante y unas tierras fértiles, que producían todo tipo de recursos suficientes para autoabastecerse y para comerciar con otras ciudades de la península y del Mediterráneo.  La campiña era próspera en viñedos y transportaban el vino en canales hacia las bodegas situadas cerca del mar, desde donde se distribuía a todos los puntos de venta. 

Eran tan epicúreos que premiaban sin pagar impuestos a quienes trabajaban o mercadeaban con determinados productos de lujo, como las anguilas o la púrpura marina. 


Platos de pescado del área de Paestum. Fotografía de la exposición "Alle origini del gusto. Il Cibo a Pompei e nell'Italia antica". Asti, Palazzo Mazzetti, 2015

Ateneo nos habla también de los banquetes públicos, un ritual cívico y una institución clave para la cultura griega. Los banquetes públicos consisten en una comida en común que reúne a una parte de la comunidad (o toda), y que establece un vínculo entre la comensalidad y las estructuras de poder de la ciudad. Así, normalmente los más poderosos son los que dirigen la política y también los que sufragan los gastos del banquete. En el caso de Síbaris, estos anfitriones públicos son aplaudidos por toda la comunidad, aunque no por sus valores cívicos, sino simplemente porque pagan comidas carísimas: “a quienes se distinguen brillantemente por su liberalidad los honran con coronas de oro, y hacen pregonar sus nombres en los sacrificios públicos y las competiciones, proclamando, no su buena disposición, sino el dinero que dedican a sufragar los banquetes” (Ath.XII,519DE). El texto de Ateneo pone de manifiesto los defectos de la sociedad de Síbaris a través de su manera de celebrar las comidas en común, que peca de excesivamente lujosa, de decadente y de soberbia. Para empezar se saltan algunas normas establecidas para todos los griegos, como es la presencia de las mujeres. Ateneo nos dice que se promulgó una ley para invitar específicamente a las mujeres a los banquetes públicos, mientras que en el resto de la Hélade el banquete está reservado exclusivamente a los ciudadanos varones. Este detalle, que ahora nos puede parecer muy inclusivo por parte de Síbaris, en la Antigüedad representaba una ruptura con el equilibrio de las estructuras sociales y políticas validado además a través de una ley votada en asamblea. 

Otros detalles relativos a los banquetes insisten en ese lujo excesivo que acaba llevando a un pueblo a la perdición. Por ejemplo, se dedicaba un año entero a la preparación de los vestidos y los adornos adecuados para la ocasión, y durante la comida se podía hacer uso de un invento creado en Síbaris para no tener que abandonar el klinē en toda la comida: el orinal. Además, se podía disfrutar del baile de los caballos, que habían sido adiestrados para danzar al son del aulós. Este detalle, por cierto, sería aprovechado por los enemigos para manipular el comportamiento de los animales durante la guerra. Sí, en plena batalla, los crotoniatas entonaron la melodía del baile y los caballos no solo se pusieron a danzar, sino que además se pasaron al bando de los enemigos, llevando en la grupa a sus jinetes.


Detalle de músico tocando el aulós. Tumba del Nadador. Paestum


Por otra parte, durante los banquetes públicos se honraba particularmente la figura del cocinero. Igual que pasaba con el evergeta que había sido muy espléndido, también se coronaba a los cocineros que habían preparado los mejores platos. Y además se estimulaba la creatividad de estos a la vez que se protegían los derechos de autor: “si algún experto culinario o cocinero descubría algún manjar particular y sofisticado, no se concedía permiso para que lo utilizase otro que no fuese el propio inventor hasta transcurrido un año, de manera que durante ese tiempo el inventor original tuviese también la exclusiva de su preparación, con el fin de que los demás, esforzándose, se superasen a sí mismos con otros platos del mismo tipo” (Ath.XII,521D). ¿Molicie y decadencia o respeto por el trabajo y la creatividad? Pues depende.


Todos estos datos apuntan a un final previsible: la destrucción de la ciudad a manos de sus enemigos, en este caso los habitantes de Crotona en el 510 aC. ¿Por qué? Los textos están llenos de sentencias del tipo: “a causa de su vida de lujos y de su soberbia” (Estrabón) o “su gusto por el lujo excesivo” (Claudio Eliano), añadiendo además que no hicieron caso de las señales de perdición, como las palabras del oráculo (Ateneo).



Todos estos textos nos presentan una información bastante subjetiva. El hecho de ser una de las colonias más antiguas y de haber sido destruida por sus enemigos forjó el mito de la ciudad extremadamente próspera que finalmente fue víctima de su actitud ‘relajada’ ante la vida. Ya en época clásica se conforma esta imagen, que coincide con la de otros pueblos marcados también por el “estigma” de la vida fácil y regalada, como los sicilianos, los tarentinos, los persas, los lidios, los jonios o los etruscos. La vida lujosa se impregna de connotaciones negativas: son ciudades débiles, con malos gobernantes, que sirven para oponer la decadencia al modelo ideal de Grecia. Síbaris formaba parte de las colonias griegas occidentales, cuyo máximo esplendor llegaría en la época clásica, marcada en la Grecia continental por un modelo frugal más ‘espartano’. Para entonces Síbaris ya había sido destruida: el mito estaba servido.

Escena de simposio. Museo Arqueológico Nacional. Madrid.


martes, 27 de julio de 2021

IECUR FICATUM, EL ‘FOIE’ DE LA ANTIGÜEDAD

 

A finales de la República Romana, en pleno siglo I aC, mientras la gran mayoría de población de la Urbs se nutría de nabos, coles y gachas de trigo basto, alguien -un ciudadano privilegiado, sin duda- se dedicaba a “inventar” el foie gras. Desde entonces es uno de los productos más espectaculares y controvertidos de todos los tiempos. Sin embargo, la historia del foie es mucho más antigua.


Las primeras noticias sobre este producto nos trasladan a Egipto.  Cuando  los habitantes de las tierras del Nilo cazaban ocas o gansos que se detenían a orillas del río durante el invierno, observaron dos cosas: la primera era que esos animales almacenaban grandes cantidades de grasa en su hígado; la segunda, que ese hígado era más grande, más amarillo y definitivamente más gustoso. Así que aprendieron a criar estos animales y a cebarlos hasta conseguir hipertrofiar su hígado y lograr un manjar delicioso.

Las representaciones de las tumbas han dejado constancia de esta alimentación forzada a base de bolas de grano y agua. Uno de los más famosos es el bajorrelieve procedente de la tumba del oficial Mereruka, en la necrópolis de Saqqara, que perteneció al Imperio Antiguo, más o menos allá por el 2300 aC (imagen de cabecera de este artículo).


Ocas de Meidum. Museo de El Cairo. Pintura mural de la tumba de  Nefermaat.


Grecia también adoptó el sistema de cebado de ocas y gansos, tal como nos dice Ateneo: “Pues que conocían criadores de ocas lo testimonia Cratino” (Deipn.IX 384b), siendo este Cratino un comediógrafo que vivió en el siglo V aC.  Y varios autores nos mencionan el viaje del rey Agesilao II de Esparta a Egipto en el año 361 aC, donde recibió regalos del más alto postín, incluidos terneros y gansos cebados, que debían ser famosos en todo el Mediterráneo. Según cuenta Plutarco (Vida de Agesilao 36), el rey -acompañado de sus 30 consejeros- aceptó de los egipcios la harina, las terneras y los gansos, pero rechazó los pasteles, los postres y los ungüentos. Demasiadas finuras para un espartano.


Y de Grecia llegamos a Roma, donde el éxito de este producto entre las élites fue una auténtica locura. La moda empezó en el siglo I aC, a finales de la República, momento en que la gastronomía se encontraba en pleno auge. Y ya podían ser sagradas las ocas que no se iban a librar del engorde ni de ser servidas en las mesas de los más pudientes, como nos dice Ovidio: “Ni el haber defendido el Capitolio le sirve al ganso para no entregar su hígado en tu bandeja” (fast. I, 453-455). Las aves, antaño intocables por sagradas, ahora van a ser imprescindibles en las mesas elegantes. 


ocas del Templo de Juno Moneta Museo Ostiense

Los agrónomos de la época explican con todo detalle la información relativa a la cría y engorde del ganso y la oca, que en latín se denominan indistintamente con el nombre anser.  


Varrón dice que los criaderos de gansos se denominan chenoboskion, que para algo es una actividad adoptada desde la Magna Grecia (en griego el ganso se denomina chén). Este mismo autor también nos habla de dos terratenientes en concreto, Escipión Metelo y Marco Seyo, que sin duda fueron de los primeros en criar estos animales con fines gastronómicos:

 

Escipión Metelo y Marco Seyo tienen algunas grandes manadas. Seyo (...) adquirió manadas de gansos de tal modo que observó los cinco apartados que referí al hablar de las gallinas. Estos son: de la raza, de la reproducción, de los huevos, de los pollos y de la ceba.” (Varr.III,10,1).


Ambos eran ciudadanos privilegiados, el primero había sido general y cónsul y el segundo un magistrado amigo de Cicerón y partidario de César. Plinio también los menciona como los posibles ‘inventores’ del foie:


Y no sin razón se pregunta uno quién descubrió una cosa tan buena, si Escipión Metelo, un excónsul, o Marco Seyo, un caballero romano de la misma época.” (NH X,52)


El pastorcillo de gansos. Museo del Mosaico. Estambul. 


El proceso para cebar a los animales y conseguir el preciado foie gras nos lo explican varios autores. 


Varrón nos dice que gansos y ocas se debían alimentar abundantemente a base de papillas de harina y agua que se administraban tres veces al día (III,10,7). Columela además explica que hay que limitarles el movimiento, indicando “que no se les deje en libertad para andar de una parte a otra, y estén en un sitio caliente y oscuro, cosas que contribuyen mucho a criar gordura” (VIII,14,11). En dos meses el animal había engordado lo suficiente como para ser sacrificado.

En ese momento se aplicaba un tratamiento extra al hipertrofiado hígado: “una vez arrancado, también se aumenta con leche mezclada con miel(Plinio X,52). Y esta sería la novedad cuya autoría se disputan Escipión Metelo y Marco Seyo. 

Pero las innovaciones no acaban aquí, ya que para conseguir un hígado aún más delicioso se cebaban las aves con higos secos. Este método, que también se aplicaba a las hembras de los cerdos para conseguir el mismo producto, fue cosa de Apicio: “invención de Marco Apicio, engordándolas con higos secos y, cuando están saciadas, se las mata de repente dándoles a beber vino con miel.” (Plinio VIII, 209). 

Y es recogido también por Paladio: “Transcurridos los treinta días, si se les quiere ablandar el hígado, se amasarán en bolas pequeñas higos pasos machacados y macerados en agua, y durante veinte días seguidos se les darán a las ocas.” (Agr. I,30).


Estos hígados sobrealimentados con higos comenzaron a llamarse iecur ficatum, y finalmente solo ficatum, palabra de donde procede el nombre “hígado” en castellano y en el resto de lenguas romances (cat. ‘fetge’, astur. ‘fégadu’, gall. y port. ‘fígado’, it. ‘fegato’, fr. ‘foie’, rum. ‘ficat’).



Oca. Museo Arqueológico Badajoz


En Roma el ficatum fue uno de los platos estrella de los banquetes de lujo. Horacio lo menciona en la famosa cena de Nasidieno, donde los servidores traen “el hígado de una oca blanca cebado con pingües higos” junto a la grulla empanada y la paletilla de liebre (serm.II,8,88). Marcial recalca el enorme tamaño como factor para impresionar bastante a los comensales: “¡Mira qué hinchado está este hígado, es más grande que la propia oca!” (XIII,58).


A menudo aparece en textos de autores satíricos, que lo identifican con cierta decadencia por parte de las élites y los nuevos ricos (como lo era Nasidieno). Juvenal lo sirve en la mesa del tirano Virrón, uno de esos anfitriones maleducados que hace diferencias entre sus invitados ricos y sus clientes más modestos, reservando “el hígado de un enorme ganso” solo para los primeros (Sat.V,114). Para Persio, un heredero derrochador se define por estar “saciado de hígados de oca” (Sat.VI, 71).  Y Estacio, en plena alabanza de una cena sencilla y austera, acabará exclamando: “Desdichados aquellos que disfrutan sabiendo (...) qué oca tiene el hígado más grande” (Silv. IV, 6, 9).  


Piccolo circo. Villa del Casale. Sicilia.


El ficatum, pese a las quejas de los satíricos, fue un producto muy solicitado en Roma y todo aquel que se lo podía permitir lo servía en sus mesas. Nos podemos imaginar que no era barato, y tenemos el precio que se marca en el Edicto de Diocleciano, que data del año 301. Allí se indica que una libra de ficati optimi cuesta 16 denarios, mismo precio que un sextario de garum del bueno, una libra de salchichas de Lucania (con denominación de origen) o una libra de jabalí. Un precio alto que lo aproxima a las ostras, los erizos de mar, las vulvas o las ubres.


Apicio en su famoso recetario incluye dos recetas en las que el ficatum es el protagonista. Se encuentran en el libro VII, Polyteles, dedicado a los platos más suntuosos. La primera consiste en un garum al vino para acompañar el foie (VII,III,1), preparado con pimienta, tomillo, ligústico y aceite, además del vino y del garum. La segunda es una receta de foie asado a la parrilla, bañado en garum y especias (pimienta, ligústico, bayas de laurel) (VII,III,2). Para sostener la pieza durante la cocción Apicio recomienda envolverlo en un redaño, es decir, la membrana de grasa que rodea el estómago del cerdo.


Banquete. "Vino griego". Lawrence Alma Tadema.

Prosit!



jueves, 27 de mayo de 2021

MANTELES Y SERVILLETAS EN LAS MESAS ROMANAS


Las elegantes cenas romanas contaban con manteles y servilletas, documentados al menos desde el siglo I aC. En los textos aparecen diferentes nombres (mantelium, mappa, mappula, gausape, toralia, sudarium, linteum…) para funciones que parecen confundirse: lo mismo se refieren a un mantel propiamente dicho como al cobertor del triclinio, a una toalla, a una servilleta, a un pañuelo… Es decir, una pieza de tela que se utilizaba para el servicio de mesa, más o menos. Con el paso del tiempo, estas prendas se irían especializando hasta quedar codificadas en los actuales manteles y servilletas.

Así, los manteles (mantelium, mantile, mantele) se usaban al principio como cobertor de las mesas y como servilletas. De hecho, Varrón hace derivar el nombre “mantelium” de “mano” (LL 6,85). Este dato también lo recoge Isidoro, quien nos dice que “los manteles (mantelia) se utilizan hoy día para cubrir las mesas; antaño, como su mismo nombre indica, se empleaban para limpiarse las manos” (Orig. 19, 26,6), uso que después se reservó específicamente a la servilleta (mappa, linteum).

La ropa de mesa en general era un factor importante para deslumbrar al comensal. Manteles, cojines, tapetes, colchas para cubrir el triclinio, lo mismo que los perfumes, el incienso, las flores o la música, eran una oportunidad de oro para demostrar elegancia, buen gusto y poderío económico. Tal como se aprecia en los textos clásicos, los manteles eran un auténtico objeto de lujo. Se hacían con materiales delicados, se teñían con colores especialmente caros y se decoraban con bordados complejos para agradar e impresionar a los comensales. De ser una tela pensada para proteger el mobiliario, pasó a ser un elemento de lujo y ostentación.

Fresco de la "cassata" de Oplontis. ¿Es un mantelito?

Estos manteles, además, se podían cambiar por otros en diversos momentos del banquete, lo cual ya debía ser el colmo del boato. Por ejemplo, Trimalción en su famosa cena nos presenta un mantel adecuado para el plato que vendrá a continuación, que es un jabalí relleno de tordos cuya cacería se representa en el mismo triclinio. Pues bien, para la ocasión, unos servidores traen unos mantelitos (toralia) “en cuyos bordados se veían redes, cazadores al acecho con sus venablos y todo un equipo de caza” (Satyr.40).

Y Trimalción no es el único. Heliogábalo, el emperador más cápula de todos, a veces “enviaba para engalanar las mesas tantos manteles pintados con los manjares que le iban a servir como platos iba a comer“ (picta mantelia in mensam mittebat, SHA.Heliog.27,4). Es decir, cambio de platos, pues cambio de manteles, no hay problema.

Por lo que respecta a la decoración, no siempre se usaban los bordados figurativos, como los ejemplos que acabamos de ver.

El emperador Alejandro Severo prefería los manteles muy blancos (pura mantelia), decorados con franjas escarlata (SHA.Alex.Seu.37). Y otros, como Galieno o Adriano, preferían los bordados de oro. Todo muy sencillo, ya lo ven.

Estos manteles y ropa de mesa, auténticas obras de arte, se confiaban a personal especializado que cuidaba de su preparación, limpieza y custodia en general. Eran los sirvientes “a mappis”. Se tiene constancia de este personal especializado por los graffiti aparecidos en los palacios imperiales. Por ejemplo, se conoce la existencia de un tal Felix, posiblemente un liberto de Adriano que trabajaba en su villa de Tibur, y también una liberta de Domiciano y otro de Trajano, con idéntica denominación, “a mappis”.

Mosaico de los coperos. Complutum. 

Las servilletas (mappae, mappula), a diferencia del mantel, eran traídas por los propios comensales. Se trata de un linteum que sirve para lo obvio, limpiarse la boca y las manos, aunque también para limpiarse el sudor y sonarse la nariz, si se tercia. Recordemos que son una pieza de tela que no se corresponde exactamente a nuestras servilletas actuales, y que se confunden con pañuelos o toallas. Así, lo mismo sirve para disimular la risa, como relata Horacio (Sat.2,8,63), que para limpiar una mesa de arce (Hor.Sat.2,8,10); para secarse el sudor de la frente, como hace Trimalción antes de lavarse las manos con perfume (Satyr.47), o para secarse las manos, como hace Fortunata, en este caso con un “sudarium” que lleva al cuello (Satyr.67).

Pero la servilleta tenía una segunda función, no menos importante que la de mantener la higiene en la mesa: ejercía de tupper para llevarse a casa las sobras del banquete o los regalos que pudiese hacer el anfitrión, los apophoreta. Estos 'regalitos para llevar' eran frutos de una rifa o sorteo que se hacía durante la sobremesa y, aunque eran típicos de las fiestas Saturnales, también se hacían en todo tipo de celebraciones.

Por otra parte, lo de llevarse las sobras del banquete era una costumbre muy habitual y más compleja de lo que parece a simple vista. De hecho, ejercía una función social: permitía al anfitrión cumplir con sus obligaciones de patronazgo a la vez que proporcionaba comida al cliente más modesto, que podría compartir así las viandas del banquete con su familia al día siguiente. Uno demostraba su superioridad y el otro se llevaba una parte del menú a casa. Las fuentes clásicas abundan en ejemplos de esta práctica. Por ejemplo, los protagonistas del Satiricón en la hora de los postres, momento en que algunos invitados arramblan con la fruta: “todos cargamos nuestras servilletas, pero yo con especial empeño”, nos explica Encolpio (Satyr.60.7). Y Marcial no pierde ocasión de burlarse de unos cuantos personajes que no tenían mesura a la hora de rellenar servilletas. Los critica sobre todo por ser demasiado avariciosos, o tacaños, o glotones. Ahí tenemos al impresentable Ceciliano, que es capaz de llevarse tetas de cerda, costilla, un francolín, medio salmonete, una lubina, un filete de morena, un muslo de pollo y un pichón, todo dentro de una servilleta que entrega a su esclavo para que lo lleve a casa (II,37). O al tragón Santra, que hurta todo lo que puede de la mesa, ya sea pastel, fruta, casquería o carne mordisqueada. Además, no contento con llevarse a casa la servilleta llena a reventar, Marcial nos dice que al día siguiente lo vende todo (VII,20). ¿Apuros económicos o tacañería? En cualquier caso al autor le parece de bastante mal gusto.

Mappa. Casa de Iulia Felix (Pompeya)

Quizá por esta misma función multiusos – y especialmente de tupper- las servilletas solían ser bastante grandes. También podían estar decoradas con bordados o con franjas púrpura. El estrambótico Trimalción, por ejemplo, lleva una alrededor de su cuello, “con una amplia franja roja (laticlaviam mappam) y volantes colgando por todas partes” (Satyr.32,2). Idéntico estampado tiene la servilleta que recibe el abogado Sabelo con motivo de las Saturnales (Mart.IV,46). Por cierto, según leemos en Marcial, la servilleta era un regalo muy muy común para hacer durante las fiestas de diciembre.

Para acabar, la servilleta es la típica pieza que se 'traspapela' en los banquetes. Si hemos de hacer caso a los textos, desaparecían con frecuencia debido al hurto (¿los servidores? ¿los invitados?) o a las bromas del graciosillo de turno. Catulo amenaza con sus versos a un tal Asinio Marrucino, que sustraía estas prendas por pura diversión: “o espera trescientos endecasílabos o devuélveme la servilleta” (Carm.XII), le dice, ya que es una prenda que le regalaron sus amigos Fabulo y Veranio hecha con el famoso tejido de lino de Saetabis (actual Xativa). Y Marcial nos habla del terrible Hermógenes, un auténtico impresentable que nunca va a un banquete con servilleta propia, sino que las roba compulsivamente allá por donde pasa, quitando al resto de invitados la posibilidad de llenar la suya con las sobras (XII, 28).


El uso de mantel y servilleta no era tan común como lo es para nosotros. Por supuesto las mesas más humildes no se cubrían con manteles, y estos tampoco estaban tan generalizados en las mesas nobles. Simplemente, su uso no era obligatorio. Y las servilletas ya hemos visto que eran bastante indefinidas, o mejor dicho, una tela para todo.

Pero ambos serán incorporados a la liturgia cristiana, que acabará ayudando a codificar su uso. La servilleta será un paño para limpiar los elementos del culto; el mantel, que debía ser blanco y de lino, servirá para cubrir el altar y posteriormente la mesa donde se celebrará el ágape, que no deja de ser un banquete. Y ya desde el siglo VI podemos ver algunos manteles de mesa blancos representando la última cena, como el que se puede ver en San Apolinar Nuevo de Rávena.

Ultima cena.S. Apollinare Nuovo, Ravenna

Sean felices!


foto de cabecera: Mosaico del Château de Boudry


sábado, 18 de julio de 2020

CITRUS, LOS CÍTRICOS EN LA ANTIGUA ROMA

Casa del Frutetto. Pompeya. Detalle.

Se ha escrito mucho sobre si el mundo romano conocía o no los cítricos, y las opiniones son bastante controvertidas. Durante mucho tiempo, se consideró que el mundo romano solo conocía un cítrico: la cidra (citrus medica), que provenía de Persia y que fue transportada a Grecia por los soldados de Alejandro Magno. Recientes estudios, sin embargo, determinan que en la antigua Roma había no solo cidras, sino también limones (citrus limon). Estos estudios se apoyan en diferentes hallazgos (restos vegetales como polen, semillas o madera carbonizada aparecidos en las villas del área del Vesubio o en el Carcer Tullianum, en pleno Foro de Roma), así como en las representaciones pictóricas de lo que parecen, claramente, limones. Otros admiten también la existencia de limas y naranjas, pero no se basan en hallazgos paleobotánicos, sino solamente en la representación pictórica, por lo que son estudios rechazados por la mayoría por poco consistentes.

En la actualidad, la mayoría de estudiosos se decantan por considerar el cidro y el limonero como los únicos ejemplares de cítricos en la antigüedad grecorromana, y se basan en el registro palinológico (polen) y arqueobotánico (semillas, cáscaras y restos de madera o carbón); apoyados por el testimonio de los textos escritos y en menor medida por la cultura material (pinturas murales, mosaicos, relieves y monedas).

Por cierto, las fuentes escritas recogen el testimonio de una única especie a la que llaman malum medicum, malum assyrium o citrus que, en realidad, agrupa tanto a cidras como a limones (y otros posibles cítricos), puesto que todas las características expuestas son comunes a todos estos frutos ácidos.


Ralladura y semillas de limón fosilizado.


Una cuestión diferente es si consumían o no estos cítricos… Vayamos por partes.


Las cidras fueron el primer cítrico en extenderse por la región mediterránea. Procedían de Oriente, de Persia y Media, y fueron llevadas por Alejandro Magno a Grecia hacia el año 300 aC.  El cidro fue llamado “manzano asirio”, “manzano medo”, “kedrómela” y en latín, “citrus” o “citria”.  Los restos romanos más antiguos de cidra datan del siglo II aC y fueron hallados en diversos jardines de Pompeya y del área Vesubiana. Los restos romanos de limón, en cambio, datan de época posterior (finales del siglo I aC - principios del siglo I dC) y fueron hallados en el Foro de Roma.


¿Qué mencionan los autores griegos y romanos sobre esta planta?


Citrus Giovanni Baptista Ferrari 1646
Uno de los datos que llaman más la atención es que lo consideraban no comestible, al menos en los primeros tiempos. Así lo leemos ya en la Historia de las Plantas del griego Teofrasto: “no es comestible, pero huele muy bien e, igualmente, las hojas del árbol” (HP IV, IV,2), dato que también recoge Plinio el Viejo.  El citrus era apreciado por su aroma y por eso se colocaba entre las ropas, pues además de perfumarlas las protegía de parásitos: “destaca por su fragancia, lo mismo que sus hojas, ya que esta se transmite a las ropas si se guarda entre ellas, y además evita los daños causados por los bichos” (Plin. NH XII, 15). En concreto, evitaba que las polillas se comiesen los vestidos guardados en arcas. A propósito el mismo Plinio cuenta una anécdota sobre unos valiosos libros de filosofía pitagórica que habían resistido el paso del tiempo sin pudrirse porque “habían estado tratados con cidro [libros citratos fuisse], por lo que pensaba que no los había alcanzado la polilla” (NH XIII, 86).


No solo perfumaba la ropa sino también el aliento. Varios autores recogen este uso concreto: “Su decocción y su zumo son enjuagatorios para el buen olor de boca” leemos en Dioscórides (De Materia Medica I, 115), y en Virgilio: “los medos se sirven de él para sus bocas y alientos fétidos y curan el asma de los viejos” (Georg. II,135). De nuevo Plinio recoge este uso médico: “Este es el árbol cuyas semillas, según dijimos, los grandes señores partos hacían hervir en sus guisos para perfumar el aliento; ningún árbol más merece alabanza entre los medos” (NH XII, 16).


El citrus era muy apreciado como antídoto contra el veneno. Si se había consumido una sustancia ponzoñosa, debía tomarse diluido en vino, lo cual provocaba que se revolviese el estómago y se expulsase el veneno por la relajación del vientre, según nos dicen Teofrasto y Dioscórides. “Ningún remedio hay más enérgico ni expele mejor de los miembros el negro veneno”, nos dice Virgilio (Georg. II,127).

Y no solo elimina el veneno ya consumido, sino que actúa de forma preventiva. Para Demócrito de Nicomedia, personaje del Banquete de los eruditos, está clarísimo: “Sé a ciencia cierta que el citrus, tomado antes de cualquier alimento, tanto sólido como líquido, es un antídoto para todo tipo de veneno, pues lo supe de un conciudadano mío al que se le confió el gobierno de Egipto” (III, 84DE). En la anécdota, el gobernador condena a unos individuos a ser pasto de las fieras pero antes de entrar a donde debían ser ajusticiados, comen un citrus que una tabernera les había dado por pena. Los condenados reciben la mordedura de los montruosos áspides, pero milagrosamente no les ocurre nada.

El mismo personaje da la receta para el antídoto: “Si se cuece en miel del Ática un citrus entero tal cual, al natural, con la semilla, se disuelve en la miel, y quien toma por la mañana dos o tres dedos de este preparado no sufrirá daño alguno por el veneno” (Deipn. III, 85A)


Prácticamente todos los autores explican, como hecho llamativo y único, que el citrus produce frutos durante todas la estaciones, es decir, que en el mismo árbol se puede encontrar fruta nueva junto a la fruta de estaciones anteriores. “Este árbol entre los asirios nunca carece de fruto”, nos explica Paladio (Agr. IV,X,16), quien dice que lo ha podido comprobar en sus propiedades situadas en tierras napolitanas, donde el aire es templado y el agua abundante: “los frutos se iban sucediendo siempre, unos tras otros escalonadamente, dado que los verdes sustituían a los maduros y los que estaban en flor alcanzaban el estadio de los verdes, cerrando la naturaleza una especie de ciclo de fertilidad continua”. 

Quizá por esto mismo consideraron este árbol como un símbolo de eterna primavera, lo cual justificaría su atractivo y su presencia en los jardines de las elegantes villas del área del Vesubio: la villa imperial de Oplontis (hay documentada una cavidad de raíz de limonero, junto a polen de cidra y limón), la Casa de Ebe o la Casa de las Vestales, ambas en Pompeya (semillas mineralizadas y polen de cidra), o la pompeyana Casa del Frutetto (donde se observa un limonero en las fantásticas pinturas murales que representan el concepto de jardín ideal). 


Casa del Frutetto

En todo caso, está claro que se trataba de un árbol raro que no se plantaba para el consumo, sino como un artículo de lujo. Los cidros y posteriormente los limoneros eran prácticamente un símbolo de estatus social alto: poblaban algunos de los jardines privados de las villas elegantes, donde destacaban por su perfume, sus propiedades medicinales y su valor simbólico de fertilidad y abundancia, expresado en un árbol repleto de frutos durante todo el año. Por eso mismo dice Plinio que “incluso sirve para decorar las casas” (NH XIII,103), y Marcial lo incluye entre los productos del libro XIII, el libro de los Xenia o regalos de hospitalidad (Mala citrea, XIII,37), pues era un fruto exótico digno de impresionar a tus huéspedes.


Como he dicho antes, en los primeros tiempos se consideraba un fruto no comestible, y se ingería solo por sus propiedades medicinales: para mejorar el aliento, para prevenir o eliminar un envenenamiento, para soltar el vientre o quizás para controlar las náuseas de las gestantes (“El fruto se come especialmente por las mujeres, para el antojo de la embarazada”, Dioscórides I,115). 

Pero a partir del siglo II parece que el citrus se incluye en las elaboraciones culinarias. Un comentario en el Banquete de los eruditos resulta bastante revelador: El mismo Demócrito de Nicomedia que había relatado la anécdota de los condenados que se habían salvado por haber tomado un citrus, también comenta: “Y que ninguno de vosotros se asombre si dice que no se come, pues incluso hasta los tiempos de nuestros abuelos nadie lo comía, sino que, como un preciado bien, se guardaba en las arcas con la ropa” (Deipn. III, 84A). Y acto seguido, tras haber hablado maravillas de este fruto, “se asombró la mayoría del efecto del citrus, y lo devoraron como si antes no hubiesen comido ni bebido nada” (III, 85C), señal de que estaba presente en las mesas.

Por otra parte, el recetario de Apicio, que recoge recetas recopiladas entre el siglo I y el IV o V, explica algunas elaboraciones con citria. Por una parte hace referencia al sistema de conservación: meter en un recipiente, taparlo con yeso y colgarlo (I, XI,5). Por cierto, a la hora de cogerlas y guardarlas “se deberán arrancar con las hojas de las ramas, en una noche en que la luna esté oculta, y ponerlas escondidas” (Paladio, IV,X,18). 

Por otra parte, proporciona una fórmula para un ‘Vino de rosas sin rosas’ (I, III,2): para ello se debe echar en un barril de mosto sin fermentar las hojas verdes de cidro o de limonero [folia citri viridia], colocadas en un capazo de palma y sacarlas a los 40 días. A la hora de usarlo, se añadirá miel et voilà!, un auténtico vino de rosas falsificado. Por cierto, esta receta, que también recoge Paladio, se considera una bebida de tipo medicinal, como todos los vina condita: un brebaje reconstituyente multiusos, así que no nos hemos alejado mucho de las funciones que ya habían señalado Dioscórides, Teofrasto o Plinio.

La única receta culinaria propiamente dicha es un Menú dulce de cidras (Minutal dulce ex citris, Libro IV, III, 5). Para elaborarlo, hay que poner en una cacerola aceite, garum, caldo, puerro, cilantro picado, paletilla de cerdo cocida y pequeñas salchichas troceadas. Durante la cocción, se pica pimienta, comino, cilantro fresco o en grano, ruda fresca y asafétida; se mezcla con vinagre, vino dulce y jugo del caldo. Se añade todo a la cacerola y se deja hervir. Tras la ebullición, se añaden las cidras limpias, cortadas en trozos y cocidas. Se añade pasta de harina desmigajada para dar textura, se espolvorea pimienta y se sirve.


Mausoleo di Santa Costanza. Roma. Detalle.


Producto de élite en la Antigüedad, el citrus (la cidra y el limón) no se implantaría en el Mediterráneo plenamente hasta muchos siglos después, junto a naranjas, limas y pomelos. Habrá que esperar a la conquista islámica y a las rutas comerciales de portugueses y genoveses para conseguir un consumo masivo de cítricos y ser parte del paisaje mediterráneo. 


Prosit!



BIBLIOGRAFÍA:


LAPARS [2016]: I più antichi resti di limone. La scoperta di Alessandra Celant, ricercatrice afferente al LaPArS. 


LANGGUT, Dafna [2017]: The Citrus Route Revealed: From Southeast Asia into the Mediterranean.