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martes, 27 de julio de 2021

IECUR FICATUM, EL ‘FOIE’ DE LA ANTIGÜEDAD

 

A finales de la República Romana, en pleno siglo I aC, mientras la gran mayoría de población de la Urbs se nutría de nabos, coles y gachas de trigo basto, alguien -un ciudadano privilegiado, sin duda- se dedicaba a “inventar” el foie gras. Desde entonces es uno de los productos más espectaculares y controvertidos de todos los tiempos. Sin embargo, la historia del foie es mucho más antigua.


Las primeras noticias sobre este producto nos trasladan a Egipto.  Cuando  los habitantes de las tierras del Nilo cazaban ocas o gansos que se detenían a orillas del río durante el invierno, observaron dos cosas: la primera era que esos animales almacenaban grandes cantidades de grasa en su hígado; la segunda, que ese hígado era más grande, más amarillo y definitivamente más gustoso. Así que aprendieron a criar estos animales y a cebarlos hasta conseguir hipertrofiar su hígado y lograr un manjar delicioso.

Las representaciones de las tumbas han dejado constancia de esta alimentación forzada a base de bolas de grano y agua. Uno de los más famosos es el bajorrelieve procedente de la tumba del oficial Mereruka, en la necrópolis de Saqqara, que perteneció al Imperio Antiguo, más o menos allá por el 2300 aC (imagen de cabecera de este artículo).


Ocas de Meidum. Museo de El Cairo. Pintura mural de la tumba de  Nefermaat.


Grecia también adoptó el sistema de cebado de ocas y gansos, tal como nos dice Ateneo: “Pues que conocían criadores de ocas lo testimonia Cratino” (Deipn.IX 384b), siendo este Cratino un comediógrafo que vivió en el siglo V aC.  Y varios autores nos mencionan el viaje del rey Agesilao II de Esparta a Egipto en el año 361 aC, donde recibió regalos del más alto postín, incluidos terneros y gansos cebados, que debían ser famosos en todo el Mediterráneo. Según cuenta Plutarco (Vida de Agesilao 36), el rey -acompañado de sus 30 consejeros- aceptó de los egipcios la harina, las terneras y los gansos, pero rechazó los pasteles, los postres y los ungüentos. Demasiadas finuras para un espartano.


Y de Grecia llegamos a Roma, donde el éxito de este producto entre las élites fue una auténtica locura. La moda empezó en el siglo I aC, a finales de la República, momento en que la gastronomía se encontraba en pleno auge. Y ya podían ser sagradas las ocas que no se iban a librar del engorde ni de ser servidas en las mesas de los más pudientes, como nos dice Ovidio: “Ni el haber defendido el Capitolio le sirve al ganso para no entregar su hígado en tu bandeja” (fast. I, 453-455). Las aves, antaño intocables por sagradas, ahora van a ser imprescindibles en las mesas elegantes. 


ocas del Templo de Juno Moneta Museo Ostiense

Los agrónomos de la época explican con todo detalle la información relativa a la cría y engorde del ganso y la oca, que en latín se denominan indistintamente con el nombre anser.  


Varrón dice que los criaderos de gansos se denominan chenoboskion, que para algo es una actividad adoptada desde la Magna Grecia (en griego el ganso se denomina chén). Este mismo autor también nos habla de dos terratenientes en concreto, Escipión Metelo y Marco Seyo, que sin duda fueron de los primeros en criar estos animales con fines gastronómicos:

 

Escipión Metelo y Marco Seyo tienen algunas grandes manadas. Seyo (...) adquirió manadas de gansos de tal modo que observó los cinco apartados que referí al hablar de las gallinas. Estos son: de la raza, de la reproducción, de los huevos, de los pollos y de la ceba.” (Varr.III,10,1).


Ambos eran ciudadanos privilegiados, el primero había sido general y cónsul y el segundo un magistrado amigo de Cicerón y partidario de César. Plinio también los menciona como los posibles ‘inventores’ del foie:


Y no sin razón se pregunta uno quién descubrió una cosa tan buena, si Escipión Metelo, un excónsul, o Marco Seyo, un caballero romano de la misma época.” (NH X,52)


El pastorcillo de gansos. Museo del Mosaico. Estambul. 


El proceso para cebar a los animales y conseguir el preciado foie gras nos lo explican varios autores. 


Varrón nos dice que gansos y ocas se debían alimentar abundantemente a base de papillas de harina y agua que se administraban tres veces al día (III,10,7). Columela además explica que hay que limitarles el movimiento, indicando “que no se les deje en libertad para andar de una parte a otra, y estén en un sitio caliente y oscuro, cosas que contribuyen mucho a criar gordura” (VIII,14,11). En dos meses el animal había engordado lo suficiente como para ser sacrificado.

En ese momento se aplicaba un tratamiento extra al hipertrofiado hígado: “una vez arrancado, también se aumenta con leche mezclada con miel(Plinio X,52). Y esta sería la novedad cuya autoría se disputan Escipión Metelo y Marco Seyo. 

Pero las innovaciones no acaban aquí, ya que para conseguir un hígado aún más delicioso se cebaban las aves con higos secos. Este método, que también se aplicaba a las hembras de los cerdos para conseguir el mismo producto, fue cosa de Apicio: “invención de Marco Apicio, engordándolas con higos secos y, cuando están saciadas, se las mata de repente dándoles a beber vino con miel.” (Plinio VIII, 209). 

Y es recogido también por Paladio: “Transcurridos los treinta días, si se les quiere ablandar el hígado, se amasarán en bolas pequeñas higos pasos machacados y macerados en agua, y durante veinte días seguidos se les darán a las ocas.” (Agr. I,30).


Estos hígados sobrealimentados con higos comenzaron a llamarse iecur ficatum, y finalmente solo ficatum, palabra de donde procede el nombre “hígado” en castellano y en el resto de lenguas romances (cat. ‘fetge’, astur. ‘fégadu’, gall. y port. ‘fígado’, it. ‘fegato’, fr. ‘foie’, rum. ‘ficat’).



Oca. Museo Arqueológico Badajoz


En Roma el ficatum fue uno de los platos estrella de los banquetes de lujo. Horacio lo menciona en la famosa cena de Nasidieno, donde los servidores traen “el hígado de una oca blanca cebado con pingües higos” junto a la grulla empanada y la paletilla de liebre (serm.II,8,88). Marcial recalca el enorme tamaño como factor para impresionar bastante a los comensales: “¡Mira qué hinchado está este hígado, es más grande que la propia oca!” (XIII,58).


A menudo aparece en textos de autores satíricos, que lo identifican con cierta decadencia por parte de las élites y los nuevos ricos (como lo era Nasidieno). Juvenal lo sirve en la mesa del tirano Virrón, uno de esos anfitriones maleducados que hace diferencias entre sus invitados ricos y sus clientes más modestos, reservando “el hígado de un enorme ganso” solo para los primeros (Sat.V,114). Para Persio, un heredero derrochador se define por estar “saciado de hígados de oca” (Sat.VI, 71).  Y Estacio, en plena alabanza de una cena sencilla y austera, acabará exclamando: “Desdichados aquellos que disfrutan sabiendo (...) qué oca tiene el hígado más grande” (Silv. IV, 6, 9).  


Piccolo circo. Villa del Casale. Sicilia.


El ficatum, pese a las quejas de los satíricos, fue un producto muy solicitado en Roma y todo aquel que se lo podía permitir lo servía en sus mesas. Nos podemos imaginar que no era barato, y tenemos el precio que se marca en el Edicto de Diocleciano, que data del año 301. Allí se indica que una libra de ficati optimi cuesta 16 denarios, mismo precio que un sextario de garum del bueno, una libra de salchichas de Lucania (con denominación de origen) o una libra de jabalí. Un precio alto que lo aproxima a las ostras, los erizos de mar, las vulvas o las ubres.


Apicio en su famoso recetario incluye dos recetas en las que el ficatum es el protagonista. Se encuentran en el libro VII, Polyteles, dedicado a los platos más suntuosos. La primera consiste en un garum al vino para acompañar el foie (VII,III,1), preparado con pimienta, tomillo, ligústico y aceite, además del vino y del garum. La segunda es una receta de foie asado a la parrilla, bañado en garum y especias (pimienta, ligústico, bayas de laurel) (VII,III,2). Para sostener la pieza durante la cocción Apicio recomienda envolverlo en un redaño, es decir, la membrana de grasa que rodea el estómago del cerdo.


Banquete. "Vino griego". Lawrence Alma Tadema.

Prosit!



jueves, 21 de enero de 2021

LACTUCA

Lechuga. Fuente: https://commons.wikimedia.org/


La lechuga (lactuca) es una planta herbácea que fue muy consumida en la antigüedad. Se cultivaba en todas las huertas y era bastante económica (cinco lechugas de la mejor calidad costaban solo cuatro denarios, según el Edicto de Precios Máximos de Diocleciano), lo cual la convertía en un alimento muy popular. 


Según Varrón, su nombre deriva de ‘lact’, es decir, “leche”, por la savia de apariencia lechosa que contiene su tallo (LL, V,104) y esta etimología también la recogen otros autores, como Isidoro de Sevilla, quien incluye otras opciones: “recibió este nombre porque destaca por la abundancia de leche (lac, lactis); o bien porque aumenta la leche de las mujeres que están amamantando” (XVII,10,11).


De la lechuga se conocían diversas variedades. De entre las cultivadas, Columela menciona cinco tipos: la que tiene la hoja oscura y purpúrea, la Ceciliana (verde y crespa), la de Capadocia (hoja pálida, peinada y espesa), la Gaditana (que es blanca) y la de Chipre (blanca que tira a roja con las hojas lisas y muy tiernas) (RR XI,3,26-27). Plinio amplía la clasificación: las purpúreas, las rizadas, las griegas, las blancas, las de Laconia, las llamadas ‘meconis’… (NH XIX,126). Y por supuesto se distinguían las lechugas cultivadas de las silvestres, que recibían nombres como ‘caprina, agrestis, montana, marina…’ según el lugar donde crecían (Plin.XIX, 138), y que Isidoro llama ‘serralia’. 


Vendedor verdura. Ostia Antica 

Esta verdura era muy popular en las mesas de los campesinos, por lo que no era un manjar destinado normalmente a las élites. Como los ajos, las cebollas y los puerros, las lechugas eran alimentos populares que no solían quedar bien en los banquetes elegantes. No es que no fueran apreciadas, es que eran demasiado comunes. Si encima se servían crudas, pues aún peor, ya que los alimentos crudos no son precisamente lo que más apreciaba el paladar romano.


Algunos autores las mencionan dentro de sus menús, como Marcial o Plinio el Joven. Pero son autores que defienden la austeridad, que adoptan la pose de quien no tiene recursos y que incluso están siendo irónicos. Son autores que pertenecen a la élite intelectual, y que valoran más los alimentos sencillos propios de su huerta que los más exquisitos manjares llegados de todos los puntos del imperio. Así, la lechuga aparece a menudo en el tópico literario de la invitación a cenar, tópico que ensalza la buena conversación y la amistad por encima del rango de los alimentos servidos. Por ello aparece en el menú de Plinio, junto a los huevos, las aceitunas, las remolachas, las calabazas y las cebollas, por oposición a las ostras, los erizos de mar y los vientres de cerda que ha preferido su amigo. Y Marcial las sirve junto a puerros, huevos, berzas, habas, malvas, cabrito, tocino… nada que ver con lenguas de flamenco o salmonetes gigantescos. Otros ‘personajes’ menos ‘intelectuales’ también servían lechugas en sus banquetes, pero con un resultado bastante diferente. Por ejemplo, el emperador Pértinax, quien, siendo aún ciudadano particular “solía ofrecer en sus convites medias lechugas y cardos” porque era una persona que “se comportaba con descortesía y rayano a la mezquindad” (HA, Pertinax 12). Imperdonable. Y, de hecho, el mismo Marcial que tanto alaba a las humildes lactucae acaba diciendo en otro epigrama: “Cuando tenga yo una lustrosa tórtola, lechuga, recibirás el adiós” (XIII,53), que viene a ser toda una declaración de principios. 


Escena de banquete Museo Arqueológico Nacional de Nápoles

La lechuga se apreciaba sobre todo por sus propiedades digestivas y laxantes, para lo cual era imprescindible tomarla cruda, en ensalada. Según la ciencia médica de la antigüedad, quitaba la pesadez de estómago y abría el apetito: “De entrada se te servirá lechuga, útil para mover el vientre”, leemos en Marcial (XI,52). Por eso al principio se servía al finalizar las comidas, justo para favorecer la digestión de estas. Aunque poco después se empezó a servir en los entrantes, quizá para facilitar digestiones anteriores, quizá para abrir el apetito y actuar preventivamente. “La lechuga que solía cerrar las cenas de nuestros abuelos, dime, ¿por qué nuestras comidas las abre ella?” se pregunta Marcial, perplejo ante cambios tan caprichosos (XIII,14).

Eso sí, para que hiciera su efecto debía condimentarse debidamente. Para ello se preparaban diversas salsas a base de vinagre y garum, que a su vez también contaban con propiedades digestivas. Apicio en su famoso recetario las explica con bastante más detalle de lo normal, como si fueran una fórmula magistral de boticario. Una de ellas es el oxygarum, de la que nos da dos recetas. En las dos aparecen una serie de especias (pimienta, séseli, cardamomo, comino, nardo, menta, perejil, alcaravea o ligústico) que se deben triturar y cubrir con miel, y en las dos se indica que en el momento de usarse como aliño se deben mezclar con garum y vinagre (Apic. I, XX,1,2). La otra fórmula es el oxyporium (Apic. I,XVIII), una salsa de vinagre que contiene también comino, jengibre, ruda, dátiles, pimienta y miel. Este aliño de ensaladas es ideal “para favorecer la digestión y combatir la hinchazón de estómago” (III, XVIII,3).

Pero también nos dice que simplemente se pueden aliñar con garum, con miel y vinagre o bien con embamma, un preparado a base de mosto y vinagre, en el que también  puede haber menta y mostaza (Apic. III, XVIII). 


Además, la lechuga era muy refrescante, sobre todo en verano, y el troncho (thyrsum) era famoso por quitar la sed, puesto que es una verdura muy rica en agua.  A propósito, Suetonio explica que el emperador Augusto prefería comer un troncho de lechuga en lugar de beber agua (Aug.77). El emperador adoraba las lechugas, sobre todo desde que le salvaron de una penosa enfermedad gracias a la dieta estricta a la que le sometió su médico, un griego llamado Musa, tal como explica Plinio (NH XIX,128).


Otra de las virtudes de la lactuca era su capacidad para inducir el sueño. Ateneo y Dioscórides aseguran sus propiedades somníferas y Plinio indica que es la lechuga blanca llamada ‘meconis’ (μηκωνις) la más abundante en savia soporífera, aunque reconoce que todas ayudan a dormir. Y hasta Galeno de Pérgamo reconoce en su ‘De alimentorum facultatibus’ que el único sistema que le ha funcionado para combatir el insomnio es tomar lechuga antes de ir a dormir.


Las lechugas también servían para calmar el deseo sexual. Por su naturaleza ‘fría’ eran consideradas un anafrodisíaco. Ateneo de Naucratis da una explicación: cuando Adonis fue perseguido por el jabalí, se escondió entre unas lechugas que los chipriotas llaman brénthis. Como el escondite no lo salvó de la muerte, la diosa Afrodita, rota de dolor, maldijo a las lechugas para siempre (Deip, II,69b-c). Desde entonces, “están sin fuerzas para los placeres amorosos quienes toman lechuga con frecuencia” (Deipn. II,69c). 


Venus llorando a Adonis (The Awekening of Adonis,
John William Waterhouse)

En efecto, según el médico Dioscórides, la infusión de semillas de lechuga “socorre a quienes tienen poluciones con frecuencia durante el sueño y refrena el apetito sexual” (MM II,136). Y el mismo Ateneo nos explica que existe una lechuga cultivada, “de hojas anchas, larga y sin tronco”, que es llamada por los pitagóricos “eunuco” y por las mujeres “astýtis”, y que “hace languidecer el deseo sexual”, aunque también puntualiza: “es la mejor para comer” (Deipn.II, 69e). Información que también corrobora Plinio (XIX,127).

Las poco lujuriosas lechugas también provocaban la menstruación y favorecían la subida de leche de las mujeres que estaban amamantando (recordemos la etimología de Isidoro), por lo que no las hacía aptas para una ‘noche de amor’, y de hecho Plutarco en sus ‘Charlas de sobremesa’ sentencia: “las mujeres no comen el cogollo de la lechuga” (Moralia IV,672c).


Pero la lista de virtudes terapéuticas de las lechugas no acaba aquí. Según Teofrasto y Dioscórides, elimina la hidropesía o retención de líquidos, sana las afecciones de la vista (cataratas, manchas de la córnea y úlceras de los ojos incluídas), cura las quemaduras y ejerce de antídoto contra las picaduras de alacrán y las mordeduras de tarántulas.


Como era de esperar, una verdura tan saludable y tan refrescante estaba muy bien valorada, y la consumía todo el mundo, aunque solo fuera para evitar empachos. Tan comunes eran, que hasta la gens Valeria recibía el apelativo de “Lactucinos”, recuerdo de un período anterior, mucho más austero y vegetariano (Plinio XIX,59).


Como eran tan apreciadas, se ponían también en conserva para disponer de ellas todo el año. Según Plinio, se conservaban en oxymeli, es decir, una mezcla de vinagre y miel (XIX,128), y Columela da toda una receta para encurtir los tronchos, para lo cual utiliza vinagre y salmuera (RR XII,9).


Además de comerlas crudas, en ensalada, se podían consumir cocinadas. Apicio propone una especie de puré de hojas de lechuga y cebolla (III, XV,3) y también una patina de tronchos de lechuga -hervidos con garum, caroeno, pimienta, aceite y agua-, los cuales se  mezclan con huevo y se hornean (IV,II,3).


Patina de lactucis según Apicio. Foto: @Abemvs_incena



Buen provecho!


domingo, 25 de octubre de 2020

LAS CASTAÑAS EN LAS MESAS ROMANAS

No se conoce con exactitud el origen del castaño, un árbol de la familia de las fagáceas, resistente y longevo, con un fruto alojado en una cápsula espinosa que no siempre fue apreciado: la castaña.


Aunque no queda claro, se cree que procede de Asia Menor, donde fue conocido por los griegos en el siglo V aC. De hecho, esta creencia se apoya en una cita del historiador Jenofonte, que vivió a caballo de los siglos V y IV aC,  y que narra la expedición militar de los griegos contra los persas. Uno de los episodios narrados, el asalto al pueblo de los mosinecos, es el que sitúa las castañas en tierras de Asia Menor: “En los graneros había muchas nueces lisas sin ninguna hendidura. Este era su alimento principal, que hervían y cocían como pan” (Anáb. V 4, 29). Estas “nueces lisas” son las castañas, que aún no tienen ni nombre. Los mosinecos, pueblo bárbaro al fin y al cabo, no se alimentan de trigo, porque no son civilizados como los griegos. En su lugar, comen pan hecho con castañas cocidas. Y por cierto, condimentan con grasa de delfín en lugar de aceite, por si a alguien le interesa (siempre según Jenofonte, claro). No se puede ser más bárbaro.


Mapa  donde aparece la ubicación de los mosinecos
Fuente: Wikipedia.org


Tradicionalmente, siempre se ha considerado que desde Grecia, el castaño pasaría a Italia y posteriormente a Hispania y las Galias. Sin embargo, diferentes estudios palinológicos parecen insinuar que los castaños ya existían en Italia o Hispania desde mucho antes, con lo que no queda en absoluto clara esta ‘trayectoria’ desde Asia Menor.

Sin embargo, sí se puede afirmar que en el siglo IV aC el castaño y su fruto eran conocidos entre los griegos, porque varios autores, como Hipócrates o Teofrasto, los mencionan destacando aspectos como el uso de la leña y la corteza, los valores nutritivos del fruto, o los valores medicinales de flores y hojas.


Eso sí, en los textos de los autores griegos y romanos no hay consenso a la hora de designar este fruto: Ateneo indica que se les llama ‘nueces de Eubea’ o ‘bellotas de Sardes’; Macrobio nos dice que también reciben el nombre de ‘nueces de Heraclea’ o ‘nuez del Ponto’ y Plinio el Viejo nos menciona también una ‘bellota de Zeus’. Y por supuesto, en los textos latinos encontramos también el nombre con el que pasarán a la posteridad: castanea.


Castanea Sativa
Fuente: Wikipedia.org

Para los autores romanos, la castaña era un fruto modesto y poco valorado. Plinio la califica de ‘vilissima’ (NH XV,92) y la considera bastante parecida a la bellota. De los ocho tipos que menciona solo algunos son comestibles, mientras que el resto son tan incomibles -por amargos e indigestos- que “se destinan al forraje de los cerdos“ (NH XV,94). El uso como pienso para los cerdos también lo menciona Paladio, escritor y agrónomo bastante posterior a Plinio, pero solo cuando el alimento escasea durante el invierno, momento en que a los cerdos hay que darles “bellotas, castañas y las sobras que no valgan de los demás frutos” (III, XXVI,3).

 

Otros autores, como Varrón y Columela, mencionan su uso como soporte para aguantar las vides más altas, lo mismo que los robles y los olmos. Varrón explica también que las castañas se usaban para cebar a los lirones, que se criaban en tinajas (gliraria) donde los animalillos apenas tenían margen de movimientos. Tal como nos dice el autor, “en estas tinajas se echan bellotas, nueces o castañas. Cuando se coloca la tapadera en la tinaja, engordan en la oscuridad” (Varro, RR 3.15.2)


Títiro y Melibeo. Imagen del Codex Vergilius Romanus.
Biblioteca Apostólica Vaticana.


Las mejoras en el cultivo de los castaños favorecieron la aparición de nuevas variedades del fruto mucho más amables al paladar. Pero aun así las castañas siempre mantuvieron el estatus de comida humilde y pobre. Virgilio las menciona en sus Bucólicas, en las palabras del relamido pastor Títiro: “Tenemos frutas maduras, castañas tiernas y abundante queso” (Ecl.I,82), inaugurando esa imagen de comida básica, frugal y perfecta propia de la Edad de Oro. Las castañas son también fruto preferido de su amada Amarilis, no faltaba más (Ecl.II,52). Por cierto, la combinación de castañas y queso fresco se mantiene hoy día, y prueba de ello son algunas elaboraciones tradicionales como los necci italianos, unas tortitas de harina de castañas que se rellenan de ricotta y se enrollan como si fueran canelones.


Necci con la ricotta. foto: @Abemvs_incena


Ovidio en sus consejos para ligar (Ars Amandi) dice que es ideal regalar a la amada unos presentes modestos, por ejemplo un canastillo con los dones del campo diciendo que proceden de un huerto vecino a la ciudad, aunque en realidad procedan del mercado de la Vía Sacra, señal de que se vendían allí. En concreto menciona que se regale “la cesta de uvas o las castañas tan apetecidas por Amarilis” (II,267). 

Como regalo queda muy bien, pero es mejor -también lo comenta Ovidio- completarlo con algo más sustancioso, como una docena de tordos o un par de palomas (II,269), porque las mujeres reales no tienen el paladar de la requeteperfecta Amarilis.


'O castagnaro. Vendedor de castañas en la actual Nápoles. Fuente: www.vesuviolive.it


Las castañas se comían asadas, que es como están mejor, y las más apreciadas eran las de Tarento y las de Nápoles. Se podían servir en los postres, junto a otras frutas, como nos cuenta el poeta Marcial en la humilde cena que ofrece a su amigo Toranio: “Si quieres regalarte con los postres, se te presentarán uvas pasas, y peras que llevan el nombre de los sirios, y castañas asadas a fuego lento que produjo la docta Nápoles” (V,78).


Las castañas también se podían reducir a harina y usarse para elaborar panes o tortas. De hecho, Plinio menciona que las castañas “también se muelen proporcionando una especie de pan para el ayuno de las mujeres” (XV,93). Se refiere aquí a las fiestas de Ceres o Deméter, que se celebraban según el rito griego de los misterios y en las que participaban exclusivamente matronas romanas. Durante los días que duraba esta celebración -el sacrum anniversarium Cereris- las participantes debían abstenerse de relaciones sexuales, y tenían prohibidas las libaciones con vino y el consumo del pan de trigo. Por ello recurrían al pan de castañas.

 

Las castañas también se podían incorporar a guisos o sopas, tal como nos demuestra Apicio. Este autor las menciona tan solo una vez en su libro, en el capítulo dedicado a las legumbres y gachas, ya que las castañas no gozaban de una gran reputación, siempre asociadas a cierto consumo de supervivencia. Demasiado humildes para el recetario de Apicio. Pero aún así aparecen, porque eran un fruto muy común y relativamente asequible (según el Edicto de Precios, cien castañas costaban solo cuatro denarios). La receta en cuestión se llama ‘Lenticulam de castaneis’ y en ella se prepara un guiso o potaje de lentejas en el que se añaden las castañas previamente cocidas y trituradas en el mortero (Libro V, II 2). 

 

LENTEJAS CON CASTAÑAS

 

Preparar una cazuela y echar en ella castañas cuidadosamente limpiadas. Añadir agua y un poco de carbonato sódico, y dejar hervir. Durante su cocción, machacar en un mortero pimienta, comino, coliandro en grano, menta, ruda, raíz de benjuí, poleo, picarlo bien, rociar con garum, vinagre y miel, macerar con vinagre y echarlo encima de las castañas cocidas. Añadir aceite y dejar hervir. Cuando esté, machacarlo en el mortero. Catar; si está falto de algo, arreglarlo. Servirlo en una fuente, rociando con aceite verde”.

 

Lenticulam de castaneis.
Versión del Restaurant  Cocvla para Tarraco Viva 2011 foto: @Abemvs_incena


Prosit!