Lechuga. Fuente: https://commons.wikimedia.org/ |
La lechuga (lactuca) es una planta herbácea que fue muy consumida en la antigüedad. Se cultivaba en todas las huertas y era bastante económica (cinco lechugas de la mejor calidad costaban solo cuatro denarios, según el Edicto de Precios Máximos de Diocleciano), lo cual la convertía en un alimento muy popular.
Según Varrón, su nombre deriva de ‘lact’, es decir, “leche”, por la savia de apariencia lechosa que contiene su tallo (LL, V,104) y esta etimología también la recogen otros autores, como Isidoro de Sevilla, quien incluye otras opciones: “recibió este nombre porque destaca por la abundancia de leche (lac, lactis); o bien porque aumenta la leche de las mujeres que están amamantando” (XVII,10,11).
De la lechuga se conocían diversas variedades. De entre las cultivadas, Columela menciona cinco tipos: la que tiene la hoja oscura y purpúrea, la Ceciliana (verde y crespa), la de Capadocia (hoja pálida, peinada y espesa), la Gaditana (que es blanca) y la de Chipre (blanca que tira a roja con las hojas lisas y muy tiernas) (RR XI,3,26-27). Plinio amplía la clasificación: las purpúreas, las rizadas, las griegas, las blancas, las de Laconia, las llamadas ‘meconis’… (NH XIX,126). Y por supuesto se distinguían las lechugas cultivadas de las silvestres, que recibían nombres como ‘caprina, agrestis, montana, marina…’ según el lugar donde crecían (Plin.XIX, 138), y que Isidoro llama ‘serralia’.
Esta verdura era muy popular en las mesas de los campesinos, por lo que no era un manjar destinado normalmente a las élites. Como los ajos, las cebollas y los puerros, las lechugas eran alimentos populares que no solían quedar bien en los banquetes elegantes. No es que no fueran apreciadas, es que eran demasiado comunes. Si encima se servían crudas, pues aún peor, ya que los alimentos crudos no son precisamente lo que más apreciaba el paladar romano.
Algunos autores las mencionan dentro de sus menús, como Marcial o Plinio el Joven. Pero son autores que defienden la austeridad, que adoptan la pose de quien no tiene recursos y que incluso están siendo irónicos. Son autores que pertenecen a la élite intelectual, y que valoran más los alimentos sencillos propios de su huerta que los más exquisitos manjares llegados de todos los puntos del imperio. Así, la lechuga aparece a menudo en el tópico literario de la invitación a cenar, tópico que ensalza la buena conversación y la amistad por encima del rango de los alimentos servidos. Por ello aparece en el menú de Plinio, junto a los huevos, las aceitunas, las remolachas, las calabazas y las cebollas, por oposición a las ostras, los erizos de mar y los vientres de cerda que ha preferido su amigo. Y Marcial las sirve junto a puerros, huevos, berzas, habas, malvas, cabrito, tocino… nada que ver con lenguas de flamenco o salmonetes gigantescos. Otros ‘personajes’ menos ‘intelectuales’ también servían lechugas en sus banquetes, pero con un resultado bastante diferente. Por ejemplo, el emperador Pértinax, quien, siendo aún ciudadano particular “solía ofrecer en sus convites medias lechugas y cardos” porque era una persona que “se comportaba con descortesía y rayano a la mezquindad” (HA, Pertinax 12). Imperdonable. Y, de hecho, el mismo Marcial que tanto alaba a las humildes lactucae acaba diciendo en otro epigrama: “Cuando tenga yo una lustrosa tórtola, lechuga, recibirás el adiós” (XIII,53), que viene a ser toda una declaración de principios.
La lechuga se apreciaba sobre todo por sus propiedades digestivas y laxantes, para lo cual era imprescindible tomarla cruda, en ensalada. Según la ciencia médica de la antigüedad, quitaba la pesadez de estómago y abría el apetito: “De entrada se te servirá lechuga, útil para mover el vientre”, leemos en Marcial (XI,52). Por eso al principio se servía al finalizar las comidas, justo para favorecer la digestión de estas. Aunque poco después se empezó a servir en los entrantes, quizá para facilitar digestiones anteriores, quizá para abrir el apetito y actuar preventivamente. “La lechuga que solía cerrar las cenas de nuestros abuelos, dime, ¿por qué nuestras comidas las abre ella?” se pregunta Marcial, perplejo ante cambios tan caprichosos (XIII,14).
Eso sí, para que hiciera su efecto debía condimentarse debidamente. Para ello se preparaban diversas salsas a base de vinagre y garum, que a su vez también contaban con propiedades digestivas. Apicio en su famoso recetario las explica con bastante más detalle de lo normal, como si fueran una fórmula magistral de boticario. Una de ellas es el oxygarum, de la que nos da dos recetas. En las dos aparecen una serie de especias (pimienta, séseli, cardamomo, comino, nardo, menta, perejil, alcaravea o ligústico) que se deben triturar y cubrir con miel, y en las dos se indica que en el momento de usarse como aliño se deben mezclar con garum y vinagre (Apic. I, XX,1,2). La otra fórmula es el oxyporium (Apic. I,XVIII), una salsa de vinagre que contiene también comino, jengibre, ruda, dátiles, pimienta y miel. Este aliño de ensaladas es ideal “para favorecer la digestión y combatir la hinchazón de estómago” (III, XVIII,3).
Pero también nos dice que simplemente se pueden aliñar con garum, con miel y vinagre o bien con embamma, un preparado a base de mosto y vinagre, en el que también puede haber menta y mostaza (Apic. III, XVIII).
Además, la lechuga era muy refrescante, sobre todo en verano, y el troncho (thyrsum) era famoso por quitar la sed, puesto que es una verdura muy rica en agua. A propósito, Suetonio explica que el emperador Augusto prefería comer un troncho de lechuga en lugar de beber agua (Aug.77). El emperador adoraba las lechugas, sobre todo desde que le salvaron de una penosa enfermedad gracias a la dieta estricta a la que le sometió su médico, un griego llamado Musa, tal como explica Plinio (NH XIX,128).
Otra de las virtudes de la lactuca era su capacidad para inducir el sueño. Ateneo y Dioscórides aseguran sus propiedades somníferas y Plinio indica que es la lechuga blanca llamada ‘meconis’ (μηκωνις) la más abundante en savia soporífera, aunque reconoce que todas ayudan a dormir. Y hasta Galeno de Pérgamo reconoce en su ‘De alimentorum facultatibus’ que el único sistema que le ha funcionado para combatir el insomnio es tomar lechuga antes de ir a dormir.
Las lechugas también servían para calmar el deseo sexual. Por su naturaleza ‘fría’ eran consideradas un anafrodisíaco. Ateneo de Naucratis da una explicación: cuando Adonis fue perseguido por el jabalí, se escondió entre unas lechugas que los chipriotas llaman brénthis. Como el escondite no lo salvó de la muerte, la diosa Afrodita, rota de dolor, maldijo a las lechugas para siempre (Deip, II,69b-c). Desde entonces, “están sin fuerzas para los placeres amorosos quienes toman lechuga con frecuencia” (Deipn. II,69c).
Venus llorando a Adonis (The Awekening of Adonis, John William Waterhouse) |
En efecto, según el médico Dioscórides, la infusión de semillas de lechuga “socorre a quienes tienen poluciones con frecuencia durante el sueño y refrena el apetito sexual” (MM II,136). Y el mismo Ateneo nos explica que existe una lechuga cultivada, “de hojas anchas, larga y sin tronco”, que es llamada por los pitagóricos “eunuco” y por las mujeres “astýtis”, y que “hace languidecer el deseo sexual”, aunque también puntualiza: “es la mejor para comer” (Deipn.II, 69e). Información que también corrobora Plinio (XIX,127).
Las poco lujuriosas lechugas también provocaban la menstruación y favorecían la subida de leche de las mujeres que estaban amamantando (recordemos la etimología de Isidoro), por lo que no las hacía aptas para una ‘noche de amor’, y de hecho Plutarco en sus ‘Charlas de sobremesa’ sentencia: “las mujeres no comen el cogollo de la lechuga” (Moralia IV,672c).
Pero la lista de virtudes terapéuticas de las lechugas no acaba aquí. Según Teofrasto y Dioscórides, elimina la hidropesía o retención de líquidos, sana las afecciones de la vista (cataratas, manchas de la córnea y úlceras de los ojos incluídas), cura las quemaduras y ejerce de antídoto contra las picaduras de alacrán y las mordeduras de tarántulas.
Como era de esperar, una verdura tan saludable y tan refrescante estaba muy bien valorada, y la consumía todo el mundo, aunque solo fuera para evitar empachos. Tan comunes eran, que hasta la gens Valeria recibía el apelativo de “Lactucinos”, recuerdo de un período anterior, mucho más austero y vegetariano (Plinio XIX,59).
Como eran tan apreciadas, se ponían también en conserva para disponer de ellas todo el año. Según Plinio, se conservaban en oxymeli, es decir, una mezcla de vinagre y miel (XIX,128), y Columela da toda una receta para encurtir los tronchos, para lo cual utiliza vinagre y salmuera (RR XII,9).
Además de comerlas crudas, en ensalada, se podían consumir cocinadas. Apicio propone una especie de puré de hojas de lechuga y cebolla (III, XV,3) y también una patina de tronchos de lechuga -hervidos con garum, caroeno, pimienta, aceite y agua-, los cuales se mezclan con huevo y se hornean (IV,II,3).
Buen provecho!
gran entrada...
ResponderEliminarMuchas gracias.
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