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sábado, 4 de diciembre de 2021

SIBARITAS vs. ESPARTANOS (I): EL MITO DE SÍBARIS

Escena de simposio. Tumba del nadador. Paestum.

Según la RAE, el adjetivo “sibarita” en su primera acepción se aplica a una persona “que se trata con mucho regalo y refinamiento”. Es sinónimo de exquisito, refinado, comodón, voluptuoso, gourmet, elegante, epicúreo, sensual, hedonista, delicado y snob. Todo el  mundo ha utilizado alguna vez este término, y todo el mundo conoce vagamente la procedencia del mismo: la ciudad de Síbaris, que aparece en el imaginario popular como lo más de la elegancia, la finura y la pomposidad.


La información principal que nos ha llegado sobre Síbaris y los sibaritas procede de unos pocos textos escritos, que corresponden básicamente a los historiadores Heródoto,  Diodoro Sículo y Estrabón, al retórico Claudio Eliano y, sobre todo, al retórico y gramático  Ateneo de Náucratis. Pertenecen a épocas diferentes  y más o menos recogen todos la misma información, ya que parten de las mismas fuentes.

En total, un pequeño repertorio de textos que básicamente insisten en un aspecto: la vida regalada y lujosa de los que vivían en esa región. Estos autores utilizan la palabra “molicie” para definir a los sibaritas y su estilo de vida, insistiendo con todas sus fuerzas en que esa actitud finalmente supuso su destrucción. Es decir, se utiliza el término “sibarita” para expresar un mensaje moral: la civilización que se deja llevar por el placer extremo y por el dolce far niente recibe un castigo. 


Por tanto, hay que tener en cuenta esta moralina a la hora de leer los textos clásicos, y descifrar cuánto puede haber de verdad y de mito en ellos. 


Copa de Dionosos.  Staatliche Antikensammlungen. Múnich


Síbaris fue fundada por aqueos y trecenios hacia el 720 aC. Se situaron en el golfo de Tarento, en el mar Jonio, en lo que es la actual Calabria. Junto a Siracusa, Agrigento y Crotona, sería una de las primeras colonias de lo que más tarde se conocería como la Magna Grecia. En el nuevo emplazamiento, los colonos encontraron a su alcance todos los recursos naturales para poder explotar la agricultura, la pesca y el comercio. Y poco a poco florecieron y se enriquecieron, se expandieron fundando sus propias colonias -como Posidonia-, invadieron otras polis para ocupar sus territorios, tuvieron tratos con los jonios de Mileto y con Etruria -establecida ya en la Campania-  y finalmente entraron en guerra contra Crotona -también fundada por aqueos y anterior aliada- que los aniquiló en el año 510 aC. 


Como ya he dicho, los textos insisten mucho en el gusto por el lujo y la voluptuosidad, expresados a través de una colección de datos y anécdotas. De todos los autores, Ateneo es quien abunda más en detalles (Deipn.XII,518-521). Por ejemplo, nos explica que vestían con mantos hechos de lana de Mileto, muy apreciada en la Antigüedad; que los jóvenes pasaban los veranos divirtiéndose en los baños de las Ninfas Lusíadas; que iban a todas partes con sus perritos malteses, incluso a los gimnasios; que habían prohibido en la ciudad cualquier actividad que produjera ruido para poder dormir del tirón, o que utilizaban esclavos encadenados en los baños públicos para evitar que fuesen demasiado rápido al echar el agua caliente y uno se escaldase la piel. 


Los textos a menudo nos hablan de anécdotas basadas en este tópico, que suelen empezar con fórmulas como “se dice de un sibarita…”. Y así conocemos al sibarita que fue de visita a Esparta y, tras comer con ellos, entendió por qué no le tenían miedo a la muerte, pues es mejor morir que alimentarse con el caldo negro. O al que casi se hernia viendo a unos obreros trabajando. O al pedagogo que castigó con saña a su discípulo porque había recogido un higo seco del suelo. Incluso tenemos el nombre de un sibarita famoso, un tal Esmindírides -que nombran casi todos los autores- paradigma del lujo y la decadencia, capaz de estar veinte años sin ver salir o ponerse el sol -porque se pasaba las noches de juerga y dormía de día-, que no pegaba ojo si los pétalos de rosa sobre los que dormía se arrugaban y que  al irse de viaje a Sición “se llevó consigo como signo de ostentación y lujo, mil sirvientes, pescadores, pajareros y cocineros” (Ath.VI,273C).


De entre todos los detalles para expresar la molicie de los sibaritas, los que más destacan son los relacionados con temas gastronómicos, como los mil cocineros que se llevó Esmindírides. 

Tal como nos dice Diodoro Sículo, eran “esclavos de su estómago y amantes del lujo” (VII,18,1), por lo que dedicaban buena parte de su existencia a los placeres de la mesa. Según Ateneo de Náucratis, la prosperidad en la que vivían tenía su origen en la propia región, bendecida por un mar abundante y unas tierras fértiles, que producían todo tipo de recursos suficientes para autoabastecerse y para comerciar con otras ciudades de la península y del Mediterráneo.  La campiña era próspera en viñedos y transportaban el vino en canales hacia las bodegas situadas cerca del mar, desde donde se distribuía a todos los puntos de venta. 

Eran tan epicúreos que premiaban sin pagar impuestos a quienes trabajaban o mercadeaban con determinados productos de lujo, como las anguilas o la púrpura marina. 


Platos de pescado del área de Paestum. Fotografía de la exposición "Alle origini del gusto. Il Cibo a Pompei e nell'Italia antica". Asti, Palazzo Mazzetti, 2015

Ateneo nos habla también de los banquetes públicos, un ritual cívico y una institución clave para la cultura griega. Los banquetes públicos consisten en una comida en común que reúne a una parte de la comunidad (o toda), y que establece un vínculo entre la comensalidad y las estructuras de poder de la ciudad. Así, normalmente los más poderosos son los que dirigen la política y también los que sufragan los gastos del banquete. En el caso de Síbaris, estos anfitriones públicos son aplaudidos por toda la comunidad, aunque no por sus valores cívicos, sino simplemente porque pagan comidas carísimas: “a quienes se distinguen brillantemente por su liberalidad los honran con coronas de oro, y hacen pregonar sus nombres en los sacrificios públicos y las competiciones, proclamando, no su buena disposición, sino el dinero que dedican a sufragar los banquetes” (Ath.XII,519DE). El texto de Ateneo pone de manifiesto los defectos de la sociedad de Síbaris a través de su manera de celebrar las comidas en común, que peca de excesivamente lujosa, de decadente y de soberbia. Para empezar se saltan algunas normas establecidas para todos los griegos, como es la presencia de las mujeres. Ateneo nos dice que se promulgó una ley para invitar específicamente a las mujeres a los banquetes públicos, mientras que en el resto de la Hélade el banquete está reservado exclusivamente a los ciudadanos varones. Este detalle, que ahora nos puede parecer muy inclusivo por parte de Síbaris, en la Antigüedad representaba una ruptura con el equilibrio de las estructuras sociales y políticas validado además a través de una ley votada en asamblea. 

Otros detalles relativos a los banquetes insisten en ese lujo excesivo que acaba llevando a un pueblo a la perdición. Por ejemplo, se dedicaba un año entero a la preparación de los vestidos y los adornos adecuados para la ocasión, y durante la comida se podía hacer uso de un invento creado en Síbaris para no tener que abandonar el klinē en toda la comida: el orinal. Además, se podía disfrutar del baile de los caballos, que habían sido adiestrados para danzar al son del aulós. Este detalle, por cierto, sería aprovechado por los enemigos para manipular el comportamiento de los animales durante la guerra. Sí, en plena batalla, los crotoniatas entonaron la melodía del baile y los caballos no solo se pusieron a danzar, sino que además se pasaron al bando de los enemigos, llevando en la grupa a sus jinetes.


Detalle de músico tocando el aulós. Tumba del Nadador. Paestum


Por otra parte, durante los banquetes públicos se honraba particularmente la figura del cocinero. Igual que pasaba con el evergeta que había sido muy espléndido, también se coronaba a los cocineros que habían preparado los mejores platos. Y además se estimulaba la creatividad de estos a la vez que se protegían los derechos de autor: “si algún experto culinario o cocinero descubría algún manjar particular y sofisticado, no se concedía permiso para que lo utilizase otro que no fuese el propio inventor hasta transcurrido un año, de manera que durante ese tiempo el inventor original tuviese también la exclusiva de su preparación, con el fin de que los demás, esforzándose, se superasen a sí mismos con otros platos del mismo tipo” (Ath.XII,521D). ¿Molicie y decadencia o respeto por el trabajo y la creatividad? Pues depende.


Todos estos datos apuntan a un final previsible: la destrucción de la ciudad a manos de sus enemigos, en este caso los habitantes de Crotona en el 510 aC. ¿Por qué? Los textos están llenos de sentencias del tipo: “a causa de su vida de lujos y de su soberbia” (Estrabón) o “su gusto por el lujo excesivo” (Claudio Eliano), añadiendo además que no hicieron caso de las señales de perdición, como las palabras del oráculo (Ateneo).



Todos estos textos nos presentan una información bastante subjetiva. El hecho de ser una de las colonias más antiguas y de haber sido destruida por sus enemigos forjó el mito de la ciudad extremadamente próspera que finalmente fue víctima de su actitud ‘relajada’ ante la vida. Ya en época clásica se conforma esta imagen, que coincide con la de otros pueblos marcados también por el “estigma” de la vida fácil y regalada, como los sicilianos, los tarentinos, los persas, los lidios, los jonios o los etruscos. La vida lujosa se impregna de connotaciones negativas: son ciudades débiles, con malos gobernantes, que sirven para oponer la decadencia al modelo ideal de Grecia. Síbaris formaba parte de las colonias griegas occidentales, cuyo máximo esplendor llegaría en la época clásica, marcada en la Grecia continental por un modelo frugal más ‘espartano’. Para entonces Síbaris ya había sido destruida: el mito estaba servido.

Escena de simposio. Museo Arqueológico Nacional. Madrid.


miércoles, 18 de julio de 2018

BRASSICA RAPA Y EL MITO DE LA FRUGALITAS ROMANA

Uno de los productos que se hallaban en la base de la alimentación romana eran los nabos. Esta hortaliza, la Brassica rapa, se conoce como nabo, naba, raba, colza o berza, y está emparentada con las mostazas y también con los rábanos, con los que a menudo se los confunde en los textos.

Eran económicos y nutritivos y según Plinio el Viejo, constituían el tercer producto en orden de importancia, justo detrás del trigo y las habas (Plin. NH XVIII,126). Eran de gran utilidad, pues se aguantaban bien hasta la cosecha siguiente y por tanto servían para mantener alejado el fantasma del hambre entre los campesinos y las clases más populares. Se cultivaban fácilmente, servían también para alimentar a los bueyes y se podían consumir no sólo las raíces sino también las hojas y hasta los brotes (Plin.NH XVIII,127).
Los nabos, nabas y rábanos son, pues, un producto emblemático propio de un pueblo que ensalzaba la agricultura como una de las más nobles actividades.

Los nabos son el símbolo de la frugalidad romana por excelencia. Representan los viejos tiempos en los que Roma no estaba corrompida por las costumbres decadentes de los pueblos orientalizantes, cuando los hombres eran duros y resistentes y se conformaban con los alimentos más básicos de su propio huerto. Esa imagen de frugalidad y perfección moral se fragua aproximadamente en el siglo II aC. Es este un momento fundamental: tras las conquistas del Mediterráneo oriental se inicia el esplendor de Roma, pero también el contacto con otras culturas promoviendo un proceso de asimilación y un cambio de paradigma. Roma ya no es un pueblo de pastores y agricultores, Roma es una potencia que ve cambiar su política exterior, que es testigo de intercambios comerciales y de influencias orientales de todo tipo, que asiste al enriquecimiento progresivo de las clases altas y que se va convirtiendo, paso a paso, en un imperio.

En este preciso momento se fragua el mito de la frugalidad ancestral de Roma. El lujo y el refinamiento que caracterizaba a los admirados griegos se implanta en Roma y aparece un movimiento tradicionalista que propugna la vuelta a los valores que se consideran auténticamente romanos: la vida del campo, la austeridad, la dedicación al estado y a la familia, la falta de corrupción en las costumbres, la vida sencilla, la dureza de carácter… Roma se forja un pasado ideal, austero y digno, para reivindicar su identidad cultural.

En este imaginario los productos más sencillos cobran un valor simbólico excepcional, como es el caso de los nabos.

trabajos agrícolas
Entre las leyendas, tenemos a Manio Curio Dentato, el perfecto ejemplo de vida incorruptible y de costumbres sobrias, héroe de los primeros tiempos de la República Romana. Tribuno de la plebe, cónsul en tres ocasiones, pretor y censor, M. Curio Dentato ha pasado a la historia por acabar con las guerras samnitas y expulsar al rey Pirro de Epiro allá por el siglo III aC. Al parecer, los samnitas le habían enviado unos emisarios cargados de oro para corromperlo, y lo hallaron en su huerto comiendo en un humilde plato de madera unos nabos que él mismo se había asado. El episodio aparece en Plinio: “nuestros anales nos dicen que cuando los embajadores de los extranjeros le trajeron el oro que él rechazó, se hallaba asando un nabo en el fuego (rapam torrentem in foco)” (Plin. XIX,87), y lo retoma Juvenal: “Por su mano, Curio en su pequeño hogar las hortalizas aderezaba, que cogido había él en su huerto” (Iuv. XIX,78).

Dentato rechazando regalos de los samnitas. Amigoni

Lo mismo podríamos decir del cónsul, general y dictador Lucio Quincio Cincinato (519 aC - 439 aC), el perfecto hombre de estado que se dedicaba a arar la tierra una vez terminado su mandato político. Pese a ser un patricio, se dedicaba a cultivar sus tierras personalmente y se incorporaba a sus obligaciones cívicas solo cuando era convocado por el Senado, volviendo al campo justo inmediatamente después. Ejemplo de honradez y virtud, de fortaleza de alma y equilibrio moral.  

Cincinato abandona el arado para dictar leyes a Roma. Juan Antonio Ribera

Incluso el fundador de Roma, el mismísimo Rómulo, se alimentaba de nabos y rábanos. Y una vez convertido en dios, seguía alimentándose de ellos en el cielo, pues sus costumbres continuaban siendo parcas, austeras y moderadas, como corresponde a un romano auténtico. Así lo vemos en Marcial: “Estos rábanos (rapa) que se gozan con el frío invernal y que te doy a ti, en el cielo suele comerlos Rómulo” (Mart. XIII,16) y en Séneca quien, hablando de la divinización de Claudio, -que tenía fama de comilón- dice: “es de interés público que haya alguien que pueda ‘zamparse los nabos hirviendo’ en compañía de Rómulo” (Sen. Apol.9,5).



Esta imagen mitificada del perfecto romano de los primeros tiempos de Roma, concretada en el cultivo de los productos de la tierra (nabos, zanahorias, rábanos, cebollas, ajos, coles, habas, altramuces, cereales), que forman parte de su modo de vida y que le confieren carácter y resistencia moral, son una pura invención.
Desde el principio, la cultura romana había estado en contacto con otros pueblos, como los etruscos y los griegos, de los que habían adoptado sin ningún problema sus nuevos cultivos, sus técnicas de conservación de alimentos, sus nuevos productos (aceite, vino, garum) y sí, sus gustos refinados (triclinios, perfumes). En el siglo II aC, cuando se forja esta imagen mitificada del “romano perfecto”, la primitiva frugalidad era sólo una pose o una necesidad. No nos engañemos, es sólo una hortaliza, si se puede comer algo mejor, se come.

Dejando a un lado su dimensión mítica y volviendo al alimento, el nabo se puede cocinar de diferentes maneras. Lo más habitual es comerlo cocido. Apicio propone dos recetas. En la primera (III,13,1) indica que, tras cocerlos y escurrirlos, se deben volver a hervir en una salsa hecha con comino, ruda, benjuí de Partia, miel, vinagre, garum, defrutum y aceite. En la segunda (III,13,2) la propuesta es mucho más sencilla: “Hervirlos en agua y servir. Echar por encima unas gotas de aceite y, si se quiere, añadir vinagre”.
Se ponían en conserva y se tomaban como encurtidos. Varrón nos dice que “los nabos se conservan troceados en mostaza” (Rust.I,59,3); Paladio los prepara con “un aliño de mostaza mezclada con vinagre” (XIII,5) y Columela propone encurtirlos con una salsa de semillas de mostaza, agua nitrada y vinagre blanco y fuerte (XII,55). De esta manera se tomaban como aperitivos, como indica Ateneo (Deipn. IV,133C).

nabos a la mostaza Foto: @Abemvs Incena (Tarraco Viva 2017)
Se podían utilizar también como acompañamiento -Apicio presenta una receta de pato con nabos (VI,2,3)- o como base para mezclarlos con otros ingredientes, al modo de nuestro puré de patatas. Es el caso de la receta de escórpora con nabos de Apicio (Vin,7), donde los nabos se cuecen con agua, se escurren bien apretando con las manos, se pican en trozos muy pequeños y se mezclan con el pescado y las especias.
Ateneo narra una anécdota en la que a Nicomedes, rey de los bitinios, se le antojan unas sardinas frescas que no tenía. Su cocinero, inteligente y creativo como un poeta, consigue engañar sus sentidos con un nabo cocido: “Cogiendo un nabo tierno, lo cortó fino y largo, imitando el aspecto de la propia sardina, lo hirvió, lo roció con aceite poniéndole sal en consonancia, esparció por encima semillas de adormidera negra en número de cuarenta, y en plena Escitia satisfizo su deseo” (Aten.Deipn.I,7E). La versatilidad del alimento queda patente en esta anécdota, que salió perfectamente gracias al genio culinario de su anónimo cocinero, ya que “Nicomedes, al tiempo que masticaba el nabo, hacía a sus amigos el elogio de la sardina”.
Los nabos se podían tomar también asados. Recordemos la leyenda de Curio Dentato, que justo estaba asando nabos (rapam torrentem in foco) cuando vinieron inútilmente a corromperlo. Esta preparación también la menciona Ateneo: “Traigo esta naba aquí para asar” (Deipn. IX,369E).

Como alimento emblema de los primeros tiempos de Roma, atesora un buen número de virtudes, no solo morales, sino también medicinales. Por ejemplo, cura los sabañones, es diurético y auxilia contra los venenos mortíferos (Plin.NH XX,3 y Diosc.II,110); es adelgazante (Aten. Deipn. IX,369E) y hasta estimula los placeres afrodisíacos (Diosc.II,110). Lástima que todos los autores les vean una pega (a los nabos, las nabas y los rábanos): que son altamente flatulentos.

Como representa tantas virtudes morales, es también un alimento adoptado por los filósofos -lo mismo que los altramuces-, que así pueden expresar su estilo de vida alejado de los excesos. Luciano de Samósata, el pensador satírico que vivió en el siglo II de nuestra era, critica a menudo a los filósofos de su época, a quienes considera unos charlatanes y unos hipócritas. En un epigrama leemos: “En el banquete vimos la gran sabiduría de Cínico el barbudo, el que va apoyado en el bastón. Primero se abstuvo de altramuces y de rábanos diciendo que la virtud no debe ser esclava del vientre” (Epig.48). Es decir, nos presenta lo que debía ser una dieta modelo a seguir por parte de aquellos que defienden la continencia. La crítica de Luciano no se hace esperar: “Mas cuando ante sus ojos vio un teta de lechona blanca como nieve con salsa amarga que borró de su mente tan sabios pensamientos, contra lo esperado la pidió y se la tragó de golpe y dijo que la teta en cuestión no transgredía la virtud”.

Nabos, nabas, rábanos. Alimento humilde elevado a símbolo del pueblo romano. Acompañamiento de platos, aperitivo, ofrenda a Rómulo. Los nabos representan un antídoto contra la corrupción moral y la molicie.

Prosit!