© Monty Python. Life of Brian |
“Lenguas de alondra, hígado de chorlito, sesos de jabalí, orejas de jaguar, pezones de loba… compren mientras están calentitos”. Estos y otros aperitivos imperialistas, como los morros de nutria o los higadillos de erizo, son los productos que ofrece Brian a los miembros del Frente Popular de Judea mientras estos conspiran en las gradas del anfiteatro. Quitando lo exótico -y paródico- de la oferta, la escena que vemos en La vida de Brian es bastante exacta.
En la antigua Roma era muy fácil comer fuera. De hecho, para la mayoría de la gente era más fácil comer fuera que comer en su propia casa, que carecía de equipamiento. La oferta de bares, tabernas, popinae, cauponae y otros establecimientos dedicados a la restauración era bastante amplia, y abarcaba desde el tugurio más cutre a los locales equipados con triclinio y ubicados en preciosos jardines.
Sin embargo, la oferta no acaba aquí, porque además de estos lugares fijos, también se podía comer y beber en la calle echando mano de la venta ambulante, un recurso tan popular en la Antigüedad como lo es en la actualidad.
Vamos a ello
La venta ambulante estaba presente en todos los puntos de la ciudad, sobre todo allá donde se congregaba un buen número de personas. Uno de los puntos clave eran los mercados. Las ciudades contaban con mercados generales y también mercados especializados en productos concretos, como pescados, carnes, vinos, verduras y todo tipo de finuras y delicatessen. Por lo general, constaban de un espacio abierto rodeado de pequeñas tabernae donde se podían adquirir los alimentos, aunque también era más que posible que pudieran degustarse platos preparados para ir pasando la jornada. Además, existían los mercados periódicos, llamados nundinae, que tenían lugar cada nueve días y se extendían por las ciudades y por todo el medio rural. En estos mercadillos periódicos, donde los campesinos y grandes productores podían vender sus excedentes a los consumidores, abundaban los comerciantes itinerantes que se desplazaban por los pueblos siguiendo una ruta comercial ligada al calendario.
En todo caso, donde había un mercado había venta callejera de productos de todo tipo, incluídas las elaboraciones culinarias preparadas para llevar o para consumir en el mismo lugar. En los mercados era normal que panaderos, taberneros, cocineros profesionales que se podían contratar allí mismo y hasta particulares con buena mano improvisaran un puesto ambulante donde ofrecer comida callejera.
Se han conservado unas pinturas aparecidas en el atrio de la Casa de Julia Felix con representación de vendedores ambulantes en el Foro de Pompeya. La escena es de lo más completo: carretas cargadas de mercancías, mendigos, vendedores de telas, de zapatos, de verduras, el que repara o vende ollas y utensilios, el maestro en plena sesión de azotes al alumno díscolo, el vendedor de pan, gente por todas partes que habla, que discute, que se saluda, que lee los avisos públicos… En medio de toda esta confusión incluso se muestra un grupo de personas alrededor de una olla sobre el fuego, una auténtica escena de comida callejera.
Los vendedores ambulantes de comidas calientes ya preparadas -conocidos como lixae- pululaban también por otros lugares muy concurridos. Los textos insisten mucho en las termas, lo cual no nos sorprende en absoluto, dado que las termas eran toda una institución. Allí uno se podía pasar horas y horas: había restaurantes, tiendas de todo tipo, gimnasio, piscina, spa, salón de masajes, jardines para pasear, biblioteca… Las termas eran el mejor sitio para quedar con amigos, para hacerse invitar a una cena, para relajarse y para divertirse. Todo el mundo iba a las termas. En sus instalaciones era fácil comprarse algo para picotear y la oferta gastronómica era bastante amplia. Además de los lugares fijos donde sentarse a la mesa -o reclinarse, depende del nivel del local-, se podía comprar comida en los puestos ambulantes. Todo dependía de la ocasión o del bolsillo del hambriento comensal. Séneca, que vivía sobre unas termas en la concurrida ciudad de Baiae (Bayas), comenta el ruido que producían estos vendedores pregonando su mercancía a grito pelado. En concreto menciona al vendedor de bebidas, al salchichero y al pastelero, quienes llaman la atención “con una peculiar y característica modulación”, es decir, con su tonadilla particular y a todo volumen (Epist.VI,56,2).
También se les podía encontrar en la entrada de todo tipo de espectáculos. Ya fueran carreras de carros, combates de gladiadores, cacerías de animales o bien obras de teatro, lo habitual era pasar las horas comiendo en las inmediaciones del lugar o en las mismas gradas. Es fácil imaginarse un vendedor como nuestro Brian, pero en lugar de morros de nutria ofrecería guisantes, habas y altramuces. Estas tres legumbres las menciona Horacio como consumo habitual en los estadios (Sat.II,182), y se imagina que las servían secas y marinadas para conseguir un snack saladito. También se podrían comprar cosas más sustanciosas. Un texto de Plauto anima al público del teatro a comprar pasteles salados de queso (scriblitae) y que se los coman allí mismo mientras aún están calentitos (Poen. 40-43). Plauto anima a acudir a la popina, pero es muy probable que el dueño o dueña de la popina ya hubiera enviado a su propio esclavo a vender sus elaboraciones a las puertas del teatro, desplazando la cocina al lugar donde se acumula la demanda.
© Astérix gladiador |
Igualmente era fácil encontrarlos cerca de los templos, donde había también bastante concurrencia. Cerca del Templo de Apolo en Pompeya han resistido al tiempo unos graffiti con el nombre de dos libarii, es decir, vendedores de liba, llamados Verecunnus y Pudens, que hicieron las pintadas en la pared para marcar su lugar entre los vendedores ambulantes, el sitio que normalmente ocupaba cada uno de forma regular. Seguramente estos libarii eran claros competidores entre sí, pero no los únicos de las proximidades del Templo de Apolo y probablemente tampoco se habían sacado la licencia necesaria que otorgaban los ediles (permissu aedilium) para poder instalarse en la calle. Así pues, cerca de los templos se podrían adquirir pastelillos tradicionales relacionados con una festividad o una deidad, ideales para merendar o para ofrendas rituales.
CIL IV,1768 |
Los vendedores ambulantes invadían toda la ciudad. Se les veía en plazas, calles, pórticos, esquinas, fuentes.. Allí donde había concurrencia colocaban su carrito, abrían su mesita, incluso plantaban un toldo para protegerse del sol y voceaban su mercancía a los cuatro vientos. En ocasiones la situación era tan molesta que se intentó regular por ley. Domiciano en el año 92 promulgó un edicto para evitar que nuevos vendedores se instalasen en cualquier sitio. Esta situación es recogida también por un epigrama de Marcial (VII,61):
“Se había apoderado de toda la ciudad el vendedor eventual y en el propio umbral de uno no había umbral ninguno. Ordenaste, Germánico, que se ampliaran los pequeños barrios y lo que poco ha había sido una senda se ha convertido en una avenida. Ni un solo pilar está todo él ceñido de botellas encadenadas, ni el pretor se ve obligado a caminar por medio del barro, ni se saca en medio de la apretada muchedumbre una navaja escondida, ni una negra cocina ocupa las calles enteras. El peluquero, el tabernero, el cocinero, el carnicero respetan sus propios umbrales: Ahora es Roma, no hace nada ha sido una gran tienda”.
La oferta gastronómica
¿Qué se podía comprar a estos vendedores ambulantes? Pues, prácticamente, de todo. Además de los libarii ya mencionados, existían los crustularii, que vendían pasteles y bollos dulces, con miel y queso fresco; los isiciarii, expertos en albóndigas, o los botularii, que vendían salchichas, uno de los productos más mencionados por las fuentes escritas. Estas salchichas estaban muy especiadas y ahumadas, y seguramente se parecían más a nuestro concepto de embutido que de salchicha. Eran muy populares, y uno de los atractivos de la ciudad de Baiae, llena de turistas de alto standing. Otros vendían vino, y para ello era tan fácil como situarse al lado de una fuente y vender el vino mezclado allí mismo. Y quien dice vino, dice posca: uno de los amantes del emperador Vitelio, el liberto Asiático, tras abandonar al emperador, apareció en Puzzola donde vendía esta mezcla de vino malo aguado (poscam vendentem) (Suet. Vitel.12).
Y también pescadito frito, aceitunas, higos secos, dátiles, castañas asadas, buñuelos (por ejemplo los globi de Catón, unas bolitas fritas de harina, queso y huevo), guisos de caracoles, salazones, quesos, brochetas de carne, garbanzos en remojo (cicer madidum) o mejor aún, asados (cicer tepidum), los preferidos para picar mientras uno está en los juegos... De todo.
Mala fama
La actividad de los vendedores ambulantes y la comida callejera era vista con muy malos ojos por parte de los moralistas. Ofrecían productos baratos y muy populares, se movían por ambientes no del todo recomendables para la gente decente, y por tanto eran vistos como una actividad vulgar y despreciable. Eso es lo que se desprende de los textos que, como todo el mundo sabe, fueron escritos por la élite. La sociedad elegante fingía que evitaba estos ambientes, aunque todos caían en el puesto de salchichas en Baiae, contrataban los servicios de cocineros que se ofrecían en los mercados y frecuentaban el bullicio de los barrios más populares, como el Velabro o la Subura. En estos barrios había juerga, se podían comprar productos de lujo, degustar especialidades exóticas, alternar con gente bohemia, disfrutar de espectáculos ‘alternativos’... Sin embargo, el decoro siempre impone sus normas y los textos nos muestran este oficio impregnado del más profundo desprecio. Marcial, para insultar a un tal Cecilio, lo compara con los oficios de peor fama, todos de carácter itinerante:
“Cecilio, te imaginas que eres cortés, y no lo eres, créeme. ¿Que qué eres? Un bufón; lo que un vendedor ambulante del Transtíber que cambia pajuelas de azufre por vasos de vidrio rotos; lo que quien vende garbanzos en remojo a los ociosos que lo rodean; lo que el guardián y encantador de víboras; lo que los viles esclavos vendedores de salazones, lo que el cocinero que pregona ronco salchichas humeantes por las tibias tabernas; lo que un poeta callejero sin talento, lo que un desvergonzado maestro de Cádiz (...)” (Mart.I,41).
Así es el pueblo romano, siempre en un sinvivir entre su obsesión por la frugalidad y el deseo de disfrutar al máximo de los placeres.
Prosit!
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