sábado, 9 de diciembre de 2017

A LA CAZA DEL CONVITE: CLIENTES, PARÁSITOS Y SOMBRAS EN TU TRICLINIO

Asistir a una cena. Comer pichón y beber Falerno. Reír y brindar y tumbarse en el triclinio al lado de, por ejemplo, un senador. Quizá hasta llevarse a casa las sobras de esas suculentas ubres de cerda… Conseguir que te inviten a una cena en Roma no siempre era tarea fácil. Ya sea por consolidar una posición social, ya sea por pura gorronería, anfitriones y posibles convidados se esforzaban por mantener un ritual que para unos era una ocasión fantástica de promocionarse socialmente, y para otros simplemente sentir que formaban parte de un círculo privilegiado. Sea como fuere, veamos las diferentes formas de conseguir ser objeto de una invitación a una cena.



Lo primero que hay que tener en cuenta es la posición de quien desea ser invitado con respecto de quien invita. Por ejemplo, se puede ser cliente de un patrón, o su liberto. En ese caso el patrón tiene unas obligaciones con respecto a su red clientelar que hará bastante fácil que, de vez en cuando, caiga alguna cena. El mejor momento para ello suele ser la salutatio matutina. El cliente madrugará, esperará con paciencia su turno, dirá maravillas de la familia que ahora mismo le atiende, se ofrecerá para acompañarlo a cualquier acto público del foro -donde le aplaudirá como si se acabara el mundo-, le pondrá al día de chismorreos, le prometerá su voto, le ofrecerá sus servicios… en pocas palabras, le renovará su confianza.



Los clientes -donde podemos incluir a los libertos- ofrecen apoyo a su patrón en temas legales o electorales, comparten beneficios económicos, lo acompañan en sus viajes o a la guerra, le consiguen el apoyo de amplios sectores de la población... Algunos clientes que se apañan bien con las letras optan por componer largos poemas descriptivos de jardines, baños, cenadores o villas de los patricios: “Trescientos versos empleas, Sabelo, en alabar los baños de Póntico, que tan ricamente cena. Lo que quieres es cenar, Sabelo, no bañarte” (Marcial IX,19). Otras veces hay que leerse los poemas, discursos o composiciones diversas del futuro anfitrión, como le sucede a Catulo: “Por haber querido ser, en efecto, el invitado de Sestio leí su discurso contra la candidatura de Ancio, lleno de veneno y pestilencia” (Carm.44).
Sea como fuere, el patrón agradecerá ese gesto de fidelidad, aunque corre el riesgo de creerse las adulaciones, que a veces solo buscan una buena cena: “La multitud de clientes te aclama con unos inmensos bravos: no es que tú seas elocuente, Pomponio, lo es tu cena” (Marcial VI,48). Y aunque bien recibida, la cena a veces es solo un mal recuerdo de la inferioridad del cliente hacia su patrón: “Métete en la cabeza que cuando te invitan a comer recibes un salario íntegro por tus antiguos servicios” (Juv. Sat. V,12).
Pese a todo, no siempre se consigue el ansiado botín: “Los clientes, viejos y agotados, abandonan el vestíbulo y renuncian a sus deseos, por más que la esperanza de una cena le dura mucho a un hombre” (Juvenal I,133).

La siguiente estrategia es hacerse el encontradizo y desplegar todo un arsenal de habilidades y virtudes que harán irresistible al presunto comensal. En este caso bien podemos hablar de clientes que se han ido sin premio a casa, o bien de gorrones profesionales, también llamados parásitos. Bajo este elocuente nombre se esconde toda una suerte de personajes que viven a costa de los demás: clientes que no aportan nada de provecho a su patronos, patricios que se han empobrecido pero que fingen amistad con los presuntos anfitriones, aspirantes a la jet set romana, caraduras profesionales… En los textos hasta encontramos muestras de orgullo profesional por parte de aquellos que viven de gorra: “El parásito se dirige al banquete con ganas locas de ejercer su oficio, mientras que el resto de los hombres aprenden unos oficios que odian” (Luciano, El Parásito,13).



Las fuentes literarias están llenas de ejemplos de parásitos al acecho en el foro, los teatros, los templos o las termas. El método principal es la adulación, pura y dura. En palabras de Petronio: “Los falsos aduladores que van a la caza de una cena entre la gente rica tienen como preocupación primordial pensar en lo que resulte más grato a sus oyentes” (Sat.3,3). Y  Terencio pone en boca del parásito Gnatón su sistema para “cazar” cenas: “alabo cuanto dicen, y si lo contradicen, lo alabo también. Si dice uno no, yo digo también no; y si dice sí, digo sí. Finalmente, me he propuesto lisonjearlos en todo; que esto es hoy día lo que da más ganancia” (Ter. Eun.250).
Marcial nos nombra a un tal Selio, capaz de cualquier cosa con tal de no cenar en su propia casa. “Escucha los elogios de Selio, cuando le echa las redes a una cena, tanto si recitas como si defiendes un pleito: “¡Así se hace!, ¡fenómeno!, ¡vamos!, ¡cojonudo!, ¡bravo!, ¡magnífico!, ¡así me gusta!”. Ya has conseguido la cena: cállate”. (II,27).
Todo vale para conseguir una cena: dejarse ganar en el juego de pelota, elogiar cualquier cosa que provenga de la víctima -atosigarlo si es necesario-, servirle el vino… “No es posible deshacerse de Menógenes en las termas y en los alrededores de los baños, por más que emplee uno toda su maña. Cogerá con su derecha y con su izquierda el tibio trigón para apuntarte a ti en muchas ocasiones las pelotas ganadas. (...) Si coges tus toallas, dirá que son más blancas que la nieve, aunque estén más sucias que el babero de un niño de pecho. Al atusarte tus cuatro pelos con una pasada de peine, dirá que has arreglado la melena de Aquiles. Escanciará él mismo los brindis con los posos de una botella ahumada y secará sin cesar el sudor de tu frente. Todo lo alabará, lo admirará todo, hasta que, aburrido de sus mil fastidios le digas: ¡”Ven!” (Marcial XII,82).



Para ganarse una cena no sólo sirve la adulación, también el ofrecimiento de chistes y chascarrillos que amenicen la velada. El parásito Gelásimo del Estico de Plauto se vende así: “Tengo chistes a la venta… ¡hale, licitar!, ¿quién hace una oferta por una cena?, ¿hay alguien que ofrezca un almuerzo? (...) Imposible te será encontrar chistes mejores, no consentiré que haya otro gorrón que los tenga más buenos. Vendo también acertijos griegos que os harán sudar, otros más suavecitos para el estado de la borrachera, o también bromas, adulaciones y mentirijillas bufonescas” (Plauto, Stich,220-230).
Junto a los chistes, las bromas: “Te crees, Caliodoro, que gastas bromas en tono festivo y que tú solo rebosas gracia a raudales. Te ríes de todos, lanzas dicterios contra todos: te piensas que así puedes hacerte agradable como convidado” (Marcial VI,44).
Y, cómo no, los chismorreos y las novedades, que tanto ponían al día al personal de los avances de la guerra, como de los estrenos teatrales, sin excluir el cotilleo puro y duro: “No paras, Filomuso, de ganarte cenas con esas mañas tuyas de inventar muchas historias y contarlas como verdaderas” (Marcial IX,35).

Y no es de extrañar que se esfuercen tanto en conseguir cenar de gorra, puesto que la alternativa a menudo es una cena tirando a pobre -austera, que queda mejor- en casa propia.  Sin embargo, lo mejor en estos casos es disimular la contrariedad, mostrar alivio por no tener que salir de casa, hacer alabanza de las comidas sencillas… puro postureo. En palabras de Horacio: “Si, por azar, nadie te invita a cenar, haces grandes elogios de tus frugales legumbres y, como si solo tuvieras que ir por la fuerza, te proclamas feliz por no tener que ir a beber a ningún sitio” (Serm.II,7,29). Y Marcial tampoco se queda corto: “Jura Filón que él no ha cenado nunca en su casa, y así es: no cena cuando nadie lo invita” (V,47).




Otra de las posibilidades para asistir de gorra a una cena de postín es pegarse a las espaldas de otro a quien sí han invitado y convertirse en un sombra (umbra). Estos comensales que realmente no han sido invitados por el anfitrión, sino por otro comensal, son mejor o peor acogidos según si son o no personas agradables y según la categoría de aquel que los trae. Por ejemplo, Horacio nos narra la cena de Nasidieno, presuntuoso y nuevo rico, donde se hallan “Servilio, Balatrón y Vibidio, a los que Mecenas había llevado como a sus sombras” (Hor.Sat.II,8), es decir, tres sombras nada menos que de Mecenas, con mejor posición en el triclinio que otros que se lo “merecen” más.
Plutarco remonta esta costumbre a Sócrates, “cuando convenció a ir con él al banquete de Agatón, aunque no se le había invitado, a Aristodemo” (Quaest.conv.), y nos añade: “poderosa es la costumbre de la ciudad, e implacable”.



Para terminar, el último método para asistir a una cena es invitarse uno mismo. Este sistema es más propio de amigos que mantienen una relación de igualdad entre sí, aunque no siempre da resultado. Como el otro no tiene ninguna obligación social con el presunto comensal, se puede dar el lujo de rechazarlo en su mesa. Esto desencadena toda una serie de excusas y poses por parte de los potenciales anfitriones, del tipo: “Te juro que te invitaría con mucho gusto si hubiera sitio” (Plauto, Stich,592), o “es que ya tengo nueve para cenar” (Plauto, Stich, 486), o “Te invitaría a cenar, si no cenara fuera hoy” (Plauto, Stich,190).

Solo queda acabar esta entrada con las memorables palabras halladas en los graffiti de Pompeya:
Quisque me ad cenam vocarit valeat, “a quien me invite a cenar le digo, que estés muy bien” (CIL IV,1937)


Prosit!

No hay comentarios:

Publicar un comentario