domingo, 25 de octubre de 2020

LAS CASTAÑAS EN LAS MESAS ROMANAS

No se conoce con exactitud el origen del castaño, un árbol de la familia de las fagáceas, resistente y longevo, con un fruto alojado en una cápsula espinosa que no siempre fue apreciado: la castaña.


Aunque no queda claro, se cree que procede de Asia Menor, donde fue conocido por los griegos en el siglo V aC. De hecho, esta creencia se apoya en una cita del historiador Jenofonte, que vivió a caballo de los siglos V y IV aC,  y que narra la expedición militar de los griegos contra los persas. Uno de los episodios narrados, el asalto al pueblo de los mosinecos, es el que sitúa las castañas en tierras de Asia Menor: “En los graneros había muchas nueces lisas sin ninguna hendidura. Este era su alimento principal, que hervían y cocían como pan” (Anáb. V 4, 29). Estas “nueces lisas” son las castañas, que aún no tienen ni nombre. Los mosinecos, pueblo bárbaro al fin y al cabo, no se alimentan de trigo, porque no son civilizados como los griegos. En su lugar, comen pan hecho con castañas cocidas. Y por cierto, condimentan con grasa de delfín en lugar de aceite, por si a alguien le interesa (siempre según Jenofonte, claro). No se puede ser más bárbaro.


Mapa  donde aparece la ubicación de los mosinecos
Fuente: Wikipedia.org


Tradicionalmente, siempre se ha considerado que desde Grecia, el castaño pasaría a Italia y posteriormente a Hispania y las Galias. Sin embargo, diferentes estudios palinológicos parecen insinuar que los castaños ya existían en Italia o Hispania desde mucho antes, con lo que no queda en absoluto clara esta ‘trayectoria’ desde Asia Menor.

Sin embargo, sí se puede afirmar que en el siglo IV aC el castaño y su fruto eran conocidos entre los griegos, porque varios autores, como Hipócrates o Teofrasto, los mencionan destacando aspectos como el uso de la leña y la corteza, los valores nutritivos del fruto, o los valores medicinales de flores y hojas.


Eso sí, en los textos de los autores griegos y romanos no hay consenso a la hora de designar este fruto: Ateneo indica que se les llama ‘nueces de Eubea’ o ‘bellotas de Sardes’; Macrobio nos dice que también reciben el nombre de ‘nueces de Heraclea’ o ‘nuez del Ponto’ y Plinio el Viejo nos menciona también una ‘bellota de Zeus’. Y por supuesto, en los textos latinos encontramos también el nombre con el que pasarán a la posteridad: castanea.


Castanea Sativa
Fuente: Wikipedia.org

Para los autores romanos, la castaña era un fruto modesto y poco valorado. Plinio la califica de ‘vilissima’ (NH XV,92) y la considera bastante parecida a la bellota. De los ocho tipos que menciona solo algunos son comestibles, mientras que el resto son tan incomibles -por amargos e indigestos- que “se destinan al forraje de los cerdos“ (NH XV,94). El uso como pienso para los cerdos también lo menciona Paladio, escritor y agrónomo bastante posterior a Plinio, pero solo cuando el alimento escasea durante el invierno, momento en que a los cerdos hay que darles “bellotas, castañas y las sobras que no valgan de los demás frutos” (III, XXVI,3).

 

Otros autores, como Varrón y Columela, mencionan su uso como soporte para aguantar las vides más altas, lo mismo que los robles y los olmos. Varrón explica también que las castañas se usaban para cebar a los lirones, que se criaban en tinajas (gliraria) donde los animalillos apenas tenían margen de movimientos. Tal como nos dice el autor, “en estas tinajas se echan bellotas, nueces o castañas. Cuando se coloca la tapadera en la tinaja, engordan en la oscuridad” (Varro, RR 3.15.2)


Títiro y Melibeo. Imagen del Codex Vergilius Romanus.
Biblioteca Apostólica Vaticana.


Las mejoras en el cultivo de los castaños favorecieron la aparición de nuevas variedades del fruto mucho más amables al paladar. Pero aun así las castañas siempre mantuvieron el estatus de comida humilde y pobre. Virgilio las menciona en sus Bucólicas, en las palabras del relamido pastor Títiro: “Tenemos frutas maduras, castañas tiernas y abundante queso” (Ecl.I,82), inaugurando esa imagen de comida básica, frugal y perfecta propia de la Edad de Oro. Las castañas son también fruto preferido de su amada Amarilis, no faltaba más (Ecl.II,52). Por cierto, la combinación de castañas y queso fresco se mantiene hoy día, y prueba de ello son algunas elaboraciones tradicionales como los necci italianos, unas tortitas de harina de castañas que se rellenan de ricotta y se enrollan como si fueran canelones.


Necci con la ricotta. foto: @Abemvs_incena


Ovidio en sus consejos para ligar (Ars Amandi) dice que es ideal regalar a la amada unos presentes modestos, por ejemplo un canastillo con los dones del campo diciendo que proceden de un huerto vecino a la ciudad, aunque en realidad procedan del mercado de la Vía Sacra, señal de que se vendían allí. En concreto menciona que se regale “la cesta de uvas o las castañas tan apetecidas por Amarilis” (II,267). 

Como regalo queda muy bien, pero es mejor -también lo comenta Ovidio- completarlo con algo más sustancioso, como una docena de tordos o un par de palomas (II,269), porque las mujeres reales no tienen el paladar de la requeteperfecta Amarilis.


'O castagnaro. Vendedor de castañas en la actual Nápoles. Fuente: www.vesuviolive.it


Las castañas se comían asadas, que es como están mejor, y las más apreciadas eran las de Tarento y las de Nápoles. Se podían servir en los postres, junto a otras frutas, como nos cuenta el poeta Marcial en la humilde cena que ofrece a su amigo Toranio: “Si quieres regalarte con los postres, se te presentarán uvas pasas, y peras que llevan el nombre de los sirios, y castañas asadas a fuego lento que produjo la docta Nápoles” (V,78).


Las castañas también se podían reducir a harina y usarse para elaborar panes o tortas. De hecho, Plinio menciona que las castañas “también se muelen proporcionando una especie de pan para el ayuno de las mujeres” (XV,93). Se refiere aquí a las fiestas de Ceres o Deméter, que se celebraban según el rito griego de los misterios y en las que participaban exclusivamente matronas romanas. Durante los días que duraba esta celebración -el sacrum anniversarium Cereris- las participantes debían abstenerse de relaciones sexuales, y tenían prohibidas las libaciones con vino y el consumo del pan de trigo. Por ello recurrían al pan de castañas.

 

Las castañas también se podían incorporar a guisos o sopas, tal como nos demuestra Apicio. Este autor las menciona tan solo una vez en su libro, en el capítulo dedicado a las legumbres y gachas, ya que las castañas no gozaban de una gran reputación, siempre asociadas a cierto consumo de supervivencia. Demasiado humildes para el recetario de Apicio. Pero aún así aparecen, porque eran un fruto muy común y relativamente asequible (según el Edicto de Precios, cien castañas costaban solo cuatro denarios). La receta en cuestión se llama ‘Lenticulam de castaneis’ y en ella se prepara un guiso o potaje de lentejas en el que se añaden las castañas previamente cocidas y trituradas en el mortero (Libro V, II 2). 

 

LENTEJAS CON CASTAÑAS

 

Preparar una cazuela y echar en ella castañas cuidadosamente limpiadas. Añadir agua y un poco de carbonato sódico, y dejar hervir. Durante su cocción, machacar en un mortero pimienta, comino, coliandro en grano, menta, ruda, raíz de benjuí, poleo, picarlo bien, rociar con garum, vinagre y miel, macerar con vinagre y echarlo encima de las castañas cocidas. Añadir aceite y dejar hervir. Cuando esté, machacarlo en el mortero. Catar; si está falto de algo, arreglarlo. Servirlo en una fuente, rociando con aceite verde”.

 

Lenticulam de castaneis.
Versión del Restaurant  Cocvla para Tarraco Viva 2011 foto: @Abemvs_incena


Prosit!






lunes, 21 de septiembre de 2020

USOS CULINARIOS DEL DEFRUTUM

 

Uno de los productos emblema de la gastronomía romana es el mosto cocido, que podríamos traducir como ‘arrope’. Mediante la acción del fuego directo, se conseguía una reducción de la cantidad del agua del mosto y en consecuencia un aumento de su cantidad de azúcares.  Cociendo el mosto se obtenía, pues, una especie de jarabe o sirope muy dulce que tenía numerosos usos en cocina, como explicaré después.


Vinalia. Escena de pisado de uva. Mérida


Las fuentes escritas -básicamente la obra de los agrónomos romanos Catón, Columela, Paladio, Varrón, y la de Plinio el Viejo- nos explican el proceso de elaboración de este producto espeso, consistente y oscuro, que recibía diversos nombres según la reducción a la que había sido sometido.  Así, en función de si se reducía a un tercio, dos tercios o la mitad de su volumen, se le denominaba sapa, caroenum (o careno) o defrutum (con las variantes defretum y defritum).  Plinio nos informa, además, de que estos mostos concentrados entre los griegos se llaman ‘hepsema’ (ἕψημα,) -palabra que ya aparece en los tratados de Hipócrates- o ‘siraeum’, que se corresponde con σίραιον, es decir, ‘jugo reducido’. A estos nombres deberíamos añadir el de κάροινον, que se producía en Meonia y que derivó en el latino ‘caroenum’


El mosto cocido romano se puede comparar bastante a algunos productos actuales, como el pekmez turco, la saba de la Emilia-Romagna (básica en la confección del famoso vinagre balsámico), la sapa de Cerdeña (que mantiene hasta el nombre) o el arrope o mostillo, con su consistencia espesa y sus frutas confitadas. Como se observa, es un producto elaborado para convertirse en un edulcorante. En palabras de Plinio, “es obra del ingenio, no de la naturaleza”, refiriéndose al proceso de elaboración, y añade también que estos mostos cocidos “se inventaron para adulterar la miel”, esto es, para endulzar (NH XIV,80).


LA ELABORACIÓN DEL ARROPE


El proceso de fabricación del mosto cocido se explica en diferentes autores. Una vez recogida la uva -deben ser uvas muy maduras, de viñedos muy viejos, preferentemente de la variedad aminnea-, se procederá a extraer el mosto para cocerlo, operación que, según cuentan los autores, debería hacerse en una noche de luna nueva. El mosto se cocía en unos grandes calderos (vasa defrutaria) untados de aceite en su interior para evitar que el mosto se quemase durante la operación. El material de estos calderos enormes suele ser el cobre o el plomo. Columela y Plinio se decantan por el plomo, puesto las calderas de cobre “dan cardenillo durante la cochura y echan a perder el gusto del arrope” (Colum. RR XII,20), refiriéndose a esa capita verdosa que cubre los objetos de cobre cuando se oxidan. En cambio, el plomo no solo no interfiere en el sabor del mosto, sino que incluso lo aumenta. Para Catón, en cambio, es indiferente el material. En ambos casos (plomo y cobre) existen riesgos para la salud, cosa que sabían ya los autores de la antigüedad, aunque no por eso dejaron de usarlos. Les pasaba como a nosotros con el plástico, sabemos lo malo que es para el medio ambiente y para la salud humana, pero ahí sigue.

Una vez dentro del caldero, comenzaba una cocción que debía ser a fuego muy lento, y removiéndose constantemente, operación que ayudaba a depurar el mosto de las heces. Una vez limpio, se podían echar en la cocción membrillos y/o nueces para evitar que el mosto se pegase y para mejorar el sabor. Se podía entonces subir el fuego echando más leña, especialmente de higuera. Nueve días después, ya estaba listo y se almacenaba en la cella defrutaria.  


Elaboración de defrutum a pequeña escala. Tarraco Viva 2019

USOS CULINARIOS


Como he explicado antes, el mosto cocido -ya sea defrutum, sapa o caroenum- era una especie de sirope muy dulce parecido al almíbar que lo hacía apto para postres (como la miel) o para bebidas golosas. Varrón nos explica que las matronas romanas de la antigüedad bebían sapa o defrutum (VitaPopRom 39,1), quizá mezclado con agua, en plan refresco. 


El arrope era un imprescindible de las despensas romanas. De hecho, tanto el defrutum como el caroenum se mencionan en la lista de indispensables para la casa del ilustre Vinidario, ya que servían para preparar condimentos de todo tipo. Y de hecho, en el mismo recetario de Apicio tanto defrutum (defritum) como caroenum (careno) forman parte de la elaboración de las salsas de numerosos platos, sobre todo de carnes y pescados. En todas ellas, aportan el sabor dulce a platos que también van condimentados con pimienta, vinagre, garum y bastantes especias, formando parte de esos sabores con contraste dulce-salado tan del gusto del paladar romano. La otra función que tiene el defrutum en estas elaboraciones es dar color (abundan las frases como “añadir defrito para que coja color”). En el recetario de Apicio estos mostos concentrados se usan para recetas de carne de caza (jabalí, ciervo, liebre); volátiles (pollo, grulla, pato, flamenco); asados, carnes guisadas y albóndigas; el imprescindible cochinillo; otras carnes como el cabrito y el cordero; pescados asados, fritos y hervidos (congrio, pelamys, morena, escórpora, perca); langostas, calamares y erizos; para los platos cuajados con huevo a base de pescado y verduras (patinae); para guisos a base de guisantes, habas, garbanzos, cebada; para aliñar algunas verduras (malvas, coles, acanto, bulbos); para la salsa alejandrina de pescados y calabazas;  para dulces como la salsa Ypotrimma o el apothermum; o para aliñar setas diversas y trufas.


Champiñones al caroenum. Un plato de Apicio.
foto: @Abemvs_incena


El mosto reducido tenía un papel protagonista en la elaboración de conservas, sobre todo de aceitunas y frutas.  La aceitunas conservadas en defrutum no solo aparecen documentadas por diferentes autores (con fórmulas diversas que empiezan con una salmuera y terminan por introducirlas en un recipiente con vino cocido con o sin vinagre y algún aderezo totalmente opcional, tipo ajedrea, orégano o menta), sino que se han documentado a partir de ánforas procedentes de la Bética, la Narbonense o Creta, con inscripciones relativas a su contenido, esto es, olivas en conserva (ánforas Haltern 70). En algunas de ellas se puede leer ‘olivae nigrae ex defruto’. Gracias a las propiedades conservantes del mosto cocido, muy rico en azúcares, las olivas se convirtieron en protagonistas de las rutas comerciales, como el aceite, el vino o el garum.


Ánfora Haltern 70,
contenedor de 'olivae nigrae ex defruto'.
Museo Arqueológico Municipal de Jerez. 


El arrope se utilizaba también para las conservas de frutas enteras, de modo que se pudiera disponer de ellas todo el año. No se trataba solo de una golosina dulce, ya que algunas de estas frutas conservadas en sapa o defrutum también eran consideradas medicinales. Tal es el caso de la conserva de uvas, que fortalecía los estómagos débiles, o la de durazno, calificada desde siempre de tónico cardíaco. 

Además de las uvas (sobre todo las variedades aminnea y apicia) y los melocotones del tipo duracina, se ponían en conserva con arrope las serbas, las peras de todas las variedades, los membrillos, los nísperos, las ciruelas silvestres, las frutas del cornejo (sustitutas de las aceitunas) y las moras. Antecedentes todos de las confituras y mermeladas,  y de postres de toda la vida como las peras y los melocotones al vino.


Peras. Museo de El Djem

El mosto cocido tenía una utilidad importantísima a la hora de arreglar vinos de calidad dudosa. Esto sucedía con vinos flojos, con pocos azúcares y tendencia a avinagrarse pronto, o muy desequilibrados y ácidos, o demasiado secos. En estos casos se procedía a reducir una parte del mosto mediante cocción, o se añadía sapa o defrutum al mosto antes de elaborar el vino. Así, aumentaban los azúcares (y el alcohol), lo cual ayudaba a la estabilización del vino y a que se conservase por más tiempo. Los autores insisten en este remedio -a menudo combinado con el uso de yeso o sal- para corregir los vinos mediocres: Para Columela, se debe aplicar “cuando el mosto no fuere de buena calidad por defecto del país, o por ser de viñas nuevas” (RR XII,19); para Catón, en el caso de querer “hacer ligero y suave un vino que sea áspero” (Agr. 109), o “para que [el vino] tenga buen olor” (Agr. 113); y Paladio lo recomienda para “el mosto que resulta flojo por la afluencia de lluvias”, cosa que se podía “comprobar por su sabor” (Agr. XI,14). Estos remedios no siempre daban buenos resultados, pero al menos disfrazaban el sabor. 

Por otra parte, Catón también propone una fórmula para producir un vino que consumirán los esclavos durante el invierno, fórmula a base de mosto, vinagre fuerte, arrope, agua dulce y agua de mar añeja. Un vino que dura solo hasta el solsticio antes de avinagrarse del todo (Agr.104).


Vendimia con sátiros y ménades. París. Cabinet des Médailles


En otros casos el defrutum se añadía al mosto de buena calidad con la finalidad de crear vinos dulces y generosos, vinos al estilo griego. Los vinos griegos (Tasos, Lesbos, Quíos…) contaban con una gran consideración en las mesas romanas, eran un auténtico producto de lujo. Estos vinos griegos eran muy dulces y calóricos, y se consideraban medicinales: eran digestivos, reconstituyentes y laxantes. En su composición, los griegos ya añadían defrutum al mosto, lo mismo que agua de mar, sal y otros elementos para estabilizarlos (cal, yeso, polvo de mármol, arcilla, pez, resina), así que era más o menos lícito aplicar la ‘fórmula’ para fabricar (ahora diríamos falsificar) vinos al estilo griego. Catón da una receta para hacer vino griego “en terreno que diste mucho del mar” (Agr.105), usando salmuera y perfumando el mosto -previamente cocido- con junco y caña aromáticos, y da otra usando agua de mar vieja disuelta en el mosto (Agr.24). Columela da una fórmula similar usando sal tostada y molida al mosto, indicando que se puede echar un sextario de arrope o dos, si hay sospechas de que vaya a durar poco (RR XII,37). Y en la Geopónica aparece una receta para fabricar vino de Tasos (VIII,23) y otra para el vino de Cos (VIII,24), ambas usando agua de mar y arrope. 


En general, los vinos en los que se empleaba la mezcla con arrope acababan siendo indigestos y peleones. Plinio, por ejemplo, explica que el vino de Éfeso “no es saludable, porque se aromatiza con agua de mar y con défruto” (NH XIV,75) y el médico Dioscórides explica que los vinos con mezcla de arrope “cargan la cabeza e inflaman, causan embriaguez, son flatulentos, difíciles de evaporarse, sientan mal al estómago” (MM V,6,5). Los autores romanos son conscientes de que lo mejor para hacer un buen vino, es no adulterarlo (‘saluberrimum cui nihil in musta additum est’, “el vino más saludable es aquel al que no se le añade nada”, nos dice Plinio XXIII,24), y solo hacerlo en caso de necesidad. Pero hay que tener cuidado con no pasarse: “se ha de evitar que se conozca que el gusto del vino proviene del aliño, pues esto aleja al comprador”, recomienda Columela (RR XII,20).


El defrutum también se usaba para crear ‘vinos de hierbas’, machacando los tallos, raíces, hojas o bayas de algunas plantas, que se acababan macerando en vino o en mosto. Leemos en Plinio el Viejo: “De entre lo que se cría en la huerta, se hace vino de la raíz del espárrago, la ajedrea, el orégano, la semilla del apio, el abrótano, la menta silvestre, la ruda, la nébeda mayor, el serpol y el marrubio blanco: se ponen dos puñados por un cado de mosto, un sextario de sapa y una hemina de agua de mar” (NH XIV,105). Los ‘vinos de hierbas’ se utilizaban como remedio medicinal, y pretendían aprovechar las propiedades beneficiosas que se le atribuían a las plantas. Por ejemplo, la raíz de espárrago en decocción con vino se creía óptima para favorecer un embarazo, pero también contra las mordeduras de tarántulas; el serpol, una variante del tomillo, ayudaba a provocar la menstruación y calmaba los retortijones de tripa; las hojas y flores de orégano, bebidas con vino, curaban las mordeduras de fieras venenosas; y el marrubio blanco se usaba para provocar los menstruos. Lo mismo pasaba con otras hierbas, como la genciana (servía como abortivo), el cálamo aromático (diurético), el helenio (contra las dolencias del estómago y las mordeduras de fieras), el apio caballar (diurético) y tantas otras plantas cuyas virtudes relatan los tratados científicos de Teofrasto, Hipócrates, Dioscórides, Galeno o Plinio.


arrope

Por último, cabe destacar que el defrutum o arrope era tan apreciado que hasta servía para intercambiar regalos en las Saturnalia. “Una garrafa siria de vino tinto cocido” es uno de los presentes que recibe el pintoresco abogado Sabelo (‘nigri Syra defruti lagona’, Mart. IV,46), y el poeta Marcial también recibe, de parte de su amigo Umbro, “una frasca de negro arrope de Laletania” (‘Laletanae nigra lagona sapae’, Mart. VII,53). No se considera un regalo de lujo, como sí podría ser un perfume o una anforita del mejor garum sociorum. Más bien era ideal para un regalo sin demasiado compromiso, ya que era un producto habitual, muy utilizado y práctico. Y no nos engañemos, ¿a quién no le gusta que le regalen dulces?


Prosit!


BIBLIOGRAFÍA EXTRA:


AGUILERA, Antonio: “Defrutum, sapa y caroenum. Tres nombres y un producto: arrope”. (2004), en AA. VV., Culip VIII i les àmfores Haltern 70. Monografies del Casc 5. Museu d'Arqueologia de Catalunya. Centre d'Arqueologia Subaquàtica de Catalunya, Girona, pp. 120-132


BRUN, Jean Pierre: Los usos antiguos de los productos de la viña y el olivo y sus implicaciones arqueológicas (2015). Anales De Prehistoria Y Arqueología, pp.19-35 [https://revistas.um.es/apa/article/view/229931]








domingo, 23 de agosto de 2020

APUNTES SOBRE LA DIETA TARDORROMANA

Recientemente ha llegado a mis manos una novela titulada La máscara alana, de Alberto Martínez Díaz. Se trata de una novela histórica que recrea con bastante lujo de detalle muchos aspectos de la época tardorromana, un período de por sí fascinante, un momento de transición hacia un nuevo paradigma en Occidente. Pueblos bárbaros, escenas militares, magia, traición, venganza, amor… toda una historia. Entre sus páginas, me encuentro un protagonista, Flavio, un terrateniente patricio de Emérita Augusta, a quien han invitado a cenar, junto con su esposa, Cecilia:


A Flavio le habían reservado un espacio en el lectus summus, justo enfrente del anfitrión, sin duda un sitio honorable, así es que se reclinó sobre su antebrazo izquierdo y saludó al resto de los comensales mientras un esclavo le servía una bandeja con algunos entrantes y una copa de vino rebajado con agua”.


He de decir, para mayor comprensión del tema, que la acción se sitúa en el año 396 y que los anfitriones de nuestro Flavio son el vicario provincial de Emérita Augusta y su esposa.

La escena representa un convivium de lo más clásico: tenemos un triclinio con tres lechos situados en U, y organizado estrictamente según la categoría social de los invitados (el locus consularis se ha reservado para el invitado de honor, el obispo Patruino, justo a la izquierda del anfitrión); tenemos esclavos sirviendo algunos entrantes y una sala amplia y agradable a la vista. 


Sigamos con la cena:


(...) los platos que se fueron sirviendo eran nutritivos pero sencillos, con la evidente intención de evitar la ostentación. El cocinero pudo dar algo más de rienda suelta a su imaginación y los postres hicieron honor a su fama incluyendo tortas de miel y fruta de temporada en ingeniosas elaboraciones. (...) El anfitrión dejó el mejor vino para el final y Flavio reconoció el espléndido falerno que apenas había perdido cualidades en su transporte”.


Vemos aquí muchos más elementos clásicos que componen un convivium: huír de la ostentación y del mal gusto, agasajar convenientemente a  los comensales, tener un cocinero experto en elaboraciones personales, servir un espléndido falerno… Todo corresponde a un banquete propio de la época más clásica. Pero estamos a finales del siglo IV, en 396. 



Los historiadores suelen llamar a este período “época tardorromana” o “bajo imperio” y convencionalmente lo sitúan entre el siglo III y el V, más o menos. Es una época complicada que contrasta con el esplendor político, institucional y administrativo del período anterior. La crisis económica del siglo III, las rebeliones del ejército y la guardia pretoriana, el descontrol de las fronteras del imperio, la inflación monetaria, las reformas del Senado y el ejército, la progresiva cristianización del territorio, el colonato, el abandono progresivo de las ciudades, el desfile de emperadores de dudosa capacidad, el declive del sistema esclavista, la división del imperio… son algunas de las características que sirven para definir esta época, a caballo entre el mundo clásico y lo que posteriormente sería la “Edad Media” (a partir del año 476 según la convención histórica).


Sin embargo, pese a los cambios que ya se perciben, la población en 396 sigue considerándose romana, heredera de su tradición y costumbres ancestrales. Y, aunque los pueblos bárbaros todavía no han hecho su aparición masiva invadiendo Hispania, Galia y Roma, sí que llevan tiempo colándose en las mismísimas instituciones del estado, por lo que es importante marcar una diferencia con respecto a ellos. Flavio y sus compañeros se sienten profundamente romanos y eligen vivir según un código de comportamiento y de pensamiento que refleje la esencia del mundo clásico. Sentirse romano o sentirse bárbaro: escoger una u otra visión del mundo. 


¿Qué define ser ‘romano’ en un mundo que se desmorona? Pues lo veremos a través de la gastronomía y el sistema alimentario romano, puesto que refleja el pensamiento y la ideología tanto como la vestimenta, la religión, la lengua, el folklore o las instituciones, elementos todos que contribuyen a reconocer y consolidar la identidad cultural.


El sistema alimentario de la época tardo imperial sigue siendo el de la tríada del pan - vino - aceite.  Estos alimentos producidos por la tierra y transformados por manos humanas son el símbolo de la alimentación mediterránea.  El mito del rey Anio que aparece en Ovidio responde a esta ideología: “al contacto de mis hijas todas las cosas en sembrado y en humor de vino y de la cana Minerva se transformaban” (Met.XIII 652-654). La forma de reconocerse entre sí todos los pueblos civilizados de la cuenca mediterránea es porque son comedores de pan, vino y aceite. Sin embargo, el mundo bárbaro compartía otros símbolos: en lugar del pan, la carne, propia de los guerreros. En lugar de vino, cerveza o sidra, bebidas fermentadas con valores rituales, como el vino. Pero sin ser vino. O bien leche. Y en lugar de aceite, mantequilla o manteca de cerdo, ambas de procedencia animal. El mundo bárbaro es salvaje y guerrero, y defiende el ideal de la abundancia de carne. Para los romanos, los bárbaros no tienen capacidad para contenerse, son unos brutos tragones capaces de engullir una vaca, dos cerdos, siete pollos y de postre un jabalí, acompañado de litros y litros de ese vino corrupto que allí llaman ‘cervesia’. Los bárbaros carecen de normas, y sin normas no hay civilización. 


Los bárbaros por su parte consideran que los romanos son unos blandengues que comen poco y mal (la mítica frugalidad romana), básicamente hierbas del campo. Esa no es una alimentación propia de un guerrero. Un guerrero no pierde el tiempo preparando un banquete complicado y lleno de normas. Se sienta como quiere, come cuanto quiere, y evita todos los valores sociales de la comensalidad.


Escenas de cacería. Pasatiempo de los propietarios tardoimperiales. Villa La Olmeda.S IV


Las cocciones también indican quién es quién. Los bárbaros prefieren comer su carne asada o medio cruda. No hay nada de complicación en comer una carne puesta al fuego y esperar hasta que se ase. Una carne que, además, se consigue cazando. La caza es entendida por los romanos como un deporte, una diversión. Cuando supone la forma principal de conseguir el sustento lo consideran algo propio de salvajes, de gente que vive al margen de la civilización. Los romanos convierten los productos en elaboraciones sofisticadas a base de hervir, guisar, marinar, freír… utilizan diversas técnicas que transforman el alimento, que manipulan la materia prima hasta conseguir crear algo nuevo. No se conforman con lo que la naturaleza proporciona, sienten la necesidad de construir el alimento.


El triclinio es otro elemento de definición de la cultura romana. Flavio y los demás comensales comen recostados en un triclinio totalmente clásico, quizá un poco anticuado para estos tiempos, ya que en el siglo IV se prefiere el stibadium. Frente al triclinio, se opone el comer sentado: propio de gente pobre o … de bárbaros. 


Cortejo dionisíaco. Decoración del triclinium de la Villa de Noheda. S IV.


Sí, Flavio y los demás personajes, en 396, son romanos. Pese a todo, algunos cambios se están produciendo en el paradigma occidental. La crisis económica del siglo III ha traído cambios en la agricultura y el comercio: más inseguridad política produce menos intercambios comerciales, lo cual implica menos ventas de productos del campo, y por tanto escasez y especulación. Progresivamente, se abandonan las ciudades y la labor del campo se concentra en los latifundios de grandes propietarios, quienes dirigen toda su actividad desde la villa rustica, un complejo dedicado al ocio y al negocio, que funciona con sus propias leyes y se autoabastece.


La vida en la villa rustica. Mosaico de Dominus Julius. S. V. Museo Nacional del Bardo


Flavio comenta a su anfitrión, Marco Tulio Rufo, que muchos terratenientes han abandonado los cultivos de cereales para producir vino, mucho más rentable, aunque este abandono masivo del cereal esté acarreando hambrunas por no poder pagar el precio desorbitado del trigo importado. En esta época el grano por excelencia, el favorito de Ceres (Deméter), sigue siendo el trigo. Pero la realidad es que otros cereales se están imponiendo por ser más resistentes, como el centeno, la avena, la cebada, el mijo… cereales que no dan pan blanco, pero que quitan el hambre. En el siglo I, Plinio el Viejo se hubiera escandalizado del uso alimentario de cereales como el centeno, de pésimo sabor y solo útil para calmar el hambre en caso de emergencia (deterrimum et tantum ad arcendam famem, NH XVIII,40), sin embargo tendrán un gran éxito porque es muy poco exigente con la calidad de la tierra y por tanto cunde mucho.



Posteriormente se darán otros pequeños cambios que se consolidarán con el tiempo. Por ejemplo, aumentará terriblemente el consumo de carne. Todas las fuentes escritas que dan testimonio de este momento inciden en la gran cantidad de carne consumida, sobre todo la de cerdo. Tanto  el recetario de Vinidario (s.V), como el médico bizantino Ántimo (s.V-VI), como el erudito Isidoro de Sevilla (s.VI-VII) mencionan todo un catálogo de posibilidades, y eso que son defensores del modelo alimentario más clásico (ciervo, perdices, pichones, albóndigas y salchichas de todo tipo de carne, pollos, patos, faisanes, buey, cochinillo, cordero, cabrito, tordos, carne salada, salchichones, picadillos…). 

Al haber mayor explotación de la ganadería (de hecho, a la larga se acabará imponiendo la economía pastoril y forestal), también se valora más la grasa de procedencia animal, y los textos nos muestran una combinación de aceite de oliva con tocino, grasa de cerdo, lardo o mantequilla. El queso se convierte también en un producto más asequible y por tanto más común que en la antigüedad. 

Por lo que respecta a las salazones de pescado y al garum, la salsa emblemática del mundo romano y griego, se seguirá usando (muchas factorías tuvieron un período de esplendor durante los siglos IV y V), convirtiéndose en otro superviviente de la dieta clásica. Otros condimentos, como las especias, también sufrirán alguna variación: entran en juego algunas como el clavo o el costo, la nuez moscada, la canela, el jengibre o el azafrán. Y pasan de moda otras que habían sido emblema de los platos romanos, como el ligústico.


Factoría de garum. Barcino (s. III al V) Museu d'Història de Barcelona.


Estamos a las puertas de otra época, otro modelo alimentario resultado de la combinación del germánico y del mediterráneo (modelo expuesto magistralmente por Massimo Montanari), donde los elementos clave de los pueblos germánicos (carne, cerveza, tocino) se combinan con los del mundo clásico (pan, trigo, aceite), que se han preservado por su prestigio cultural y por haber sido adoptados por la Iglesia.



Escena de banquete. Catacumbas de S. Pedro y Marcelino. Roma. S. IV