Mostrando entradas con la etiqueta tabernas. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta tabernas. Mostrar todas las entradas

viernes, 5 de julio de 2019

FARCIMINA Y OTRAS FARSAS EMBUTIDAS EN LA ANTIGUA ROMA

En la culinaria romana triunfaban toda suerte de salchichas, butifarras, morcones,  morcillas, salchichones, longanizas y otras composiciones a base de carne, grasa, especias y sal. Eran de muchos tipos según la composición y el tratamiento, lo mismo que nuestros embutidos actuales, y en los textos latinos aparecen nombrados de diferentes formas, aunque no es fácil establecer la correspondencia entre palabras y productos.
Tipos de farcimina. Grup de Reconstrucció Històrica de Badalona. Ludi Rubricati 2019. foto @abemvs_incena

En general, se denominaban farcimina toda suerte de embutidos, según leemos en San Isidoro: “Farcimen es la carne muy cortada y picada con que se embute -farcire- o se llena un intestino, después de haberla mezclado con otros condimentos” (Etim. XX,28), y formarían parte de las succidia, es decir, carnes curadas y saladas, generalmente de cerdo, que se destinan a una larga conservación. Como se imagina, son fruto de la necesidad de conservar la carne una vez hecha la matanza, que se hacía tradicionalmente en pleno invierno justamente para aprovechar los beneficios de las bajas temperaturas: a más frío menos crecimiento bacteriano. El poeta Marcial recoge este dato en un epigrama: “La morcilla -botulus- que te llega en pleno invierno, me había llegado antes de los siete días de Saturno” (XIV,72), relacionando la llegada de unas morcillas con las Saturnales, que se celebraban entre el 17 y el 23 de diciembre.

cabeza de cerdo, salchichas y brochetas.
pintura parietal de una cocina de Pompeya
La elaboración general de estos embutidos suele ser siempre la misma: la carne se trocea, se pica y se maja, mezclada con diferentes condimentos, para formar el relleno o farsa (insicium); se embute en una tripa natural y se cuelga y se deja ahumar, o bien se cuece en agua y posteriormente se asa.

Este sistema de conservación de la carne dentro de la misma tripa es muy antiguo, y parece que los romanos lo aprendieron de los griegos. Ya en la Odisea, Homero menciona un embutido asándose al fuego lentamente:
De la misma manera que un héroe a un gran fuego llameante dando vueltas a un vientre repleto de gordo y de grasa, ora a un lado, ora a otro, desea que se ase al momento, él también así se revolvía, pensando en qué forma le pondría las manos a los pretendientes impúdicos, solo él contra tantos”. (Odisea XX,25-30).
Y Ateneo de Náucratis nos menciona al inventor de las salchichas y embutidos, que es nada menos que Aftoneto, uno de los siete cocineros sabios míticos (Deipn. IX, 379E). Grecia es también la autora de los primeros recetarios de embutidos y carnes en conserva. Por otra parte, el procedimiento de ahumar las carnes para conservarlas es también utilizado por los griegos y por los egipcios.

Toda esta tradición fue aprendida por el pueblo romano, que la desarrolló sobradamente.

Sabemos la composición y elaboración de algunos embutidos gracias al recetario de Apicio, De re coquinaria. En su Libro II, Sarcoptes, traducido como “Los trinchantes” se mencionan 5 recetas diferentes.

La primera (II, III,2) sería una receta de morcillas (botellum). En ella hay que mezclar seis yemas de huevo cocido, piñones cortados, cebolla troceada, puerro picado, pimienta molida y algo llamado ‘salsa cruda’ (ius crudum). Los expertos de historia de la alimentación, como Almudena Villegas, consideran que esta ‘salsa cruda’ corresponde a la sangre a medio cuajar, fundamental en la elaboración de las morcillas y butifarras negras. Una vez mezclado todo, hay que rellenar varias tripas y cocerlas con garum y vino.
La palabra utilizada, botellum, es el diminutivo de botulus. Ambas aparecen en diferentes textos y se traducen generalmente por ‘morcilla’, aunque hay que decir que en Aulio Gelio se identifica con el más genérico farcimen. (Gelio XVI, 7,11). ‘Botellum’ es también el étimo del que procede la palabra “botillo”, conocido embutido de la comarca de El Bierzo.

Confección de farcimina. Grup de reconstrucció històrica de Badalona. Magna Celebratio 2019. foto @abemvs_incena
La segunda receta que menciona Apicio (II, IV) es la de las famosas salchichas de Lucania (Lucanicae). El mismo autor nos indica que la receta es similar a la anterior y para hacerla se deben picar una buena cantidad de especias para formar el aliño: pimienta, ajedrea, comino, ruda, perejil, bayas de laurel y cualquier otra especia que se tenga, también garum. La carne se debe picar muy bien y mezclarla con este aliño. Una vez bien picada se amasa y se mezcla con mucha grasa -manteca de cerdo, pinguedine- y piñones. Después se echa en una tripa larga y muy fina y, a diferencia del botellum, la lucanica se cuelga y se ahúma.
Estas salchichas tenían denominación de origen, procedían de la región de Lucania, en el sur de Italia, región que formaba parte de la Magna Grecia, y, al parecer, fueron los militares los que las dieron a conocer en Roma, según las palabras del escritor y militar Marco Terencio Varrón: “A la tripa rellena procedente del intestino grueso, le dan la denominación de Lucanica, porque los soldados tuvieron conocimiento de ella por los lucanos” (De lingua latina V, 22,111). El poeta Marcial las menciona en sus epigramas: “Vengo como hija lucánica de una cerda del Piceno” (XIII, 35), y parece que eran un regalo habitual en las fiestas Saturnales: “Regalos a Sabelo por las Saturnales: una longaniza con tripa falisca” (Mart. IV,46,8). Por cierto, la tripa falisca (venter faliscus) era otro embutido con denominación de origen. Procedía de la zona de Falerium, un territorio situado en tierras etruscas y se hacía con intestinos gruesos. Sería un equivalente a los morcones, obispillos, ‘bisbes’ o ‘bulls’.
Volviendo a la lucanica, esta palabra ha evolucionado en las distintas lenguas europeas, siendo el étimo del que deriva la ‘longaniza’ del castellano, las ‘llonganissa’ y ‘llangonissa’ del catalán, las ‘lukainka’ y ‘lukaika’ del euskera, la ‘luganega’ del italiano o la ‘linguiça’ del portugués. Así de famosas fueron las salchichas de la Lucania!

Las tres recetas siguientes que da Apicio (II, V, 1-3) corresponden a un apartado general de salchichas o farcimina (la traducción por ‘chorizos’ que se encuentra en algunas versiones del libro de Apicio no me parece adecuada, puesto que nuestra asociación del chorizo con el pimentón es inevitable).
En la primera, la farsa se compone de sesos, huevos, piñones, pimienta, garum y laser. En la segunda, de espelta cocida molida con la carne picada y mezclada con pimienta, garum y piñones. En la tercera, de nuevo espelta cocida (con garum y puerros), manteca de cerdo, carne picada, huevos, pimienta, ligústico, piñones y garum. En los tres casos se hierve la tripa rellena con agua y posteriormente se asa, o se sirve cocida. También se puede servir asada y acompañada de mostaza. En todos los casos se utilizan piñones, que no solo dan textura sino que también absorben aromas y sabores. Actualmente algunos embutidos, como el ‘blanquet’ de la Comunidad Valenciana, siguen llevando piñones, además de una composición bastante parecida a las de Apicio, la verdad. En otros casos, observamos que el aglutinante preferido en la actualidad es el arroz.
'Botulus'. Grup de reconstrucció històrica de Badalona. Magna Celebratio 2019. foto:@abemvs_incena
En los textos latinos encontramos otros nombres para referirse a butifarras, salchichas y otros embutidos. Siguiendo la clasificación que hace Varrón (De lingua latina V, 22,111), basada fundamentalmente en el tipo de tripa utilizado, existen el fundolus, embutido en el intestino ciego; el farticulum, que utiliza intestinos más delgados; hila o hilla, si es una tripa muy fina; longavo, si es muy largo; apexabo, que tenía en un extremo algo que sobresalía, como el apex de los sacerdotes; y el murtatum, que llevaba en el relleno una gran cantidad de mirto.

Pero en los textos latinos también encontramos el tuccetum, un tipo de embutido que quizá provenga de la Galia Cisalpina. Bastante grasiento es como nos lo presenta Horacio, quien echa en cara a quien quiere mantenerse saludable que no sea capaz de eliminar de su dieta los platazos enormes y las salchichas pringosas (tuccetaque crassa) (Hor. Serm.II,4,60-62). Y Apuleyo nos habla de la sirvienta Fotis, que preparaba para sus amos un manjar que olía de manera deliciosa (tuccetum sapidissimum) (Apul. Met.II,7).

Otro término habitual en los textos es tomaculum. Trimalción sirve estas salchichas en los aperitivos de su famosa cena, sobre una parrilla de plata que los esclavos traen directamente al triclinio: “Había también salchichas calientes (tomacula ferventia) sobre una parrilla de plata” (Petron. XXXI,11). También en el Satiricón aparece el término sangunculum, sin duda para representar algún tipo de morcilla o butifarra elaborada con sangre. Aparecen en la cena descrita por Abinnas para servir de acompañamiento a un cerdo, que es el plato principal (Petron. LXVI,2).

Relieve funerario del carnicero Tiberius
 Julius Vitalis. Villa Albani, Roma.
Las salchichas, butifarras y longanizas en general eran un producto de cierta categoría, aunque no de lujo. Una elaboración a base de carne, especias y grasa no tenía por qué ser un producto barato. El Edicto de Precios de Diocleciano del año 301 dC nos marca el precio de cuatro de ellas: salchichas de cerdo y de carne de vacuno (quizá salchichas frescas debido al nombre, isicia, referente al relleno de carne picada) y salchichas de Lucania ahumadas, también de cerdo y también de carne de vacuno. Las de cerdo eran más caras con diferencia: las salchichas normales costaban 2 denarios la onza (27,28 gr.), mientras que las de buey o ternera 10 denarios la libra (327,45 gr.). Las de Lucania eran bastante más caras: las de cerdo costaban 16 denarios la libra, mientras que la libra de las de carne de vacuno costaba 10 denarios. Para hacernos una idea, las más caras salen al mismo precio que medio litro de liquamen, que el hígado alimentado con higos, que una tórtola de crianza o que una libra de jabalí.

Por eso no nos sorprende verlas en el banquete de Trimalción, por ejemplo. O en la comida que la joven esposa prepara para su marido, “una comida digna de los sacerdotes salios”, en la que no falta un guisado de carne fresca junto a su embutido (pulmenta recentia tuccetis temperat) (Apul. Met.IX,22). A veces se presentan como aperitivos, junto a huevos, aceitunas, pescado en salazón y otros quitahambres, regados con el inevitable mulsum: “Y no es posible que pongas alguna esperanza en los aperitivos: los he eliminado por completo, pues antes solía quedarme sin apetito con tus aceitunas y tus longanizas (oleis et lucanicis tuis)”, se queja Cicerón, (Ad Fam. 190,8). Marcial las sirve a sus amigos junto a una col verde y una blanca polenta (V,78). Y ya hemos visto que no es extraño regalar estos productos cárnicos con motivo de las Saturnalia, como reclama Estacio a su amigo Plocio Gripo, que ha sido tan tacaño que no le ha regalado “ni salchicha de Lucania , ni tripas rellenas al gusto falisco” (Silv.IV,9,35).

Pero, como he dicho, tampoco eran un objeto de lujo. De hecho, son un alimento idóneo para ser consumido por todas las clases sociales. Se vendían en las tabernas, en las termas y en los puestos ambulantes, según leemos en los textos latinos. Horacio explica que son un buen estímulo para los borrachos, cuyo estómago “exige que lo reanimen más y más con jamón (perna) y salchichas (hillis)” (Hor.Serm. II,4).  Marcial habla del “cocinero que pregona ronco salchichas humeantes (fumantia … tomacla) por las tibias tabernas” (I,41) y Séneca se desespera con el ruido de las termas y de los vendedores ambulantes, que le alteran profundamente: “Luego al vendedor de bebidas con sus matizados sones, al salchichero (botularium), al pastelero y a todos los vendedores ambulantes que en las tabernas pregonan su mercancía con una peculiar y característica modulación” (Ep.VI,56,2).

Escena de carnarium. Museo della Civiltà Romana, Roma.
Butifarras, longanizas, morcillas, salchichas y otras composiciones similares son una herencia de la Antigüedad clásica, cuya elaboración es prácticamente idéntica a la actual si exceptuamos el pimentón.

Bon appetit!


domingo, 2 de junio de 2019

CONSUMO DE CARACOLES (COCHLEAE) EN LA ANTIGUA ROMA

El consumo de caracoles es muy antiguo. Tanto, que se comían ya en la edad de piedra, como se deduce de su presencia entre los restos de las basuras de banquetes primitivos.

caracoles. Mosaico de Aquileia
En la Antigüedad griega y romana los caracoles eran muy apreciados, tanto por su sabor exquisito, como por sus propiedades medicinales. Sabemos por las fuentes clásicas que ya entonces se conocían las técnicas de la helicicultura, es decir, la cría de caracoles con fines comerciales. Leemos en Plinio el Viejo: “Los viveros de caracoles (coclearum vivaria) los instituyó Fulvio Lipino en el territorio de Tarquinios, poco antes de la guerra civil que se entabló contra Pompeyo Magno” (Plin. IX,173). Por tanto, según este autor, los viveros de caracoles se inician oficialmente poco antes del año 49 aC, gracias a la iniciativa del propietario agrícola Quinto Fulvio Lipino. Este los había separado por tipos y los había rodeado de agua para que no escapasen. Una vez criados, se destinaban a la venta en los mercados, produciendo no pocos beneficios: “Producen una gran ganancia económica en las grandes islas hechas en las granjas” (Varrón, Rust,III,14,5).

cáscara de caracol. detalle mosaico
 asarotos oikos. Musei Vaticani
Tanto Plinio el Viejo como Varrón mencionan diversos tipos, en función de su procedencia: los de la región de Reate, los de Iliria, los de África -conocidos por ser muy grandes- o los de las Islas Baleares, conocidos como “caracoles de cueva”.
Ambos autores también mencionan el método para que se pusieran bien gordos: los encerraban en una olla agujereada y los cebaban con mosto cocido y gachas.

Como he dicho, estos caracoles cebados se podían encontrar después en los mercados, puesto que eran un alimento muy común, presentes tanto en las mesas de los ricos como en las más humildes. El Edicto de Precios Máximos de Diocleciano (año 301 dC) nos dice que por 4 denarios se pueden comprar 40 caracoles pequeños o 20 de los grandes (tipo africano). Es el mismo precio que cuestan dos melones grandes, cien nueces secas, cuatro huevos o un sextario de aceitunas negras, así que no eran particularmente caros.

Los caracoles eran plato habitual en las tabernas. Bien gordos, asados y empapados de salsa, eran de esos picoteos que estimulan la sed: “A un bebedor que esté mustio lo animarás con quisquillas asadas y con caracoles de África” leemos en Horacio (Serm.II,4,58-59).

caracoles. detalle mosaico asarotos
oikos. Musei Vaticani
En las cenas, se servían durante los aperitivos. Aparecen en el fastuoso banquete de Trimalción: “El hábil cocinero estuvo a la altura de esos refinamientos: nos sirvió unos caracoles en una parrilla de plata” (Satyr.70,7). Y también entre los entremeses que Plinio el Joven prometía a su amigo Septicio Claro: “Se había preparado para cada uno una lechuga, tres caracoles, dos huevos, unas gachas de trigo con vino mezclado con miel y con nieve (...), aceitunas, acelgas, calabazas, cebollas y otros mil manjares no menos deliciosos” (Plin. Epist.I,15). Claro que su amigo había rechazado la invitación, prefiriendo otras cenas de mayor postín, a base de ostras, vientres de cerda y erizos de mar.



Los caracoles se comían con unas cucharas especiales llamadas cochlear (en plural, cochlearia) Eran unas cucharas de doble uso, que servían para comer los huevos pasados por agua, y que terminaban en punta, lo cual permitía extraer los caracoles de la cáscara. El poeta Marcial las menciona como un regalo propio de las Saturnales.

cochlearia Metropolitan Museum of Art

Los caracoles eran también muy apreciados por su uso medicinal. Según la ‘ciencia’ de la época, a caballo entre la medicina y la magia, servían para casi todo: curar el dolor de cabeza, mejorar la vista nublada, aliviar el dolor de muelas, proteger la piel, desinflamar la garganta, mejorar la digestión, quitar la tos y hasta eliminar la disentería.

Por otra parte, se creía que eran un potente afrodisíaco, como todos los moluscos con concha. Con este uso lo vemos en el Satiricón, tras el gatillazo que el protagonista Encolpio sufre con la caprichosa Circe: “Tras despachar a Crisis con esta hermosa promesa, puse especial esmero en cuidar mi imperdonable cuerpo; prescindiendo del baño, me di una ligera fricción; luego, tomé alimentos especialmente excitantes, como cebollas y cabezas de caracol, y bebí un traguito de vino puro” (Satyr.130,7). Ateneo de Náucratis nos proporciona una explicación ‘científica’ para ello: “Nazareno, caracol, huevo y los productos similares parece que son productores de esperma, no porque sean muy alimenticios, sino debido a que poseen una naturaleza primordial muy semejante a los principios activos del esperma” (Deipn.II,64A).

caracoles. Roma, Santa Maria in Trastevere. 
Además, los caracoles se asociaban a la supervivencia tras la muerte, por lo que también era frecuente que se consumiesen en los banquetes fúnebres, esos que se celebraban en los cementerios, compartiendo alimentos con los familiares muertos en días señalados. De hecho, los restos de conchas de caracol son un hallazgo frecuente en las necrópolis. Por otra parte, el mismo Satiricón nos da fe de esta práctica en la descripción de una cena novendialis: “Como plato fuerte tuvimos un trozo de oso (...) Por último, tuvimos queso tierno, mistela, un caracol por persona y unos trozos de tripas (...)” (Satyr.66). Como los huevos, las legumbres y el vino, los caracoles tienen  una fuerte carga simbólica que los relaciona con el misterio de la vida y la resurrección.

Sabemos cómo cocinaban los caracoles gracias al recetario de Apicio, De re coquinaria (Libro VII, XVI, 1-4). En este libro aparecen 4 recetas, tanto para limpiarlos como para prepararlos. En la primera nos explica que hay que ponerlos en leche y sal durante un día, y en leche sola unos cuantos días más, y cuando ya estén tan gordos que no puedan esconderse en su concha, hay que freírlos con aceite, dejando que hagan chup chup en garum mezclado con vino. La cuarta receta básicamente se refiere a la preparación previa mediante unas gachas de harina y leche y, una vez hinchados, indica que hay que cocerlos. Estas gachas de harina y leche, o bien solo la leche, tienen una doble función: limpiar los caracoles y engordarlos. Y posiblemente en todos los casos a los caracoles se les daba una doble cocción: primero cocidos y luego asados, como era habitual en la cocina romana.

caracoles con majada romana. Versión del restaurante Dos Pebrots (Barcelona) Foto: @Abemvs_incena

Las otras dos recetas dan nuevas indicaciones sobre la salsa con que se aderezaban los caracoles asados: la primera con laser, garum, pimienta y aceite; la segunda con garum, pimienta y comino. Recordemos que en la primera se estofaban en una salsa de garum mezclado con vino. Estos ingredientes fuertes y especiados, además de combinar la mar de bien con el sabor de los caracoles, contrastaban con la naturaleza flemática y fría de estos, según las teorías hipocráticas sobre los cuatro humores y la dietética de la época.
Pero Apicio también los menciona formando parte de otras elaboraciones, como en el relleno de un cochinillo a la jardinera (VIII,VII,14) o en una extraña cazuela en la que los caracoles se integran con verduras diversas (acelgas, puerros, apio, bulbos) y proteínas varias (alas de pollo, mollejas, salchichas, morcillas), todo cuajado con huevo y aderezado con garum al vino, y que lleva por nombre “Aperitivo versátil” (IV,V,1).

Buen provecho!

sábado, 26 de enero de 2019

LAS OLIVAS EN LAS MESAS ROMANAS


El producto principal que se extrae de las olivas es el aceite. Es un producto fundamental con múltiples usos: iluminación, cosméticos, rituales, ungüentos, alimentación. Sin embargo, en este texto no hablaré del aceite sino del humilde fruto de la diosa Atenea: la aceituna.

Olivas. Museo Arqueológico Nacional de Nápoles.
La oliva o aceituna fue un producto muy consumido en Roma, lo mismo que en toda la cuenca mediterránea. Es un producto emblemático que se halla presente en todas las mesas, tanto en la de los ricos como en la de los pobres. Las había de diferentes calidades y tipos. Bastantes autores romanos (Plinio el Viejo, Virgilio, Macrobio, Paladio, Varrón o Columela) nos informan de al menos veinte tipos diferentes de aceitunas, entre ellas la licinia, la contia, la sergia, la geórgica, la orquita, la pausia, la mirtea, la egipcia, la alejandrina… Y cada una era apta para un uso concreto. Por ejemplo, la salentina era ideal para las conservas, las de Colminio eran geniales para los perfumes y la sergia para hacer aceite.

En la mesa, las preferidas eran las de importación, es decir, las griegas (como las de Sicione, cerca de Corinto) o las de la Decápolis de Siria, en el límite de Siria con Judea: si hemos de creer a Plinio “aunque son pequeñas e incluso no más grandes que una alcaparra, son famosas por su carne” (NH XV,16). Entre las nacionales, las que tenían mejor fama y, suponemos, mejor sabor eran las del Piceno y las del Sidicino, en la región de Campania. Las olivas picenas las menciona Marcial en numerosas ocasiones formando parte de los banquetes, como explicaré más tarde. Eran tan exquisitas que se enviaban como regalo. “También llegó de parte de un cliente del Piceno un cestillo al que no le cabían unas sobrias olivas” leemos en Marcial (IV,46), a propósito de los regalos que el abogado Sabelo recibe de sus clientes en las Saturnalia.

Cantharos con ramas de olivo. Pompeya.
Las aceitunas no pueden comerse tal cual caen del árbol, sino que hay que adobarlas y ponerlas en conserva. Los textos de los agrónomos Catón y Columela mencionan diferentes recetas: la salmuera, el secado, sumergirlas en mosto cocido, o en vinagre, o en vinagre y mosto… a los que se le podía añadir lentisco, hinojo, sal, aceite… Las aceitunas en salmuera eran muy apreciadas. Los griegos las preparaban ya en el siglo IV aC y las llamaban kolymbàdes (‘nadadoras’), pues la salmuera se mezclaba con aceite, sal y agua marina. Ateneo las menciona como aperitivo ya desde tiempos de los antiguos y Columela las menciona flotando en una parte de salmuera y dos de vinagre. El séviro y tallista de mármol Habinas, en el Satiricón, explicando la cena fúnebre de la que viene, se escandaliza con el comportamiento descontrolado de la gente frente a una buena dosis de olivas en salmuera: “También pasaron una bandeja de aceitunas aliñadas: no faltaron personas tan groseras que se llevaron hasta tres puñados” (Petr.66).

Existen un buen número de ánforas procedentes de la Bética, la Narbonense o Creta, que llevan inscripciones relativas a su contenido, es decir, olivas en conserva, y que servían para comercializar este producto. En algunas leemos “olivae nigrae ex defruto” (‘olivas negras en vino cocido’), maceradas en defrutum o en sapa, gracias a sus cualidades conservantes. Otras especifican la maceración en vinagre, como las kolymbàdes de Creta que se vendían en ánforas de fondo plano.

La gente podía adquirir las olivas ya preparadas en el mercado o en los puestos de vendedores ambulantes. Se vendían en pequeñas cestas o bolsas de esparto y eran accesibles a todos los bolsillos. Según el Edicto de precios de Diocleciano, que data del año 301, por cuatro denarios se podía comprar un sextario de olivas negras (equivalente a 0,547 litros), cuarenta olivas kolymbàdes y solo veinte unidades de olivas de Tarso.

También se podían adquirir en las popinae, establecimientos de comida ya preparada, donde posiblemente las pondrían en conserva los propios taberneros para consumirlas en el mismo local. Oliva condita XVII K. Novembres leemos en las paredes de la pompeyana taberna de Aticto: ‘olivas puestas en conserva el 16 de octubre’ (CIL IV,8489).

Recogida de aceitunas. Museo del Bardo, Túnez
Además de las propias olivas en salmuera, estas se podían comer en forma de una pasta llamada epityrum que, según Columela, “se usa comúnmente en las ciudades griegas” (Agr.XII,47). Consiste en extraer el hueso de las aceitunas, machacarlas en el mortero y mezclarlas con diferentes especias, como cilantro, comino, hinojo, ruda, menta, vinagre y bastante aceite. La pasta resultante es deliciosa. Otra opción era la samsa o sirapa, que se hacía con aceitunas negras muy maduras a las que se añadía sal molida, semilla de hinojo, anís de Egipto, comino, fenogreco y una buena cantidad de aceite para que la pasta resultante no se resecase. Según Columela (Agr.XII,49), esta pasta no duraba más de dos meses sin que se alterase su sabor.

Como he dicho más arriba, las olivas forman parte de las mesas de ricos y pobres. Tanto aparecen en los aperitivos de un banquete fastuoso, como el de Trimalción: “En la bandeja de los entremeses había un asno en bronce de Corinto con alforjas, las cuales, de un lado, iban llenas de aceitunas blancas, y del otro, de aceitunas negras” (Petr.31), como forman parte de la dieta sencilla y medio vegetariana de quien ama la frugalidad: “A mí me sustentan las olivas, a mí las achicorias y las ligeras malvas” (Hor.Carm,I,31).

Se pueden servir junto a otros alimentos a lo largo de una cena, pero lo más frecuente es que aparezcan en los aperitivos (gustatio) o al final de la comida, justo cuando la bebida toma protagonismo. Marcial en un epigrama comenta que las olivas -en su caso siempre picenas- abren y cierran los banquetes (XIII,36) y Horacio, haciendo alabanza de la vida sobria y sencilla, se alegra de que en las cenas no haya desaparecido la buena costumbre de los ancestros de iniciar y acabar la comida con este alimento: “Y aún no se ha perdido toda señal de pobreza en los regios banquetes, pues hay hoy en día un lugar para los humildes huevos y las negras olivas” (Sat.II,2).

Como aperitivo aparecen en un convite preparado por Marcial a sus amigos: lechuga, ajete, conserva de atún, huevos, queso del Velabro “y olivas que han sentido los fríos del Piceno” (XI,52). Y aparecen a menudo al final de la comida, a la hora de la bebida y la diversión, junto a alcaparras, jamón (Plaut. Curc, 90) u otros alimentos estimulantes de la sed: “si por casualidad Baco te abre el apetito que acostumbra, vendrán en tu ayuda unas buenas aceitunas, recién cogidas de los olivos del Piceno, y garbanzos hirviendo, y altramuces tibios” (Mart.V,78). También aparecen en la comissatio de un banquete imperial, en este caso hablando del emperador Claudio: “si se dormía después de la comida, cosa que le ocurría a menudo, disparábanle huesos de aceitunas” (Suet.Claud.VIII).
Pájaros picoteando un cesto de olivas. Museo Arqueológico de Susa (Túnez)
El humilde fruto de Minerva es también protagonista de las sobrias cenas de los filósofos: “El festín consistirá en higos secos, orujo de aceitunas y queso. Pues esas cosas acostumbran a ofertar los pitagóricos” (Ateneo,Deipn. IV,161D). Lo mismo que forma parte de festines modestos, como la cena que improvisan los esclavos en el Estico de Plauto: “Yo veo que este convite es, dentro de nuestros medios, bien apañado; tenemos nueces, habas, higos, aceitunas, pastas, altramuces, restos de galletitas” (Stich.690). La austeridad de las aceitunas las hace protagonistas de la cena de avaros y gente miserable: el millonario Escévola hacía bastar diez olivas para dos comidas (Mart.I,103) y un tal Avidieno, tacaño conocido por todos bajo el sobrenombre de “perro” por lo miserable de su vida, solo comía “olivas de cinco años y bayas de cornejo silvestre”, lo cual es bastante imperdonable, pues entre vida sórdida y vida frugal debe haber una distancia (Hor.Serm.II,2).

Recogida de aceitunas. Ánfora ática.
Catón recomienda el uso de las aceitunas para alimentar a los esclavos, para lo cual indica que se deben utilizar las olivas que caen a tierra del árbol (oleae caducae), que se conservaban en grandes cantidades, o las olivas estacionales (oleas tempestivas), que dan poco aceite, pero nunca olivas de primera calidad. Con estas olivas adobadas, que Catón recomienda estirar bien para que duren más, los esclavos obtenían su companaje o pulmentarium (Cato RR,58).

Recogida de aceitunas. Museo Arqueológico de Córdoba.
Para acabar, las olivas podían servir como ofrenda a los dioses, pues no solo eran un producto emblemático de la civilización griega y romana, sino que son un alimento creado por Atenea / Minerva como regalo para la humanidad. Eso explica que griegos y romanos utilizaran las hojas del olivo para coronar a sus héroes victoriosos y sus campeones olímpicos. Las propias aceitunas, recién recogidas, eran una ofrenda común para dioses y difuntos, que se depositaba en los altares y las tumbas. También el aceite obtenido con la primicia de la cosecha de aceitunas, que era de excelente calidad, se utilizaba para las ofrendas y las unciones sagradas. Y Ateneo menciona este fruto en la cena pública que los atenienses ofrecen en el pritaneo -sede del poder ejecutivo y de los magistrados- en honor a los Dióscuros. Allí colocan sobre las mesas “Un queso y un physte (un tipo de pan de cebada), aceitunas maduradas en el árbol y puerros, en recuerdo de su antiguo género de vida” (Deipn.IV,137E).

La Farga de Arion (Ulldecona, Tarragona).  Plantado en el siglo IV es el olivo más antiguo de la península.

Prosit!