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viernes, 16 de mayo de 2025

VESTIRSE PARA CENAR. DRESS CODE EN LOS TRICLINIOS ROMANOS

 


¿Existía una norma de etiqueta para las cenas romanas? ¿Un dress code, un código de vestimenta? Por supuesto. 


Una cena romana es, por encima de todo, un acontecimiento social muy codificado que exige unas normas de protocolo, que afectan tanto a quien invita como a quien es invitado. Los anfitriones son los auténticos protagonistas, los que escogen el menú y los que facilitan una cena espléndida -o no-. Ellos deciden el tono que tendrá el convivium, porque son los responsables de la música, de las flores, de las diversiones, de las novedades gastronómicas, de la lista de invitados, de la cantidad de alcohol prevista… La imagen social del anfitrión se verá reforzada si toma las decisiones correctas. 

Los convidados por su parte tienen que estar a la altura. No basta con haber sido invitado, hay que demostrar que uno es merecedor de esa invitación: perfectos modales en la mesa, conversación interesante, abundantes elogios a anfitriones y gente vip, beber sin pasarse… Lo dicho, todo está codificado, nada es gratuito.

Y eso incluye la vestimenta.


Antes que nada, conviene saber cuatro cosas sobre la indumentaria en general

Para ciudadanos y ciudadanas del mundo romano, el vestido se compone de dos piezas, sin contar, obviamente, la ropa interior. Ambos, hombres y mujeres, llevaban una túnica y un manto. La túnica es la pieza más simple, más básica y más identificativa de la vestimenta romana. En general consiste en dos piezas rectangulares que van cosidas por los lados, dejando espacio para la cabeza y los brazos. Al principio eran sin mangas -en el caso de los caballeros-, siempre eran bastante largas -en el caso de las señoras- y se llevaban con cinturón (cingulum). El material principal era la lana, aunque se podían confeccionar en lino en caso de calores estivales.   

El manto era una pieza también de lana o lino, de forma rectangular, que debía envolverse alrededor del cuerpo. La de los hombres se llamaba pallium y la de las mujeres palla. Básicamente, era una pieza de abrigo que cruzaba los hombros y cubría el cuerpo, más sencillo de utilizar que una toga a base de pliegues. Obviamente si se trataba de un ciudadano romano con estatus, se usaba la toga, que actuaba como un símbolo de categoría social. La toga era incómoda como ella sola pero llevarla era un indicador de respeto, ya que solo estaba permitido vestirla a senadores, magistrados, sacerdotes y otros peces gordos. Justo por eso, cuando no se estaban desempeñando deberes de la vida civil, el ciudadano con derecho a llevar toga se la quitaba y se ponía un pallium. La versión femenina de la toga era la stola, una prenda plisada que llegaba hasta los pies que incorporaba complementos varios como bordados y ceñidores, y que podía ser de colores y materiales diversos.

Completaba la indumentaria el calzado, que o bien eran sandalias (solea) o bien un zapato cerrado de cuero que solo llevaban los patricios (calceus).



¿Qué sucedía con la indumentaria al asistir a un banquete? ¿Cuál era el código de vestimenta en estos casos? 


Pues, para empezar, se abandonaba la toga o el manto y se adoptaba una ropa bastante más cómoda y festiva: la vestis cenatoria o synthesis

Este cambio de ropa literal era una manera de simbolizar que se dejaba aparte el trabajo o las obligaciones civiles y se entraba en la dimensión de la comensalidad, ese ritual romano donde se estrechan lazos y se comparte la vida alrededor de una mesa. Por eso se abandona la toga, el pallium o la stola, ya que son ropa de calle o forensia, representativas de los quehaceres diarios. No tienen lugar en el espacio del banquete, que será un tiempo dedicado al descanso, la buena conversación y la diversión, es decir, al otium.


Al representar el ocio y la desocupación, la vestis cenatoria era un atuendo muy cómodo. Gracias a las fuentes, sabemos que era  una especie de batín, quizá sin mangas, que se llevaba muy holgado sobre la propia túnica con la finalidad de proteger esta de manchas varias y cenar con toda comodidad. 

Como estaba tan identificada con la dimensión personal del otium, esta vestimenta se usaba exclusivamente para estar en casa y sentarse a comer. Al llegar los invitados a la domus, se les ofrecía para que se cambiasen de ropa justo antes de entrar al comedor, como vemos en el Satiricón: “repuestos ya del cansancio, nos vestimos para cenar y nos mandaron pasar a una sala inmediata donde estaban dispuestos tres lechos con el dispositivo completo de un esplendidísimo banquete” (Satyr 21,5). Por cierto, este cambio de ropa afectaba también al calzado: las sandalias de calle se quedan también aparcadas en la entrada, y se cambian por otras más cómodas -o incluso nada-, en un ritual que incluye el lavado de pies por parte de los esclavos y que en los textos aparece con el nombre de ‘soleas deponere’. El calzado se recupera solo cuando termina la cena (‘poscere soleas’, o sea, pedir los zapatos).




Como he dicho, la synthesis se utilizaba solo en el interior de casa y en el contexto de la cena. Sin embargo, existía una excepción: las fiestas de diciembre dedicadas a Saturno, las Saturnalia. Como no eran días hábiles, sino festivos, la toga no era necesaria y se permitía -de manera excepcional- vestir la synthesis o cenatoria para salir por ahí. “Mientras la toga disfruta descansando durante cinco días, estarás en tu derecho de ponerte esta prenda”, leemos en Marcial, donde se identifica la toga con el trabajo ordinario y la synthesis con las Saturnales (XIV,142). Es bastante comprensible si sabemos que las Saturnales eran días de diversión, de locura y de relajación de las normas sociales. Eran días excepcionales en sí mismos. 

De hecho, durante esos días festivos lo que estaba mal visto era llevar la toga por la calle, porque sería un indicador de no entender las normas sociales o no querer seguirlas. Por eso mismo, lo contrario, es decir, llevarla de forma pública en cualquier otro momento del año fuera de las fiestas Saturnales, era una conducta censurable propia de gente irresponsable y cantamañanas. Suetonio, por ejemplo, utiliza esa información para transmitirnos una imagen negativa y depravada del emperador Nerón, quien “se presentó muchas veces en público con trajes de festín, un pañuelo en torno al cuello, sin cinturón y descalzo” (Nero, 51), dato que incorpora a todo un elenco de excesos y defectos, como la falta de aseo personal.




Volviendo a la vestis cenatoria, la verdad es que es difícil saber si constaba de una sola pieza o de más. La palabra ‘cenatoria’ es usada como un plural neutro que bien podría indicar un conjunto de varios elementos: el que cubría la túnica -esa especie de batín-, que era la pieza principal, y alguna otra prenda para cubrirse que podría ser de abrigo o más fresca según la estación del año, como ese pañuelo al cuello que llevaba Nerón (‘circum collum sudario’). La descripción de la indumentaria del emperador que ofrece Suetonio nos revela otros detalles: la vestis cenatoria se llevaba suelta, sin cinturón.

Lo que sí sabemos es que estaban estampadas con alegres colores y que servían para lucirse: ropa cómoda, sí, pero también lujosa. Quien tiene dinero se esfuerza en mostrarlo a base de colores variados y tejidos refinados. 

Así brilla tu arca con innumerables batines”, dice el poeta Marcial de un millonario, quizá refiriéndose al brillo y a los estampados de su colección de cenatoria (II,46). El mismo Marcial, en otro epigrama, se lamenta de que ya no recibe regalos de su amigo Sextiliano porque con ese mismo dinero le ha comprado a su amante una synthesis de color verde claro (X,29). Y en el Satiricón, los protagonistas se encuentran con un esclavo aterrorizado porque ha perdido la ropa de su amo en el balneario. “Me perdió mi ropa de mesa”, dice el afectado, especificando que era de color púrpura de Tiro (Satyr.30,11).


Tener, no una, sino muchas synthesis era señal de poder adquisitivo, de cosmopolitismo, de ir a la moda. Quien solo tenía una o era pobre o tacaño o un paleto. Es lo que le pasa a un tal Lino, un hombre de posibles acostumbrado a la vida barata y poco ajetreada de las ciudades alejadas de la capital. Marcial se ríe de su austeridad provinciana: “Un solo batín te ha durado diez veranos” (IV,66).




No era raro que algunos comensales se cambiasen de synthesis varias veces durante la cena. Este cambio de ropa permitía sentirse cómodo y limpio todo el tiempo, libre de manchas -y olores- de vino, grasa o sudor. Pero sobre todo permitía hacer alarde de recursos exhibiendo continuamente diferentes batines, simplemente por vanidad y por ostentación.

De nuevo el poeta Marcial menciona un tal Zoilo, un nuevo rico que debía de caerle bastante mal, que se cambia compulsivamente de cenatoria para que no se le pegue el sudor: “Once veces te has levantado, Zoilo, en una cena y te has mudado de batín” (V,79). Como Marcial no tiene tanto dinero, comenta irónico que él no se puede dar el lujo de sudar, ya que tampoco se va a poder cambiar. 


Regalar una cenatoria era muy habitual. Para empezar, era bastante fácil que los anfitriones regalasen a los invitados la vestis que les habían ofrecido al inicio de la cena. Pero no solo. 

También podía ser un obsequio de hospitalidad de los que se repartían a suertes al finalizar las sobremesas (conocidos como ‘apophoreta’). Y, cómo no, era un regalo fácil para hacer durante las fiestas Saturnales.


Como se observa, en vestirnos para cenar también seguimos siendo romanos.

Sean felices!


jueves, 5 de agosto de 2021

LOS MODALES EN LA MESA: LA CASA DEL MORALISTA

En Pompeya se encuentra una pequeña casa  de dos edificios que se denomina la Casa del Moralista, o la Casa de Epidio Himeneo. Este nombre aparece en diversas partes de la casa y en seis ánforas, y se cree que era el propietario de la domus y se dedicaba al comercio de vinos. El sobrenombre de Casa del Moralista le viene por las palabras que se pueden leer en los muros del triclinio de verano. En general, se trata de recomendaciones sobre buena educación en la mesa. Una ya no tiene tan claro si están escritas en tono irónico o no, pero son altamente significativas de las costumbres de buen tono y modales que se debían demostrar en la mesa. Tengamos presente que, dada la cantidad de vino que se ingería, y dada la variedad de personajes que pululaban por los comedores –clientes, parásitos, amigos de amigos, sombras, libertos enriquecidos-, ciertas recomendaciones nunca estaban de más.


En las paredes del triclinio de la Casa del Moralista encontramos tres sentencias. La primera hace referencia a dejarse lavar los pies por el esclavo destinado para ello antes de subirse al triclinio, y de tener cuidado con manteles y servilletas de lino:

Abluat unda pedes, puer et detergeat udos
Mappa torum velet, lintea nostra cave!

La de la pared de la izquierda invita a evitar peleas. Si esto no fuese posible, la pared nos invita a irnos a nuestra propia casa:

(Insanas) lites odiosaque iurgia differ
Si potes aut gressus ad tua tecta refer!



La de la pared del fondo nos recomienda no mirar a la mujer de otro con ojitos lánguidos y no soltar palabras malsonantes:

Lascivos voltus et blandos aufer ocellos
Coniuge ab alterius sit tibi in ore pudor!

Los comensales vulgares, las bromas de mal gusto, las borracheras, las licencias amorosas... todo esto nos evocan las palabras escritas en estos muros. También la voluntad por parte del propietario de quedar bien como anfitrión, al menos en la teoría.


Fuentes:  

CIL  IV, 7698. 

lunes, 8 de enero de 2018

ANFITRIONES TIRÁNICOS EN LAS MESAS ROMANAS: TANTO VALES, TANTO COMES


A partir de un cierto momento, que podemos situar según las fuentes hacia finales del siglo I dC, una moda cruel se impone entre la aristocracia: servir platos diferentes a los invitados en función de la importancia social o personal que tienen para el anfitrión. Este sistema de reparto de alimentos, junto al de la posición que se ocupa en el triclinio (que ya fue objeto de una entrada anterior en este mismo blog), es un sistema infalible para marcar las jerarquías en la mesa: se reproduce la escala social y se establece públicamente lo que cada cual vale a ojos del anfitrión quien, de esta manera, se convierte en un maestro de ceremonias que reparte la comida como un príncipe en busca de la admiración de sus súbditos.

Conocemos esta moda de menospreciar a los convidados a través de las fuentes escritas, especialmente los autores satíricos Juvenal y Marcial. Ambos tuvieron que soportar en algún momento de su vida este trato desigual: Juvenal sufrió el destierro y la pérdida de su patrimonio y Marcial cayó en desgracia cuando su protector, Séneca, tuvo que suicidarse.
Los dos autores nos nutren de numerosos ejemplos de maltrato al convidado que abarcan diferentes aspectos.

El primero de ellos es la calidad de la propia comida que se sirve. Marcial echa en cara a un tal Póntico: “¿por qué no me sirven la misma cena que a ti? Tú tomas ostras engordadas en el lago Lucrino, yo sorbo un mejillón habiéndome cortado la boca. Tú tienes hongos boletos, yo tomo hongos de los cerdos; tú te peleas con un rodaballo, en cambio yo, con un sargo. A ti te llena una dorada tórtola de enormes muslos; a mí me ponen una picaza muerta en su jaula” (Mart. III,60). Los ejemplos en este sentido son abundantes. Juvenal dedica toda una sátira a criticar la vergonzosa cena de un tal Virrón, quien humilla a sus invitados más humildes marcando una diferencia sensible entre ellos y él mismo y sus invitados más poderosos: “Mira qué cuerpo tiene la langosta que traen al amo, cómo realza la bandeja, y con qué guarnición de espárragos tan completa, y esa cola con la que desdeña a la concurrencia mientras se aproxima traída en alto  por  las manos del imponente camarero. A ti en cambio se te sirve en una escudilla minúscula un langostino encerrado dentro de medio huevo, una comida de ofrenda fúnebre” (Iuv. V,80-85).


Las humillaciones no se limitan a las preparaciones, sino que abarcan también a los condimentos: “El amo rocía su pescado con aceite del Venafro. Por el contrario, la col descolorida que te traen a ti, desgraciado, olerá a candil” (Iuv. V,86-88), dejando claro que al pobre cliente se le ha dado un aceite de segunda regional, más apto para la iluminación que para el consumo. El maltrato se extiende también al pan: “un pan que apenas se puede partir, unos trozos ya enmohecidos de harina apretada que dan trabajo a las muelas y no permiten ni un mordisco. Pero el tierno y blanco como la nieve y elaborado con blanda harina candeal se reserva para el amo” (Iuv. V,68-71). Y pobre de ti si intentas coger pan del cesto equivocado, porque un esclavo te llamará la atención: “¿Quieres tú, comensal descarado, atiborrarte del cesto habitual y reconocer el color del pan que te corresponde?” (Iuv. V,74-75).  En esta misma cita se hace patente otro de los factores que sirven para marcar la desigualdad entre los comensales: la humillación llevada a cabo por los esclavos del servicio de mesa que, como “objeto de lujo” que son, tienen venia por parte del anfitrión para llamar la atención y mirar por encima del hombro al convidado pobretón. De hecho, el trato mortificador por parte de los esclavos es una de las mejores formas para humillar a un cliente, dejándole claro que se le invita solo por obligación: “Un esclavo comprado por tantos miles no sabe hacer la mezcla a los desharrapados; mas su hermosura, su juventud, se merecen que mire por encima del hombro. ¿Cuándo se acerca a ti el getulo? Aunque lo ruegues, ¿cuándo se presenta para suministrarte agua caliente o fría? (Iuv. V,60-64).


Por supuesto, la discriminación abarca también a las bebidas. De nuevo se queja Marcial de la calidad del vino y ya de paso también de la vajilla: “Nosotros bebemos en copas de cristal; tú, Pontico, en murrinas. ¿Por qué? Para que una copa transparente no deje ver dos vinos distintos” (Mart. IV,85). Y lo mismo podemos decir del agua: “Si el estómago del amo siente ardores a causa del vino y la comida, se le pide agua hervida más fría que las nieves géticas”, nos dice Juvenal, pero puntualizando que “El agua que bebéis vosotros es diferente” (Iuv. V,49-52).


Se podría pensar que los testimonios de Marcial y de Juvenal están salpicados de cierto rencor, debido a su situación clientelar. Sin embargo, otros autores más pudientes confirman en sus textos esta práctica tan mezquina por parte de la nobleza, dejando claro no solo que no se trata de una queja clasista por parte de los autores satíricos, sino también que buena parte de la aristocracia rechazaba esta moda. Plinio el Joven, abogado, escritor, científico y patricio como el que más, nos relata una cena en casa de alguien que considera despreciable, en la que se hacen tres tipos de distinciones: los más poderosos, los más humildes y los libertos, y condena claramente esta moda reciente, “esta nueva combinación de extravagancia y avaricia”:

“disponía copiosos manjares para él y para unos pocos y despreciables y escasos para los demás. Había distribuido también el vino en recipientes pequeños distinguiendo tres tipos, no para que hubiera posibilidad de escoger, sino para que no hubiera medio de rechazar: uno para él y para mí, otro para sus amigos menos íntimos -pues clasifica a sus amigos en diferentes grados- y otro para sus libertos y los míos. Lo advirtió el que estaba recostado junto a mí y me preguntó si lo aprobaba. Le dije que no; repuso: “-Entonces, ¿qué criterio sigues tú? -Brindo a todos lo mismo; pues invito a una comida, no a una afrenta, y trato de igual a igual en cualquier aspecto a quienes he igualado en mesa y triclinio. -¿También a los libertos? -También; pues entonces los considero comensales, no libertos” (Plin.Ep.2,6).

Si el objetivo final de esta moda era incomodar a clientes y libertos hay que decir que se conseguía. Marcial nos dice: “Me invitas por cien cuadrantes y tú cenas a base de bien. ¿Me invitas, Sexto, a cenar o a sentir envidia?” (IV,68). Es decir, Marcial echa en cara que se le invite por cien cuadrantes, o lo que es lo mismo, el valor de la sportula en sus tiempos. Por lo tanto, el patronus estaría pagando una cena por valor exacto a lo que se estipula por convención social. Juvenal ni siquiera sugiere que pueda ser por tacañería, sino simplemente por mala intención: “Quizá pienses que Virrón está mirando por la economía. Hace esto para que sufras” (Iuv.V,156-157). Y condena tanto al anfitrión tiránico como al comensal pobretón y conformista, que aguanta lo que sea con tal de sentarse a la mesa de un patricio: “si puedes aguantarlo todo es que debes. Un buen día ofrecerás tu cabeza pelada al cero para que te den golpes en ella, y no temerás sufrir duros latigazos, digno como eres de un banquete así y de un amigo tal” (Iuv. V,170-174).

Sea como fuere, esta “nueva combinación de extravagancia y avaricia” como diría Plinio no era una costumbre totalmente generalizada ni tampoco aceptada por toda la aristocracia. El emperador Adriano controlaba personalmente la calidad de los platos que se servían a todos sus comensales, y para eso hacía que le llevasen muestras de lo que había en otras mesas, por si acaso en las cocinas habían preparado las viandas de manera diferente: “cuando ofrecía banquetes en múltiples triclinios, ordenaba que sirvieran manjares de otras mesas, incluso de las más alejadas” (Spart.Hadr.XVII,4-5).

Claro que Adriano es uno de los “cinco emperadores buenos”, impulsor de políticas culturales, reformador de la administración, pacificador de las fronteras, viajero, filósofo y militar competente, y por tanto no se espera menos de él. Nada que ver con el comportamiento disoluto y corrupto de Heliogábalo, que se corresponde, cómo no, con el trato a los comensales:

“Al segundo plato, ofrecía a sus parásitos comida, unas veces en cera, otras en madera, otras en marfil, en alguna ocasión en barro y algunas veces incluso en mármol o piedra, con el fin de que pudieran contemplar, en distinta materia, todos los alimentos que él comía, aunque solamente bebían en cada uno de los servicios y se lavaban las manos, como si hubieran comido” (Lampr.Elagab.25,9).

Obsérvese la maldad de presentar los alimentos en efigie, dejando a todos con los dientes largos. Por si a alguien le cabía alguna duda de su posición dentro del grupo. Qué poco elegante por su parte.


En conclusión, el reparto desigual de la comida en las cenas romanas era una forma más -no la única, no siempre- de marcar las diferencias sociales, de dejar claro a cada uno qué posición ocupa en el mundo y especialmente en el círculo de quien le ha convidado. Recordando la célebre expresión de Brillat-Savarin: “dime qué comes y te diré quién eres”, en estas cenas casi podemos decir lo contrario: “dime quién eres y te diré qué comes”.


lunes, 9 de mayo de 2016

CÓMO COMER EN EL TRICLINIO: MANUAL DE URBANIDAD

Triclinio de la Casa dels Dofins (Badalona) Foto: @Abemvs_incena
Comer en el triclinio es todo un arte. No basta con encaramarte al lectus y esperar a que los esclavos te traigan los platos. Hay que conocer todas las reglas para no parecer un paleto y ser objeto de crueles burlas. Y es que un convivium es un acto social muy codificado. Vayamos por partes y analicemos todas las claves para triunfar en el triclinio.

Comencemos por la hora de llegada. Nadie en su sano juicio celebraría una cena como ahora, a las tantas. En la época romana las cenas empezaban hacia la hora octava en invierno o la hora nona en verano, es decir, las 14 o las 15 horas actuales respectivamente. Pero antes se suele hacer una visita a las termas, ya que un baño purificador separaba el tiempo de negocio del tiempo de ocio. El baño es un rito además de una necesidad. Leemos en Marcial: "Podrás estar al tanto de la hora octava; nos bañaremos juntos: ya sabes qué cerca están de mi casa los baños de Estéfano" (XI, 52).

De casa hay que salir con dos elementos, ya que no se les puede llamar cosas. Uno es la servilleta (mappa), que sirve para lo obvio, limpiarse manos y boca, pero también para limpiarse la nariz, secarse el sudor... y envolver porciones de comida sobrantes o regalos que haga el anfitrión.
Es un linteum multiusos. Eso sí, hay que obrar con elegancia, o se puede ser presa de las críticas, como hace Marcial con un tal Ceciliano: "Abarres a diestro y siniestro cuanto se pone a la mesa: la teta de cerda y las costillas de cerdo; un francolín para dos, medio salmonete y una lubina entera, un filete de morena y un muslo de pollo, y un pichón goteando su propia salsa. Una vez envuelto todo esto en una servilleta que escurre, lo entregas a tu siervo para que lo lleve a casa" (II,37). El otro elemento imprescindible con el que hay que salir de casa es con el esclavo personal, el servus ad pedes, que le asistirá en todo momento durante el banquete, por lo que permanecerá siempre a su lado y de pie. Este esclavo es muy útil para recoger sobras y regalos, mantener en pie al amo mareado, ayudar en el alivio de estómagos y vejigas...

Si se trata de una cena mínimamente formal, lo mejor es vestir ropa de etiqueta, es decir, la vestis cenatoria, una toga ligera de muselina, generalmente blanca, que seguramente será cambiada varias veces a lo largo de la cena por razones higiénicas. Ahora bien, la convención dicta que la cenatoria, que también se llama synthesis, solo se puede llevar dentro de casa o en los banquetes, excepto durante las Saturnales, donde todo vale. Es importante no hacerse un lío porque está muy muy mal visto llevar la cenatoria por ahí cuando no son las Saturnales, y al contrario, no vestirse de gala durante esas fechas o durante un banquete de cierto postín. Así pues, nuestro anfitrión seguramente nos ofrecerá una o varias synthesis, para que nos cambiemos y nos mantengamos limpios y sin manchas. Marcial menciona un tal Zoilo que se cambió once veces durante la cena: "Once veces te has levantado, Zoilo, en una cena y te has mudado de batín once veces, no fuera que se te pegara el sudor retenido por tu vestido empapado" (V,79).

Bien, ya hemos llegado a la casa del anfitrión. Es importante aquí no sorprenderse de los detalles a los que no estaríamos acostumbrados. Por ejemplo, aunque nos hayamos bañado, un esclavo nos quitará nuestro calzado y nos lavará los pies, ritual muy normal si tenemos en cuenta que el calzado es abierto y el suelo de las calles está tirando a sucio. La cuestión es que esclavos especializados cambiarán las sandalias habituales por otras mucho más ligeras y cómodas. También será este el momento en que le recogerán la toga y le proporcionarán la cenatoria, le lavarán las manos y le perfumarán. Al triclinio hay que subir estando muy cómodo. Petronio nos revela esta escena: "Cuando por fin nos colocamos ante la mesa, unos siervos egipcios nos vertieron en las manos agua de nieve, al tiempo que otros nos lavaban los pies y, con admirable destreza, nos limpiaban las uñas, acompañándose de canciones" (Satyr.31).

El triclinio, ese mueble de tres lechos con capacidad para tres personas cada uno, tiene también sus propias normas a la hora de situar a los comensales. Nada de "aquí mismo me tumbo yo". Su anfitrión sabrá dónde debe colocarse por su posición social o su cercanía familiar y, si observa que lo sitúan en un sitio inferior, proteste enérgicamente.
Foto: @Abemvs_incena


Intentaré explicarlo de forma sencilla. Los tres lechos del triclinio, de derecha a izquierda, se llaman summus, medius e imus. Como cada uno puede albergar tres comensales, los tres puestos en cada lecho se llaman igual, summus, medius e imus. Huelga decir que cada puesto está separado claramente por cojines y almohadones. Bien, el lecho de más categoría es el lectus medius y, en cada lecho, la posición de más nivel era la del medius, y después la del summus. Sin embargo, si en el convite había un invitado de honor, como un magistrado o un cónsul, ocupaba el locus consularis, que era el lugar de la izquierda del lecho central. Esa posición permitía un fácil acceso si venían a traerle algún mensaje o si tenía que firmar algún documento. Además está junto al lugar que normalmente ocupa el dueño de la casa, que es el puesto de la derecha del tercer lecho. Desde ahí percibe perfectamente a todos los comensales y controla los movimientos del servicio.


El anfitrión puede dejar muy claro al invitado su preferencia o su desprecio situándolo en el triclinio, o dejándolo fuera, como a los parásitos, que suelen comer sentados en un escabel, igual que los niños o los adolescentes que aún no tienen la toga viril, o los esclavos. Por ello mismo es recomendable también llegar puntual, ya que si uno llega cuando ya están ocupados todos los lugares, por ejemplo con amigos que se ha traído por su cuenta algún convidado, toca sentarse en una silla o escabel (subsellium), cerca de la mesa pero fuera del triclinio. Leemos en Plauto: "cuando tenemos que sentarnos en los taburetes que no aquí en los divanes" (Stich. 703). Es cierto que Ovidio recomienda en su Ars amandi llegar siempre un poco tarde, pero su recomendación es básicamente para mujeres que buscan ligue: "Acude allí tarde y no hagas ostentación de tus gracias hasta que se enciendan las antorchas: el esperar favorece a Venus y la demora es una gran seducción. Si eres fea, parecerás hermosa a los que están ebrios y la noche velará en las sombras tus defectos" (3, 751). La cuestión es que era imperdonable llegar tarde: "Por haber llegado hasta el primer miliario a la hora décima -las tres o las cuatro de la tarde-, se me acusa de un delito de perezosa lentitud" (Marcial XI,79). Pero tampoco había que llegar demasiado pronto: "Todavía no te anuncia tu siervo la hora quinta -las diez u once de la mañana- y tú ya me vienes a cenar, Ceciliano (...) Corre, date prisa, Calisto, y haz volver a los camareros sin bañarse; que se tiendan los divanes: Ceciliano, siéntate. Me pides agua caliente: aún no me ha llegado la fría. La cocina, cerrada, está helada, todavía el fogón sin leña. Mejor te vienes de mañana; pues, ¿por qué retrasarse hasta la hora quinta? Para desayunar, Ceciliano, llegas tarde" (Marcial, VIII, 67).

Una vez nos hemos ubicado en nuesto locus dentro del lectus, sea el que sea, nos toca saber comportarnos. Comer en el triclinio no debe ser fácil. Hay que permanecer tumbado, apoyándose sobre el brazo izquierdo, que descansa sobre almohadones, y sosteniendo el plato con la mano de ese mismo brazo izquierdo, mientras que con la mano derecha se cogerán las viandas con la punta de los dedos pero también, según el plato que se sirva, se puede usar una cuchara o un cuchillo. No cometa la incorrección de pedir un tenedor, que no tendrán. Los esclavos servirán la comida ya en pequeños trozos para cogerlos con la mano, que es lo más elegante: "Toma los manjares con la punta de los dedos -hay también elegancia en la manera de comer- y no embadurnes toda la cara con las manos manchadas" (Ovidio, Ars amandi, III, 746-768). Por cierto, si es usted zurdo o zurda, no vale cambiar de brazo: se recostará sí o sí sobre el brazo izquierdo y cogerá los alimentos con la mano derecha, como todos.

Parece que la posición tumbada para comer permite ingerir una mayor cantidad de comida, tanto sólida como líquida, y además tiene la ventaja de permitir al comensal quedarse dormido un rato. Esta costumbre parece que no era rara en la antigüedad. Sin embargo, deja al comensal a merced de lo que le quieran hacer. Por ejemplo, al mismísmo emperador Claudio, que se hinchaba de comer y de beber, cuando se dormía aprovechaban para dispararle "huesos de aceitunas y de dátiles (...) Solían ponerle en las manos sandalias cuando roncaba, para que al despertar bruscamente, se frotase la cara con ellas" (Suet. VIII). Y si el comensal es mujer y se duerme, la cosa puede empeorar: "Tampoco es nada seguro sucumbir al sueño en la mesa: durante el sueño suele atentarse de muchas maneras contra vuestro pudor" (Ars amandi 767 y ss.). Esta recomendación que hace Ovidio a las mujeres, junto con la de no beber demasiado, refleja la imagen que el mundo romano tiene de las mujeres, que deben ser siempre virtuosas, por lo que su comportamiento está siempre vigilado y se le exige una corrección estricta desde el punto de vista moral. Por ello la virtud y el decoro de la mujer se verán siempre cuestionados y comprometidos en las cenas.

Comer en el triclinio no debía de ser del todo agradable si uno era sensible a los
olores fuertes. Sobre todo si se trata de un comedor de invierno, cerrado, hay que imaginar olores fuertes procedentes de las cocinas. Séneca da a entender que Roma entera estaba invadida por este mal olor: "Tan pronto como hube abandonado la atmósfera pesada de la ciudad y el típico olor de las cocinas humeantes que, puestas en acción, difunden con el polvo todos los vapores pestilentes que han absorbido, experimenté enseguida que mi estado de salud había mejorado" (Ep. XVII-XVIII,104,6). A este aroma habría que unirle el de los propios platos y sus preparaciones finales en parrillas en la misma sala el triclinio. No olvidemos tampoco los olores corporales de los diversos comensales, de muy diversa índole. Estos olores orgánicos, hacia el final del banquete tenían que provocar una peste intolerable. Por ello, y aunque algunos emperadores, como Claudio, se plantearon idear "un edicto para permitir eructar y ventosear en la mesa" (Suet. XXXII), lo que de verdad es elegante es aguantarse, lo mismo que hoy en día. Si usted da rienda suelta a su sistema digestivo, lo considerarán un marrano y un maleducado, igual que Trimalción: "Perdonadme, amigos, hace ya muchos días que el vientre no me responde, y los médicos no se aclaran (...) De modo que si alguno de vosotros quiere hacer sus cosas, no tiene por qué avergonzarse. Yo creo que no hay mayor tormento que aguantarse las ganas" (Petronio, Satyr.47).
La manera de compensar el mal olor en el triclinio era llenarlo todo de flores y quemadores de perfumes. No sé si arreglaban algo o lo empeoraban más.

Por último, en la mesa no debemos parecer novatos, sino que nos tenemos que desenvolver con soltura dentro del código de urbanidad. Luciano de Samosata narra la anécdota de un filósofo que asiste al banquete de un rico sin estar acostumbrado, por lo que queda patente su torpeza. No permita que esto le pase: "crees que estás en el palacio de Júpiter, te admiras de todo, levantas sin cesar la cabeza, te sorprende todo, todo te resulta desconocido; entre tanto los esclavos no te quitan los ojos de encima, y cada uno de los comensales espía tus acciones. Advierten tu asombro, se ríen de tu aturdimiento, y deducen que no has comido nunca en casa de un rico, porque el uso de la servilleta te resulta insólito. Ellos disfrutan al ver tu perplejidad, por el sudor que te viene a la cara. Te mueres de sed, pero no te atreves a pedir bebida por no parecer amigo del vino. Aunque sirvan a la mesa muchos platos y por su orden, no sabes de cuál echar mano ni cuál es el primero ni cuál el postre; te contentas con mirar de reojo a tu vecino, tomarlo como modelo y aprender de él (...) Después de esto, llega el momento de los brindis. El dueño pide una gran copa, te saluda llamándote su maestro u otro título semejante. Tú recibes la copa, pero no sabes qué respuesta dar. Con ello te ganas la reputación de rústico y grosero" (Diálogo IX)

Bien, ha llegado con buen fin a la comissatio. A partir de ahora, los brindis, la buena conversación, las bromas y las risas. A disfrutar!