jueves, 31 de julio de 2025

CONDIMENTOS CON HISTORIA (ROMANA): CILANTRO, CORIANDRO, CULANTRO


El cilantro es una hierba aromática de sabor decidido, con toques cítricos y olor muy particular, que identificamos fácilmente con platos de la cocina asiática, latinoamericana o del norte de África. El cilantro hace pensar en ceviches, guacamoles, sopas thai o en el  falafel. Pero la cuestión es que en la Antigüedad mediterránea, la de Grecia y Roma, se utilizaba habitualmente, contribuyendo al sabor abigarrado, potente, con tendencia a la sobrecarga sensorial, tan típico de esa época. El cilantro se usaba combinado con otras especias y hierbas aromáticas, tales como el comino, el hinojo, la ajedrea, el ligústico, la ruda, la alcaravea…, como se ve, algunas de ellas también han caído en desuso. 


El cilantro, culantro, coriandro o coliandro (coriandrum sativum) procede del término griego kóris, que significa ‘olor’, y que ya indica lo más característico de esta planta: su aroma penetrante. A Roma llegó a través de Grecia, pero ya se empleaba asiduamente en Egipto (aparece, por ejemplo, en el Papiro de Ebers y en el libro del Éxodo de la Biblia, donde se dice que el maná era ‘como semilla de cilantro’). De hecho, de Egipto es de donde procedía el cilantro de mayor calidad.


Se empleaba por igual en la medicina y en la gastronomía. Dioscórides, Plinio el Viejo y Galeno mencionan sus muchísimas propiedades. Para no aburrir, hago un resumen: aplicado en cataplasma curaba el herpes, las inflamaciones de testículos o las pústulas de los ojos; la decocción de las semillas -mejor dicho, frutos- elimina los parásitos de los intestinos, recompone el vientre, facilita la producción de esperma y retrasa la menstruación a voluntad (si tomas un grano en una bebida, se retrasa un día, si tomas dos, se retrasa dos días, etc). Además, baja la fiebre (basta tomar tres granos en caso de fiebres tercianas), cura heridas, quemaduras e inflamaciones. Eso sí, hay que vigilar con las dosis muy altas porque agitan la mente peligrosamente. Y el vientre, si los cocineros los aplican sin moderación. Por otra parte, estos mismos científicos de la época dan noticia de que los frutos del cilantro triturados, mezclados con comino y vinagre, evitan la corrupción de los alimentos cárnicos durante el verano, es decir, que se apreciaba su gran capacidad antiséptica y se empleaba como conservante alimentario.


En la culinaria griega y romana el cilantro tiene un papel protagonista, como hierba amarga y aromática que es. Se usaban tanto las hojas como las mal llamadas semillas (porque son los frutos). En el recetario de Apicio, donde se emplea en unas 95 elaboraciones (de un total de 477) se especifica si se han de usar las hojas verdes (coriandrum viridem), o las hojas secas (coriandrum siccum), los frutos (coriandri semen) o los frutos tostados, que incrementan sus propiedades organolépticas (coriandri semen frictum). Y cuando no especifica nada, suelen ser las semillas machacadas en el mortero, junto a comino, pimienta, bayas de ruda, asafétida y otras especias directamente implicadas en el sabor complejo y original que se buscaba en la culinaria del momento.


"A las lentejas ponles un doceavo de cilantro"
(Ateneo de Náucratis)
Foto: @Abemvs_incena


El cilantro era muy común y tan antiguo que se consideraba una de esas “especias de las que se servía Crono” (Athen. IX,403F), y tenía su lugar en todo tipo de platos que alimentaban a pobres y a ricos. En Ateneo leemos que a las lentejas les conviene “un doceavo de cilantro” (IV,158B), tradición que recoge Apicio, donde vemos tres recetas de lentejas (con los misteriosos sphondylis, con castañas y con puerros) que incorporan cilantro en grano o verde (la tercera). El cilantro  también está presente en un plato tan emblemático de la cocina romana como es el moretum, una pasta de queso aromatizada con hierbas verdes como la ruda, las hojas de hinojo, la menta y las hojas de cilantro, además de vinagre, pimienta negra y aceite de oliva. Esta receta, con pocas variaciones, se encuentra en Columela, en Apicio y en el Apéndice Virgiliano, y en todas se documenta la presencia de las hojas de cilantro.

De nuevo encontramos las hojas (verdes y secas) en la elaboración de la oxygala (cuajada), en una receta que explica el agrónomo Columela para conseguir la fermentación natural de la leche de oveja. Y en el epytirum, una pasta de aceitunas de procedencia griega en la que hay que deshuesar las olivas y machacarlas en el mortero con comino, hinojo, ruda, menta, las hojas de cilantro, aceite y vinagre (Catón, De Agricultura 119). Y por supuesto en muchísimas salsas que sirven para acompañar la carne, el pescado o las verduras, y que se encuentran en Apicio: las calabazas a la alejandrina, los guisantes con sepia al estilo indio, en la preparación de grullas, patos y pollos, en la salsa para el flamenco, en la del jabalí, en los champiñones, en la langosta asada…


Champiñones al caroenum y cilantro. Apicio
foto: @Abemvs_incena


¿Qué pasó con este condimento? ¿Por qué, si era tan común, dejó de ser protagonista de la gastronomía europea? 


Diversos factores son los causantes del abandono progresivo del coriandrum. 

Durante la Edad Media perderá la consideración de condimento interesante. El cilantro se considera una hierba demasiado fácil de conseguir, demasiado popular, ya que se cultivaba de manera local. No tenía el prestigio del jengibre, de la canela, del clavo, de la nuez moscada o del cardamomo, que procedían de Oriente siguiendo la famosa ruta de las especias. El cilantro no tenía que venir desde la India por tierra o por mar, en viajes sembrados de calamidades que encarecían el producto y lo convertían en un lujo. El cilantro se encontraba en el huerto de la vecina.

Esas mismas especias asociadas a la idea de riqueza van a marcar también un cambio de paradigma con respecto al gusto, ya que se prefieren los condimentos con sabor más dulce, como la canela, la alcaravea, el azúcar de caña o el agua de rosas. Aunque muchas de ellas ya se consumían en tiempos pasados, los cambios en el paladar van a dejar de lado otras de sabor más fuerte, como el cilantro, del que se usaban solo las semillas para algunas elaboraciones dulces.


Además, durante la época medieval el cilantro va a quedar relacionado con dos culturas, la árabe y la hebrea, que entran en conflicto con la cristiana, al menos en España. Propio de la gastronomía de los ‘conversos’, el cilantro se convierte en un símbolo de las prácticas judaizantes, utilizado como prueba incriminatoria por el tribunal de la Santa Inquisición. No se les condenaba por echar cilantro al guiso, pero sí se aportaba como una prueba más el hecho de cocinar la olla de adafina, típica del Shabat, comprar pan ázimo en la Pascua o visitar al rabino para matar un animal. Y era indudable que el aceite de oliva, el agraz y determinadas hierbas mediterráneas -como el cilantro- servían para aderezar platos de carne, pescado o guisos de todo tipo propios de la culinaria semita. Así que el cilantro acabó siendo una hierba hereje de primer orden.

Es curioso el detalle que aparece en un libro de la picaresca como es La lozana andaluza (1528). La protagonista, recién llegada a Roma, es sometida a una prueba por parte de unas mujeres que quieren saber si es conversa, como ellas. Así que le piden que cocine platos andalusíes como hormigos -un dulce de masa frita, miel y fruta- y alcuzcuz, platos típicamente sefarditas. Cuando Lozana escucha la petición, lo primero que pregunta es si tienen cilantro verde, y lo siguiente, aceite para ‘torcer’ los hormigos. Ya no cabe duda, Aldonza es de las suyas. 


Ilustración de La Lozana Andaluza, edición de Venecia (1528).
Fuente: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. 

El cambio de paradigma con respecto al gusto también se va a reflejar en las obras científicas del Renacimiento. El naturalista y médico Pietro Andrea Gregorio Mattioli, por ejemplo, realizó en 1544 una edición crítica con comentarios al libro De Materia Medica de Dioscórides. Al hablar del cilantro, se tomó la libertad de decir lo que pensaba, esto es, que las hojas olían a chinches verdes.  Esta opinión, que remite a la etimología original de la palabra, va a ser clave porque a partir de ese momento todos los demás naturalistas la repetirán, siempre en clave negativa. Desde entonces, se considera una hierba calificada como “pestilente” y esa fama ha llegado hasta la actualidad, puesto que algunas personalidades influyentes en la cultura popular, como la presentadora Julia Child o la antropóloga Margaret Visser, también insisten en la pestilencia del cilantro, muy posiblemente sin haberlo probado en su vida.


La ciencia actual ha dado una respuesta a esta manía contra el cilantro. Al parecer, una buena parte de la población mundial tiene una variante genética en los receptores olfativos y gustativos que sería la responsable del sabor desagradable. Ante un sabor nuevo, el cerebro siempre busca patrones en su memoria y por tanto responde ante los aldehídos presentes en el cilantro relacionándolos con otras sustancias conocidas que también las contienen, como el jabón o los perfumes. Y esto no lo digo yo, sino todo un experto en química de los alimentos como es Harold McGee. Por eso la mayoría de cilantrofóbicos dicen que la hierba les sabe asquerosa, a jabón o a cosas peores, a pis de gato o a calcetín sudado.


Entre una cosa y otra no es de extrañar que el cilantro estuviera ausente en la gran cocina francesa de los siglos XVII y XVIII, una cocina refinada, fastuosa, compleja que va a marcar la norma de toda la gastronomía occidental hasta la actualidad. Esta cocina será menos recargada en especias y menos dulce, reivindicativa del sabor de los ingredientes principales y aderezada con hierbas frescas de sabor menos agresivo. 


La suma de factores consiguió que el uso habitual del cilantro desapareciese de las mesas europeas. Y digo habitual porque es evidente que en algunos lugares se mantuvo, como Portugal o las islas Canarias, lo mismo que se mantuvo de manera residual en la repostería o en la elaboración de licores. Pero nada que ver con el uso que había tenido en la Antigüedad. Progresivamente fue sustituido por el perejil, mucho más amable al paladar y sin connotaciones negativas de ningún tipo. 

Ambas, cilantro y perejil, junto con bastantes más aromáticas, fueron una aportación de los colonizadores españoles y/o portugueses al continente americano, lugar donde el cilantro va a tener un protagonismo absoluto en la gastronomía y de donde, curiosamente, nos está llegando de nuevo. 


Si usted no tiene problemas en los receptores olfativos y gustativos, atrévase con una receta romana, le sorprenderá. Pruebe a hervir la carne de pollo con agua, aceite, cebolla y un buen ramillete de cilantro verde; incorpórelo en el relleno del calamar; atrévase con los frutos bien picaditos en el mortero, junto con pimienta, orégano y comino y haga una salsa para el pescado frito; sea aventurero y mézclelo con los champiñones… El sabor exótico y fresco de los cebiches puede ser también una pista del sabor perdido de la culinaria romana.


Prosit!


Escena de banquete. Museo Arqueológico de Nápoles


Imagen de portada: Cilantro (korion), ilustración en De Materia Medica (Estambul, S.X) Fuente: The Morgan Library & Museum

sábado, 21 de junio de 2025

VIVIR (Y COMER) EN UNA INSULA. MANUAL DE SUPERVIVENCIA


¿Has venido de las provincias y buscas una oportunidad de ganarte la vida en Roma? Antes que nada tendrás que solucionar un problema acuciante: conseguir una vivienda, lo cual no es nada fácil.


Aquí te dejo un decálogo para sobrevivir al alquiler en Roma.



  1. Empieza a buscar alquiler durante el mes de junio. Como imagino que sabrás, los alquileres vencen en el mes de julio, por lo que si te interesas por un piso con anterioridad, tendrás más oportunidades de escoger y apalabrar el contrato del piso que te guste. Es cierto que si esperas a que pasen los primeros días de julio, el precio es sensiblemente más barato. Pero no es recomendable, porque también disminuye bastante la oferta. O sea, que no tendrás dónde escoger. Ya sabes, Roma es un hervidero de gente y no hay que dormirse. 


  1. Si te lo puedes permitir, escoge vivir en el primer piso, máximo el segundo. Cierto, el alquiler es mucho más caro, pero los pisos son más amplios y mucho más cómodos. No te interesa en ningún caso alojarte en el ático, esas buhardillas diminutas situadas bajo los tejados del edificio, básicamente donde anidan las palomas. Goteras, escaleras infinitas, corrientes de aire y paredes poco estables es lo único que conseguirás viviendo en las plantas superiores. En el primer piso tendrás más espacio, relativo acceso al agua del pozo o de la fuente y más facilidad para escapar del incendio que tarde o temprano va a suceder. Además, todos tus vecinos de los pisos superiores te mirarán con envidia. En todo caso, si has tenido que recurrir a un cenáculo diminuto porque no te ha quedado otro remedio, procura que sea suficientemente grande como para poder contener tus cachivaches básicos: una escoba, algún cesto de mimbre, un cubo para el agua, una jarra para el vino, una alacena para despensa (ese tarro de miel que no puede faltar, esas ristras de ajos, la carne seca, el queso y las olivas tendrás que tenerlos en algún sitio) y, por supuesto, un rinconcillo para el altar de los Lares y los Penates.


Reconstrucción de la Insula de Diana. Ostia.

  1. Busca un inmueble del tipo insulae de patio, es decir, con un buen patio interior. Cierto es que a veces el patio es de uso casi exclusivo de los habitantes de las plantas principales -las bajas-, pero si tienes suerte podrás utilizarlo como zona común. Créeme, es un auténtico lujo contar con un patio que tenga comodidades como una fuente, letrinas cercanas y un fogón que podrás usar para tus pucheros de puerros y garbanzos, bien calentitos. Si el vecindario es majo, podrás compartir sin complicaciones el patio como zona de comedor. Incluso puede que tengas suerte y el patio de tu edificio sea la sede de las comidas de algún gremio, y que te dejen colarte. 


  1. No se te ocurra cocinar algo caliente en tu habitáculo. Evita los hornillos portátiles, sobre todo si tu insula está hecha de partes de madera. Desde que Nerón reconstruyó la ciudad, se supone que los edificios altos ya no son de madera, sino de ladrillo, pero los incendios siguen a la orden del día. Créeme, hacerte tu propio pulmentum en el hornillo junto a las ventanas es hacer números a provocar una tragedia, además de la peste que se levanta con humos y olores a fritanga. Es mejor recurrir a las cocinas del patio comunitario o bien a la comida ya hecha. Seguro que tendrás a mano una o dos cauponae donde conseguir un buen guiso calentito de habas con tocino o unas albóndigas con su buena salsa de piñones. Vamos, en la misma planta baja de tu edificio seguro que hay un thermopolium. Y si la calle está muy concurrida, podrás optar también por la oferta de los vendedores ambulantes: salchichas, crustula, garbanzos torraditos… No te la juegues con las brasas.


craticula o parrilla portátil


  1. Sácate unas perrillas subalquilando una habitación. Selecciona muy bien a quién subarriendas, porque Roma está llena de gente desaprensiva. Ya sabes lo que dicen: rara vez llegan los soldados a los cenáculos. Así que te puedes encontrar con peleas y problemas de todo tipo porque igual estás albergando a un sicario. Pero lo cierto es que puedes sacarle unos sestercios a ese cuartucho con ventana que no te gusta porque da al barullo callejero y te impide dormir. Promociónalo como habitación con vistas, muy luminosa y bien aireada, que permite participar del encanto de Roma con los cinco sentidos.


  1. Escoge tu cenáculo orientado a la calle o al patio interior -si lo hay- en función de tus preferencias: la luz, la ventilación o el ruido. Es indudable que tendrás que escoger. Si tu piso da al exterior, tendrás más luz y mejor ventilación. Es más fácil que se diluya ese olor a sardinas fritas que sube por todo el edificio desde las cocinas del patio, y sin duda es toda una ventaja contar con luz natural. Pero también te acompañará el ruido de carpinteros, caldereros y resto de gremios, el griterío de los vendedores, el ruido nocturno de los carros de mercancías, el de los panaderos, el de los borrachos y transeúntes pendencieros, el de las peleas y persecuciones ciudadanas… Si eres de sueño ligero, una habitación que da a la calle puede ser incómoda. (Por eso mismo debes subalquilarla). Las habitaciones que dan al interior son más silenciosas, es cierto. Pero también más tenebrosas. Un buen repertorio de lucernas y pasar el día fuera de casa serán la solución. Pero tendrás que convivir con humos y olores de lámparas de aceite, braseros y cocinas. Así que escoge bien. 


Lucerna

  1. Mantén tu casa limpia. Barre, ventila y limpia lo que cae al suelo. Ese trozo de queso sobrante y ese mendrugo de pan que se queda sobre la mesa atraen a los ratones y a la larga crían bichos. Haz tus necesidades en la letrina comunitaria y, si no es posible, ten un cubo y vacíalo con elegancia, en la letrina cuando bajes a buscar agua. No recurras al lanzamiento de inmundicias desde la ventana, no contribuyas a la molestia de los ciudadanos de a pie. Piensa que tus porquerías no van a caminar solas hasta la cloaca. Aunque sea incómodo, sobre todo si vives en pisos altos, haz lo posible por tener siempre lleno el cubo de agua y úsala para limpiar tu casa y para tu higiene personal. Habrá menos bichos y olerá mejor. Por eso mismo, si tu inmueble no dispone de un patio con un pozo, busca un alquiler cercano a una fuente pública


Hornillo

  1. Entabla amistad con un bombero. No nos engañemos, tarde o temprano habrá un incendio. Si no es el hornillo de la vecina asando salchichas de Lucania es el brasero para calentarse o la lucerna para no descalabrarse subiendo las tenebrosas escaleras. Tarde o temprano la chispa salta y la madera prende. La cercanía con el cuerpo de vigiles urbani no lo va a evitar, pero quién sabe si la cercanía con los miembros de la cuadrilla ayudará a que te hagan más caso cuando suceda. Además, siempre te conviene conocer a gente que se encarga del orden nocturno, así podrás volver a casa con más garantías de seguridad. 

  1. Busca vivienda en barrios bohemios, como la Subura, el Velabrum o el Argileto, que están muy de moda. Aquí tienes una amplia oferta de todo: peluquerías, librerías, termas, mercado, prostíbulos, banqueros, adivinos, zapateros, perfumistas, orfebres, tiendas donde comprar sedas, telas teñidas de púrpura, ungüentos, incienso, figurillas para exvotos… Lo dicho: todo tipo de tiendas y servicios. Y qué decir de la oferta gastronómica: tabernas, bares y restaurantes de todo tipo y reputación, junto a puestos de comida callejera para picotear. Una oferta completa para todos los bolsillos y gustos. Hasta hay escuelas de hostelería. Eso sin contar los mercadillos callejeros centrados en los productos refinados, como los dátiles Nicolaos, los erizos de mar, el foie-gras, el garum de primera, la pimienta larga y otras finuras que se pueden permitir solo los senadores y los peces gordos. De hecho, es bastante fácil que te cruces con ciudadanos ilustres, incluso que los tengas de vecinos. En estos barrios vive mucha gente, son muy caros y ruidosos, sí, pero sabrás lo que es vivir intensamente en Roma. 


  1. Escoge una vivienda con un propietario que tenga buena fama, infórmate bien y huye de los especuladores. Normalmente no les importa si la finca se cae a pedazos o si tiene más pisos de lo que está permitido. Cuanto más alto es, más dinero ganan. Y ya se sabe, cuanto más arriba está menos gastan en materiales de calidad, de manera que abunda la madera y el ladrillo brilla por su ausencia. Te recomiendo que busques un inmueble en cuya planta principal también viva su propietario. Será más fácil que se preocupe por la seguridad y la finca no se derrumbe. 


Roma. Insula Capitolina


No tengas complejos por vivir en un bloque de pisos. La gente de bien también lo hace en algún momento de su vida. Mira los poetas, mira al famoso Marcial, mira a Juvenal, mira a Séneca, que vivía encima de unos baños, soportando los ruidos de la piscina, los gritos de la depilación, las voces de los vendedores y el martillito del carpintero. Y eso que era propietario. Incluso individuos como Sila, en los tiempos de la República, todo un cónsul que en su día pagaba tres mil sestercios de alquiler. Y otros senadores. Y hasta Augusto tuvo que hacerlo. Y Vitelio, que para poderse pagar su viaje a Germania se mudó a un cenáculo para poder alquilar también el suyo. 


Así que no te agobies y disfruta de vivir en la gran Urbe.


Imagen de portada: Wikipedia



viernes, 16 de mayo de 2025

VESTIRSE PARA CENAR. DRESS CODE EN LOS TRICLINIOS ROMANOS

 


¿Existía una norma de etiqueta para las cenas romanas? ¿Un dress code, un código de vestimenta? Por supuesto. 


Una cena romana es, por encima de todo, un acontecimiento social muy codificado que exige unas normas de protocolo, que afectan tanto a quien invita como a quien es invitado. Los anfitriones son los auténticos protagonistas, los que escogen el menú y los que facilitan una cena espléndida -o no-. Ellos deciden el tono que tendrá el convivium, porque son los responsables de la música, de las flores, de las diversiones, de las novedades gastronómicas, de la lista de invitados, de la cantidad de alcohol prevista… La imagen social del anfitrión se verá reforzada si toma las decisiones correctas. 

Los convidados por su parte tienen que estar a la altura. No basta con haber sido invitado, hay que demostrar que uno es merecedor de esa invitación: perfectos modales en la mesa, conversación interesante, abundantes elogios a anfitriones y gente vip, beber sin pasarse… Lo dicho, todo está codificado, nada es gratuito.

Y eso incluye la vestimenta.


Antes que nada, conviene saber cuatro cosas sobre la indumentaria en general

Para ciudadanos y ciudadanas del mundo romano, el vestido se compone de dos piezas, sin contar, obviamente, la ropa interior. Ambos, hombres y mujeres, llevaban una túnica y un manto. La túnica es la pieza más simple, más básica y más identificativa de la vestimenta romana. En general consiste en dos piezas rectangulares que van cosidas por los lados, dejando espacio para la cabeza y los brazos. Al principio eran sin mangas -en el caso de los caballeros-, siempre eran bastante largas -en el caso de las señoras- y se llevaban con cinturón (cingulum). El material principal era la lana, aunque se podían confeccionar en lino en caso de calores estivales.   

El manto era una pieza también de lana o lino, de forma rectangular, que debía envolverse alrededor del cuerpo. La de los hombres se llamaba pallium y la de las mujeres palla. Básicamente, era una pieza de abrigo que cruzaba los hombros y cubría el cuerpo, más sencillo de utilizar que una toga a base de pliegues. Obviamente si se trataba de un ciudadano romano con estatus, se usaba la toga, que actuaba como un símbolo de categoría social. La toga era incómoda como ella sola pero llevarla era un indicador de respeto, ya que solo estaba permitido vestirla a senadores, magistrados, sacerdotes y otros peces gordos. Justo por eso, cuando no se estaban desempeñando deberes de la vida civil, el ciudadano con derecho a llevar toga se la quitaba y se ponía un pallium. La versión femenina de la toga era la stola, una prenda plisada que llegaba hasta los pies que incorporaba complementos varios como bordados y ceñidores, y que podía ser de colores y materiales diversos.

Completaba la indumentaria el calzado, que o bien eran sandalias (solea) o bien un zapato cerrado de cuero que solo llevaban los patricios (calceus).



¿Qué sucedía con la indumentaria al asistir a un banquete? ¿Cuál era el código de vestimenta en estos casos? 


Pues, para empezar, se abandonaba la toga o el manto y se adoptaba una ropa bastante más cómoda y festiva: la vestis cenatoria o synthesis

Este cambio de ropa literal era una manera de simbolizar que se dejaba aparte el trabajo o las obligaciones civiles y se entraba en la dimensión de la comensalidad, ese ritual romano donde se estrechan lazos y se comparte la vida alrededor de una mesa. Por eso se abandona la toga, el pallium o la stola, ya que son ropa de calle o forensia, representativas de los quehaceres diarios. No tienen lugar en el espacio del banquete, que será un tiempo dedicado al descanso, la buena conversación y la diversión, es decir, al otium.


Al representar el ocio y la desocupación, la vestis cenatoria era un atuendo muy cómodo. Gracias a las fuentes, sabemos que era  una especie de batín, quizá sin mangas, que se llevaba muy holgado sobre la propia túnica con la finalidad de proteger esta de manchas varias y cenar con toda comodidad. 

Como estaba tan identificada con la dimensión personal del otium, esta vestimenta se usaba exclusivamente para estar en casa y sentarse a comer. Al llegar los invitados a la domus, se les ofrecía para que se cambiasen de ropa justo antes de entrar al comedor, como vemos en el Satiricón: “repuestos ya del cansancio, nos vestimos para cenar y nos mandaron pasar a una sala inmediata donde estaban dispuestos tres lechos con el dispositivo completo de un esplendidísimo banquete” (Satyr 21,5). Por cierto, este cambio de ropa afectaba también al calzado: las sandalias de calle se quedan también aparcadas en la entrada, y se cambian por otras más cómodas -o incluso nada-, en un ritual que incluye el lavado de pies por parte de los esclavos y que en los textos aparece con el nombre de ‘soleas deponere’. El calzado se recupera solo cuando termina la cena (‘poscere soleas’, o sea, pedir los zapatos).




Como he dicho, la synthesis se utilizaba solo en el interior de casa y en el contexto de la cena. Sin embargo, existía una excepción: las fiestas de diciembre dedicadas a Saturno, las Saturnalia. Como no eran días hábiles, sino festivos, la toga no era necesaria y se permitía -de manera excepcional- vestir la synthesis o cenatoria para salir por ahí. “Mientras la toga disfruta descansando durante cinco días, estarás en tu derecho de ponerte esta prenda”, leemos en Marcial, donde se identifica la toga con el trabajo ordinario y la synthesis con las Saturnales (XIV,142). Es bastante comprensible si sabemos que las Saturnales eran días de diversión, de locura y de relajación de las normas sociales. Eran días excepcionales en sí mismos. 

De hecho, durante esos días festivos lo que estaba mal visto era llevar la toga por la calle, porque sería un indicador de no entender las normas sociales o no querer seguirlas. Por eso mismo, lo contrario, es decir, llevarla de forma pública en cualquier otro momento del año fuera de las fiestas Saturnales, era una conducta censurable propia de gente irresponsable y cantamañanas. Suetonio, por ejemplo, utiliza esa información para transmitirnos una imagen negativa y depravada del emperador Nerón, quien “se presentó muchas veces en público con trajes de festín, un pañuelo en torno al cuello, sin cinturón y descalzo” (Nero, 51), dato que incorpora a todo un elenco de excesos y defectos, como la falta de aseo personal.




Volviendo a la vestis cenatoria, la verdad es que es difícil saber si constaba de una sola pieza o de más. La palabra ‘cenatoria’ es usada como un plural neutro que bien podría indicar un conjunto de varios elementos: el que cubría la túnica -esa especie de batín-, que era la pieza principal, y alguna otra prenda para cubrirse que podría ser de abrigo o más fresca según la estación del año, como ese pañuelo al cuello que llevaba Nerón (‘circum collum sudario’). La descripción de la indumentaria del emperador que ofrece Suetonio nos revela otros detalles: la vestis cenatoria se llevaba suelta, sin cinturón.

Lo que sí sabemos es que estaban estampadas con alegres colores y que servían para lucirse: ropa cómoda, sí, pero también lujosa. Quien tiene dinero se esfuerza en mostrarlo a base de colores variados y tejidos refinados. 

Así brilla tu arca con innumerables batines”, dice el poeta Marcial de un millonario, quizá refiriéndose al brillo y a los estampados de su colección de cenatoria (II,46). El mismo Marcial, en otro epigrama, se lamenta de que ya no recibe regalos de su amigo Sextiliano porque con ese mismo dinero le ha comprado a su amante una synthesis de color verde claro (X,29). Y en el Satiricón, los protagonistas se encuentran con un esclavo aterrorizado porque ha perdido la ropa de su amo en el balneario. “Me perdió mi ropa de mesa”, dice el afectado, especificando que era de color púrpura de Tiro (Satyr.30,11).


Tener, no una, sino muchas synthesis era señal de poder adquisitivo, de cosmopolitismo, de ir a la moda. Quien solo tenía una o era pobre o tacaño o un paleto. Es lo que le pasa a un tal Lino, un hombre de posibles acostumbrado a la vida barata y poco ajetreada de las ciudades alejadas de la capital. Marcial se ríe de su austeridad provinciana: “Un solo batín te ha durado diez veranos” (IV,66).




No era raro que algunos comensales se cambiasen de synthesis varias veces durante la cena. Este cambio de ropa permitía sentirse cómodo y limpio todo el tiempo, libre de manchas -y olores- de vino, grasa o sudor. Pero sobre todo permitía hacer alarde de recursos exhibiendo continuamente diferentes batines, simplemente por vanidad y por ostentación.

De nuevo el poeta Marcial menciona un tal Zoilo, un nuevo rico que debía de caerle bastante mal, que se cambia compulsivamente de cenatoria para que no se le pegue el sudor: “Once veces te has levantado, Zoilo, en una cena y te has mudado de batín” (V,79). Como Marcial no tiene tanto dinero, comenta irónico que él no se puede dar el lujo de sudar, ya que tampoco se va a poder cambiar. 


Regalar una cenatoria era muy habitual. Para empezar, era bastante fácil que los anfitriones regalasen a los invitados la vestis que les habían ofrecido al inicio de la cena. Pero no solo. 

También podía ser un obsequio de hospitalidad de los que se repartían a suertes al finalizar las sobremesas (conocidos como ‘apophoreta’). Y, cómo no, era un regalo fácil para hacer durante las fiestas Saturnales.


Como se observa, en vestirnos para cenar también seguimos siendo romanos.

Sean felices!