Las ostras (ostrea edulis) eran una delicia que arrasaba en las mesas romanas, donde compartían protagonismo con lirones, pavos reales o salmonetes enormes. Eran exquisitas, carísimas, a menudo difíciles de conseguir y siempre quedaban bien en una cena de categoría.
Sin embargo, en los primeros tiempos de Roma las ostras formaban parte de la dieta de pescadores y gente sin recursos, como si fueran un residuo de tiempos más antiguos, cuando todavía se obtenía el alimento a base de la recolección y la captura. Así, en el pasado solo las poblaciones cercanas a la costa consumían ostras y otros moluscos, que completaban una alimentación bastante precaria o marcada por la carestía. En Plauto leemos las palabras de un grupo de pescadores:
“En cuanto a nosotros, probablemente ya por nuestra indumentaria podéis más o menos haceros cuenta de cuántas sean nuestras riquezas: estos anzuelos y estas cañas son nuestro medio de vida y toda nuestra hacienda. Día tras día bajamos de la ciudad aquí a la playa a buscar nuestro sustento: esto es para nosotros el ejercicio físico y el deporte; vamos a la caza de erizos de mar, lapas, ostras, percebes, almejas, medusas, mejillones, plagusias estriadas; después nos dedicamos a la pesca con anzuelo y por las rocas. Nosotros buscamos en el mar nuestro sustento; si no tenemos suerte y no pescamos nada, con una buena ración de salitre y del todo purificados nos volvemos a casa a hurtadillas y nos vamos a la cama sin cenar.”
(Rudens 292-302).
Sin embargo, con el paso de los años el panorama cambiaría de forma radical. De ser un quitahambres, las ostras pasaron a ser las reinas de las mesas, el objeto del deseo de gourmets, esnobs y gente elegante. Formaban parte del grupo de alimentos que genéricamente se denominaban conchylia o maris poma, unas auténticas golosinas del mar, al que también pertenecían erizos, mejillones, almejas, dátiles de mar, berberechos y otros bivalvos deliciosos. La ostra era, de todos ellos, la más apreciada, la más deliciosa, la más golosa: “El premio de las mesas hace ya tiempo que se ha asignado a las ostras” (Plinio XXXII,59).
Desde el siglo I aC ya existían criaderos de ostras (ostrearum vivaria), que producían ingresos muy rentables a sus propietarios. La tradición manda que el inventor fue Cayo Sergio Orata, conocido criador de doradas -de quien recibe el sobrenombre- que instaló el primer vivero de ostras en Bayas (Baiae), en la costa de Campania, y que es el mismo que diseñó el sistema de calefacción por hipocausto. Todo un emprendedor que se forró con sus inventos. Él mismo estableció que las mejores ostras eran las criadas en el lago Lucrino, junto a Bayas, que reunían las condiciones para ser las más deliciosas, pues las aguas del lago se mezclan con las del mar, proporcionando la salinidad, la temperatura y el fitoplancton necesarios para que las ostras tuvieran un sabor espectacular. Estas ostras procedían de los criaderos de Brundisium, y se transportaban hasta el lago Lucrino para el engorde, donde Orata había construido diques y malecones con el fin de calmar las aguas y crear compartimentos para la cría de diversas especies. Y sus ostras debían tener un sabor tan especial que era reconocible por los más entendidos.
Asaroton con restos de ostras. Musei Vaticani. |
Las ostras del lago Lucrino eran las más famosas, sí, pero no las únicas. En Italia, competían con las de Circeis, las del lago Averno, las de Tarento y las de Bríndisi. Entre las extranjeras, las más renombradas eran las de Cízico, las de Britania, las del Helesponto, las de Éfeso, las del Médoc en la Galia, las hispánicas de la Turdetania o Ilici… Pero ninguna superó nunca en fama a las del lago Lucrino, que para algo Sergio Orata era un emprendedor de primera que supo vender a la perfección el producto de sus viveros.
El sistema para criar ostras implicaba la recogida de las larvas y su traslado a los criaderos, donde engordaban considerablemente. Gracias a los textos y a la cultura material, podemos deducir el sistema seguido. Este consiste en unos palos o postes fijados al fondo, conectados por unas cuerdas de las que penden otras cuerdas o cestos de mimbre donde están fijadas las ostras. Un texto del poeta Ausonio menciona las ostras que “cuelgan flotando” en los postes de Bayas (quae Baianis pendent fluitantia palis, Epist.3). Y esta descripción concuerda con ciertos dibujos que se pueden ver en unas botellas de vidrio conocidas como “vasos puteolanos”, que funcionaban a modo de souvenirs. Estos curiosos recipientes con forma de redoma esférica muestran representaciones esquemáticas del puerto de Puteoli y del tramo de costa hasta Baiae, y se pueden reconocer -insisto, de manera esquemática- el templo de Serapis, las termas, el teatro, el puerto, y unos edificios porticados que corresponden a los viveros de ostras: un entramado de palos de los que cuelgan cestos y donde se lee claramente OSTRIARIA.
Vaso puteolano de Populonia |
A partir del invento de Cayo Sergio Orata, los criaderos se multiplicaron en lagos y propiedades privadas para satisfacer la alta demanda, convirtiéndose en uno de los productos más codiciados de las mesas romanas.
En el caso de vivir en una ciudad costera, es decir, próxima a la fuente de producción, las ostras se podían conseguir frescas sin ningún problema. Por ejemplo, en mi ciudad, Barcino, situada en un ‘ostrifero ponto’, un mar profuso en ostras (Auson.Epist.23), donde se sabe que había algún sistema de cultivo y engorde de estos bivalvos. Serían un producto caro, de lujo, pero asequible.
Pero, claro, si alguien vivía en tierras del interior conseguir ostras frescas era algo más complejo, pues se enfrentaba al terrible problema del transporte y al dilema de si llegarían en buen estado.
Conseguir ostras en puntos alejados varias jornadas de la costa era todo un desafío, y por ello era fácil que se desarrollasen métodos de conservación. Pero ¿cuáles? Algunas pistas las encontramos en el recetario del mítico Apicio, donde se explica una fórmula para conservarlas: lavarlas con vinagre o bien lavar con vinagre el recipiente que las va a contener (Libro I, 2). Sería una especie de escabeche ligero que ayudaría a mantenerlas durante algo más de tiempo. Posteriormente, esas ostras se cocinarían de diferentes maneras, como vemos en el mismo recetario -el único que tenemos, en realidad-. Por ejemplo, Apicio las incorpora en un guiso marinero llamado ‘Embractum Baianum’, donde también hay ortiga de mar, piñones y un montón de condimentos. También se tomaban guisadas con salsa de cominos, y hasta se podían hacer salchichas con ellas.
Las ostras cocinadas eran mucho más comunes que ahora, pues era una buena manera de evitar intoxicaciones y otros trastornos gastrointestinales, que la ciencia de la antigüedad atribuía al líquido interior de los moluscos:
“Las ostras, las almejas, los mejillones y los de ese tipo tienen una carne difícil de digerir, a causa del líquido salado de su interior. Debido a ello, si se comen crudos son laxantes del vientre (...) En cambio, los moluscos cocidos, siempre que se los cueza bien, tienen una disposición menos dañina, pues han sido sometidos a la acción del fuego. Por dicho motivo no son tan indigestos como los crudos, y tienen desecados los líquidos de su interior por cuya acción se afloja el vientre” (Athen.III,92BC).
Pero las ostras también se consumían frescas. En una cita de Plinio se menciona que se mantenían frías con nieve, mezclando así la cima de las montañas con lo profundo de los mares (XXXII,64) y juntando así dos productos de lujo en un solo plato, la nieve y las ostras. Esas ostras eran abiertas en la misma mesa con un cuchillo especial, se rociaban con garum y se degustaban con un buen vino de Falerno, a juzgar por la cantidad de veces que aparecen mencionados juntos en los textos. Hasta había un pan pensado expresamente para tomar con las ostras, un panis ostrearius.
Lo complicado de las ostras frescas era, justamente, la necesidad de querer tomarlas estando en territorios alejados de la costa. Para ello debieron inventar algún sistema para garantizar su transporte, vivas, durante varios días. El transporte fluvial o marítimo se podía solventar con naves-vivero, pero el transporte por tierra era otra cosa. Ateneo narra una anécdota archiconocida según la cual el emperador Trajano, estando en Partia “a una distancia de muchas jornadas del mar”, se empeñó en comer ostras y Apicio “le envió ostras frescas conservadas por medio de un ingenio propio” (Athen.I,7D). Al margen de lo mítico de los personajes, la anécdota revela que era posible transportar ostras frescas, como demuestra también la profusa aparición de conchas en aceras y basureros, a menudo junto a restos de vajilla fina doméstica, en lugares tan alejados del mar como la actual Suiza o Alemania. Ostras que, además, suelen mostrar unos pequeños agujeros que la arqueología explica como un sistema para unir las dos valvas y evitar la pérdida de líquido interno. Un reciente estudio de arqueología experimental ha demostrado que el transporte en cestos de mimbre, siempre que se evite la pérdida de líquidos, permitía mantenerlas en buen estado hasta casi siete días. El experimento consistía en reproducir las condiciones de transporte que pudieron darse en época romana, empleando recipientes de materiales diversos y usando un vehículo todoterreno que circulaba por caminos que se aproximaban a las calzadas romanas, a una velocidad parecida a la que se desplazaba un carro, unos 7,5 km por hora. Como he dicho, el resultado reveló que la clave para el correcto transporte era mantenerlas cerradas, evitando movimientos y por tanto la pérdida de líquidos interna. (Castaños/Escribano:2010).
Por otra parte, los textos indican también que se mantenían envueltas en algas, un sistema perfecto para conservar el aroma, la temperatura y la humedad necesarias: “habiendo visto en casa de un tal Nereo, un viejo, unas ostras envueltas en algas, las cogí” (Athen. Deipn. 107B).
Ostra fosilizada procedente del yacimiento de Sotstinent Navarro fuente: www.totbarcelona.cat |
Una vez conseguidas -a precio de oro-, las ostras pasaban a la cocina donde serían cocinadas o preparadas para presentarlas crudas sobre una montaña de nieve. Se servían en los entrantes y siempre, siempre, aportaban categoría a la cena y por tanto al generoso anfitrión que había soltado la pasta.
Los moralistas y poetas satíricos, aquellos que echaban de menos las viejas virtudes y valores romanos, las asociaron rápido con el lujo desmedido y la decadencia. El estoico Séneca, por ejemplo, renegaba de ellas porque no las consideraba un alimento, sino un vicio: “Desde entonces renuncié a las ostras y a las setas para el resto de mi vida; porque no son alimentos sino golosinas que incitan a comer a los ya saciados” (Epist.108,15), y las asocia a la corrupción del cuerpo y del espíritu:
“Esas ostras, carne muy insípida, saturada de fango, ¿consideras que no te producen una limosa pesadez? (...) Esos alimentos -debes saberlo- se pudren, no se digieren en el estómago” (Epist.95).
El poeta satírico Juvenal, cien años más tarde, tampoco se queda corto. Para empezar, se burla de los finolis que presumen de tener un paladar tan exquisito, que saben reconocer la procedencia de una ostra al primer bocado, indicando sin equivocarse si vienen del Lucrino, de Circeis o de la británica Rutupiae. Pero no se queda ahí, para él las ostras, al ser tan lujosas y decadentes, son una invitación a perder el control y acabar en comportamientos sexuales de lo más indecente. Son una invitación a la molicie, la enemiga de Roma, son lo peor de lo peor. Vean si no, este fragmento impagable:
“Entre el coño (inguinis) y la cabeza (capitis) cuál es la diferencia no lo sabe la mujer que, ya promediada la noche, muerde grandes ostras, cuando los perfumes espumean diluidos en puro vino de Falerno, cuando se bebe en vasos de concha, cuando el techo ya le da vueltas del mareo y la mesa se levanta hasta ella con velas dobles.” (Sátira VI, 301-305)
Y lo cierto es que, ya desde los tiempos de la República, se había intentado controlar su consumo a base de leyes. En concreto, la Lex Aemilia sumptuaria, del año 115 aC, prohibía expresamente que en los banquetes se sirvieran lirones, aves exóticas y conchylia, que tanto abarca las ostras, como los erizos y moluscos similares. Pero la ley no funcionó, de hecho poco después Cayo Sergio Orata crearía el primer vivero en el Lago Lucrino.
Roma se había ido enriqueciendo y se estaba sofisticando, perdiendo su esencia mítica de pueblo guerrero con un carácter fuerte. Roma se estaba transformando y su paladar, también.
Prosit!
BIBLIOGRAFÍA:
Antonio García y Bellido: El vaso puteolano de Ampurias.
Lázaro Lagóstena Barrios: La ostricultura romana
Jacopo De Grossi Mazzorin: Consumo e allevamento di ostriche e mitili in epoca classica e medievale
Pedro Castaños y Oskar Escribano: Transporte y consumo de ostras durante
la romanización en el norte de la Península Ibérica
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