Uno de los aspectos más conocidos del mundo romano es el lujo y el sibaritismo
expresado en los banquetes. En efecto, Roma es a partir del siglo II aC una
potencia que acumula todas las riquezas de la tierra y que pretende demostrar
en sus mesas la distinción y el lujo que habían caracterizado a las culturas
orientales. Lejos del ideal de frugalidad propio de la esencia del pueblo
romano, los que podían permitírselo se dedicaban a mostrar su fortuna y su
elegancia, quizá no bien entendida, a base de banquetes donde el exceso de
ostentación, la opulencia y lo aparatoso de los manjares eran la característica
principal. Cierto que esto solo afectaba
a unos pocos privilegiados. Sin embargo, estos intentaron por todos los medios
impresionar a clientes, libertos, senadores y hasta emperadores mediante la
sorpresa, el impacto, la rareza y el lujo mostrado en ese escenario de
representación que eran los banquetes.
Para triunfar en un banquete, además de poseer un comedor amplio, cómodo y
bien decorado, además de las flores y los perfumes, de los músicos, las
bailarinas y la buena conversación, además del ejército de servidores y del
cocinero capaz de creaciones artísticas, conviene
servir alimentos considerados lujosos y exquisitos. ¿Qué se entiende por
tales? Fácil. Aquellos que sean difíciles de conseguir por cualquier motivo,
como la procedencia de lugares lejanos; aquellos que nadie o casi nadie ha
servido en sus mesas, por lo que la exclusividad está garantizada; o bien
aquellos que invitan al despilfarro, como las lenguas de flamenco, que implican
desaprovechar casi todo el flamenco.
El alimento conocido es considerado vulgar y hay que enriquecerlo con algo para
subirlo de categoría. Y si no, al menos hay que servirlo en platos de oro o
plata.
Como se ve, el hecho de que un plato sea agradable al paladar no es
importante. Lo que de verdad es importante es ser el primero o, mejor aún, el
único que sirva estas maravillas gastronómicas en su triclinium. O al menos formar parte del pequeño círculo de
privilegiados que puede permitírselas.
Algunos platos e ingredientes nos parecen ahora sencillamente asquerosos. O
como mínimo raros, muy raros. Durante un tiempo se puso de moda comer carne de asno o burro, preferentemente doméstico, y de corta edad. Se le llamaba lalisio mientras se nutría con leche
materna y era esta carne, antes de ser un onagro adulto, la que se prefería
(Marcial XIII 97). Plinio nos explica que es Mecenas quien se inventa la moda
de comer asnos domésticos: “Mecenas
instauró la moda de comer sus pollinos, preferidos con mucho en aquel momento a
los onagros; tras él pasó el aprecio por el sabor del asno” (Plinio NH VIII
170).
Otro alimento fruto de una moda pasajera fue la cigüeña. Estas en un primer momento eran respetadas porque limpiaban
las charcas de serpientes: “Son tan
estimadas por exterminar serpientes que en Tesalia el haber matado a una
suponía pena capital y las leyes contemplaban para ello el mismo castigo que
para un homicida” (Plinio NH X 31). Aselio Sempronio Rufo fue el primer
individuo que osó servirse a la mesa carne de cigüeña, lo que le costó las
elecciones al pretorado. Horacio también da noticia de este hecho: “Tranquilo estaba el rombo, y en su nido
segura la cigüeña hasta que un pretor fallido os enseñó a comerlas.” (Horacio
Serm. II 49-50). Sin embargo, durante un tiempo la carne de cigüeña hacía
furor, hasta que pasó de moda, sustituida por la de grulla.
En materia de aves, una de las que tuvo más éxito fue el flamenco (phoenicopterus ruber). La hermosura del ave, con su plumaje rosa, y
el sabor de su carne parece que lo hicieron uno de los platos favoritos de los
elegantes. Se atribuye al mítico Marco
Gavio Apicio la introducción de este animal en las mesas romanas. El recetario
de este gourmet incluye una receta de salsa para el flamenco, que se comía
hervido o asado y se presentaba, preferentemente, entero a la mesa (Apicio VI
VI 1). Pero lo que más interesaba del flamenco rosa era su lengua, como dice Plinio: “Apicio,
el mayor tragón de todos los derrochadores, ha enseñado que la lengua de
flamenco es de un sabor excelente” (Plinio NH X 133). Marcial también lo
menciona en el libro de los Xenia: “Debo
mi nombre al ala rosa, pero mi lengua es un plato delicado para los golosos
(sed lingua gulosis nostra sapit). ¿Qué
pasaría si mi lengua pudiera hablar?” (Marcial XIII 71). La lengua de
flamenco es suave, grande y carnosa. Su modo de comer, filtrando el alimento
-que consiste en pequeños crustáceos que le otorgan el color rosado- y
moliéndolo mediante movimientos rápidos de su lengua, es la explicación para el
gran desarrollo muscular de este órgano. Tras el descubrimiento de Apicio, la
lengua de flamenco tuvo un éxito increíble y se consideró imprescindible en
cualquier cena o plato con ínfulas de elegancia extrema.
Todo tipo de aves tenían cabida en las mesas: loros, avestruces, grullas,
cisnes, ruiseñores, palomas, gallos, ocas, tordos, pavos reales, pintadas...
que se comían totalmente o solo en parte, puesto que el auténtico sibarita
sabía distinguir las partes más nobles del animal, sea ave o no, desechando el
resto. Así, el emperador Heliogábalo “Hizo
servir en múltiples meses en una sola comida las cabezas de seiscientos avestruces, para que se comieran los sesos” (Elio Lamp. Historia
Augusta Heliogábalo XXX). Además, comer sólo una parte del animal,
especialmente cuando el animal era fácil de conseguir por las capas más
humildes de la sociedad, era la única manera de transformar en elegante un
plato vulgar. Por ejemplo, Plinio nos dice que fue “Mesalino Cota, hijo del orador Mesala, a quien se le ocurrió asar los pies palmeados de la oca y guisarlos en
una fuente con crestas de gallos”.
(Plinio NH X 27). Del mismo Heliogábalo se dice también que “Comía con mucha frecuencia, a imitación de
Apicio, pezuñas de camellos, crestas de pollos recién cortadas y lenguas de pavo y de ruiseñor, porque
decían que quien comiera estos manjares se vería libre de la peste. Ofreció al
personal de la corte desmesuradas tarteras repletas de entrañas de barbos, de sesos de flamenco, de huevos de perdiz, de sesos
de tordos y de cabezas de loros, de faisanes y de pavos” (Elio Lamp.
Historia Augusta Heliogábalo XX 5). Todo muy apetitoso, ya lo ven.
En materia de exquisiteces es difícil superar la gula y la
excentricidad del famoso actor Clodio
Esopo, que vivió en época de Cicerón, que disfrutaba con un plato hecho de pájaros que imitaban la voz humana.
Según Plinio “el plato de Clodio Esopo,
un actor trágico, estaba valorado en
cien mil sestercios, y se componía
de aves cantoras o capaces de imitar el
lenguaje humano, compradas por seis mil sestercios cada una” (Plinio NH X
141-142). Plato costosísimo que atraía por igual la admiración de los
envidiosos y las críticas de los moralistas.
Dejo para el final otro plato especialmente excéntrico, creación personal
del emperador Vitelio. Tenía por nombre el escudo
de Minerva (clipeum Minervae), y de él nos habla Suetonio: “estrenó una bandeja a la que por sus enormes
dimensiones llamaba siempre “el escudo de Minerva protectora de la ciudad”.
Hizo que se mezclaran en ella hígados de escaros, sesos de faisanes y de pavos,
lenguas de flamencos y leche de morenas, manjares todos ellos que había
encargado que le trajeran sus capitanes de navíos y sus trirremes desde el país
de los partos hasta el estrecho de Cádiz” (Suetonio Vitelio 13). El plato,
que debía ser digno de un emperador, era especialmente lujoso y exclusivo por
tres motivos:
Los ingredientes: hígados de escaro (scarorum iocinera), un pez raro muy
apreciado por los griegos; sesos de faisanes y de pavos (phaisanarum et pavonum cerebella), por supuesto pavos reales;
lenguas de flamencos (linguas phoenicopterum)
y leche de morena (murenarum lactes),
es decir, la puesta o desove de estos peces con forma de serpiente que suele
darse durante el invierno.
La dificultad para conseguirlos, que hace “necesario” utilizar parte de la flota de la
armada romana para que los busquen desde el país de los partos, actual Irán,
hasta el estrecho de Cádiz. Vamos, todo el mar conocido.
La dificultad para servirlo. En efecto, un plato de semejante categoría no podía ser servido en una bandeja
cualquiera. Dión Casio (65 3) dice que se creó una bandeja de plata a propósito.
Plinio, en cambio, insiste en el tamaño, y nos dice que “Vitelio durante su reinado hizo construir una bandeja por mil
sestercios, y para realizarla hubo que construir un horno adrede en un lugar
espacioso” (NH 35 163).
Uma vez mais, gostei muito. Lamento que os mosaicos e sua proveniência não estejam devidamente identificados.
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