domingo, 27 de febrero de 2022

DE MITECO A APICIO (I): LOS RECETARIOS GRIEGOS


La aparición de recetarios escritos por cocineros famosos tiene lugar por primera vez en la Magna Grecia. El primero de estos cocineros es Miteco de Siracusa, mencionado por Platón (Gorgias 518b) y autor de un ‘Tratado de Cocina Siciliana’ con gran renombre en su época. Miteco vivió en el siglo V aC y procedía de la isla de Sicilia, lugar que se había convertido en paradigma de la buena mesa, y cuyos habitantes eran tan comilones que hasta habían erigido un santuario dedicado a la Glotonería (Ἀδηφαγία) junto a la estatua de Deméter. Su libro se ha perdido pero se conservan fragmentos del mismo recogidos en la obra enciclopédica de Ateneo de Náucratis. La única receta conservada corresponde a un pescado muy común en el Mediterráneo, el pez cinta:

  

«Saca las tripas de la cinta una vez que le cortes la cabeza; lávala, córtala en filetes y rocíala con queso y aceite». (Ath.VII,325f)




Esta es, quizá, la receta más antigua conocida de la gastronomía europea. Y no es casualidad que corresponda a un plato de pescado. El pescado es el ingrediente preferido por las clases adineradas y define bastante bien la gastronomía de Sicilia y la Magna Grecia, que disfrutaba y explotaba todos los productos del mar. Parte de la riqueza de estas colonias griegas occidentales provenía de la pesca y la industria de la salazón de pescado, lo cual parece confirmarse también en la gran cantidad de cerámica en forma de platos decorados proveniente de esta área. El pescado es un alimento ligado estrictamente a criterios gastronómicos, no depende del sacrificio ni de las exigencias del ritual. El pescado es gula en estado puro



Plato de pescado procedente de Apulia. S.IV aC



Pero Miteco no es el único que escribió un recetario en esta época. Ateneo nombra otros autores de los siglos V y IV aC que también escribieron libros de cocina (conocidos comúnmente como Opsarytiká): Glauco de Locros, Heráclides de Siracusa, Hegesipo de Tarento -que parece que realizó un manual de repostería-, Epéneto -conocido por los nombres largos que ponía a sus platos-, Dionisio y otros tantos de los cuales no ha quedado nada. 

A través de estos autores y de sus tratados culinarios y/o recetarios podemos asomarnos a la gastronomía de la Magna Grecia. Junto al pescado, que es el producto que cuenta con mayor consideración, se apreciaban las salsas muy elaboradas. Por ejemplo, Glauco de Locros, que vivió en la segunda mitad del siglo V aC, nos habla de una salsa llamada hypósphagma,  especial para tomar con las sepias o calamares, y hecha a base de su propia tinta, silfio y caldo; aunque también tenía una segunda versión, en este caso realizada con miel, vinagre, leche, queso y hierbas aromáticas (Ath.VII 324AB). Este mismo autor escribía sobre la receta de  karýkē (καρύκη), una salsa de origen lidio realizada a base de sangre y bastantes condimentos. El mismo origen lidio -o jonio- tiene el  ‘candaulo’ (κάνδαυλος), una elaboración muy compleja que llevaba carne cocida, pan rallado, queso frigio, eneldo y caldo espeso, y del cual hablaba Hegesipo de Tarento (Ath.XII, 516D), autor también del siglo V aC. 

No es casualidad que estos autores del sur de Italia conocieran y divulgaran las recetas más características de las colonias de la Grecia asiática, las únicas que podían hacerles  sombra, pues ambos territorios contaban con la misma fama: riqueza, lujo y refinamiento en las costumbres. 

Por cierto, el candaulo tenía también diferentes versiones, una de ellas dulce, uno de esos pastelitos planos de la mejor repostería. También Heráclides de Siracusa da noticia en pleno siglo IV aC de otros pasteles que se preparaban en Sicilia para celebrar las Tesmoforias en honor a Deméter. Estos dulces se hacían de harina, miel y sésamo y tenían una curiosa forma de pubis femenino. Se llamaban mylloí (μύλλοι) (Ath.XIV 646f).



Escena de banquete. S IV aC. Museo Arqueológico Nápoles


Siciliano era también el autor de lo que parece la primera guía de viajes con acento gastronómicoSe trata del poema didáctico Hedypatheia (Ἡδυπάθεια) que se suele traducir como ‘El buen comer’, compuesto por Arquéstrato, un siciliano (de Gela o de Siracusa) que lo escribió a principios del siglo IV aC. Se conserva en 62 fragmentos dentro de la obra de Ateneo y consiste en unas recomendaciones sobre dónde encontrar los mejores platos de todo el Mediterráneo, el cual había recorrido minuciosamente, movido “por amor al placer” (Ath.VII, 278D). Con el texto de Arquéstrato nos asomamos al desarrollo culinario de la cultura griega, de la que la ‘escuela siciliana’ marcará la tendencia.


Arquéstrato no es un cocinero, pero sí un auténtico gourmet, un bon vivant, un opsofagos goloso, alguien capaz de dejarse llevar por el placer de los sentidos hasta el punto de que se decía que inspiró su filosofía a Epicuro, nada menos (Ath.VII,278F). 


Como si fuera un periodista gastronómico contemporáneo, interesado por el turismo gastronómico y el producto local,  Arquéstrato nos da consejos de todo tipo y de forma bastante detallada. Por ejemplo, nos indica dónde encontrar los mejores productos con sentencias del tipo: “En Mesina, junto al estrecho, cogerás almejas monstruosas”, o bien “Desdeña toda morralla, salvo la de Atenas”. La mayoría de las veces nos habla sobre el pescado (anguila, esturión, morena, congrio, salmonete, rodaballo, atún, bonito, caballa …) y el marisco, que ya entonces es un producto delicado, para gourmets (bogavante, ostra, vieira, almejas…); pero  también nos habla del vino (sin duda los mejores son los de Lesbos) y del pan (de cebada y de trigo). Otros consejos versan sobre la estacionalidad de los productos, es decir, cuándo es la época más adecuada para conseguirlos: “El bonito en otoño, cuando se pongan las Pléyades …” o “Cuando sale (la estrella) Sirio (el besugo) en Delos y en Eretria…”. Arquéstrato también dedica comentarios a las preparaciones culinarias. Así, conocemos un estilo de recetas ‘a la siciliana’, que debían marcar la moda del momento y que hacían las delicias de los gourmets  (los ὀψόφαγοι), que ya los había por toda la Hélade.  Abundan las referencias al pescado asado o guisado con salsas de abundante queso y aceite, o salsas de salmuera (es decir, el gáron, que tanto éxito tendrá en las mesas romanas), vinagretas diversas y abuso de orégano y silfio. 



Vendedor atún. Museo de Mandralisca, Cefalú S.IV aC


Arquéstrato hace también comentarios que suponen un juicio de valor contra esta ‘escuela siciliana’, que él encuentra demasiado recargada. Al insistir tanto, no solo nos explica sus gustos sino también que lo que estaba de moda era justo lo que critica: el barroquismo de las salsas y los condimentos.

Tomemos como ejemplo la receta de la lubina. Una vez asada el autor hace hincapié en lo que no se debe hacer: “Y que no se te acerque jamás cuando prepares este plato ningún siracusano ni italiota, pues no saben preparar los buenos pescados, sino que lo echan todo a perder de mala manera sazonándolo con queso, y salpicándolo con vinagre aguado y salmuera de silfio” (VII,311A-C).

O la del bonito, que debe envolverse en hojas de higuera y ponerlo a cocer el tiempo justo entre las brasas “con no demasiado orégano, sin queso ni tonterías” (VII,278C). Arquéstrato parece reivindicar las elaboraciones más sencillas, que pongan en valor el producto. Sin embargo, en muchos otros casos sí menciona el estilo a la moda -a la siciliana-, a base de hierbas olorosas, ralladuras de queso y picantes salsas  de salmuera. 



Escena de pesca. Boston, Museum of Fine Arts


La época helenística, marcada por la expansión militar de Alejandro el Grande por Asia Menor, Egipto, Persia, Fenicia, Judea y resto del Mediterráneo, marcará nuevos recetarios que incorporarán novedades en materia de productos, gustos y elaboraciones. Durante los siglos III y II aC aparecen los tratados de Iatrocles, que se dedicó a recoger y comparar distintas recetas de pasteles de varias regiones griegas; Mnesiteo de Atenas; Filotimo; Eutidemo de Atenas, que redactó un monográfico sobre los vegetales y otro sobre las salazones; Parmenón de Rodas; Harpocratión de Mendes, autor de un libro sobre pasteles inspirado por la gastronomía egipcia; Crisipo de Tiana, cuyo tratado sobre la elaboración del pan incluye recetas de Creta, Siria y Egipto; y por último Paxamo, que compuso una obra gastronómica en orden alfabético (Ὀψαρτυτικὰ κατὰ στοιχεῖον ) que se hizo muy popular en la Antigüedad y que será una de las obras de referencia de la culinaria latina. 


No podemos olvidar los tratados médicos dentro de las aportaciones a la culinaria griega. Desde Hipócrates de Cos, nacido en el siglo V aC, un buen número de autores dedicaron sus obras a la Medicina y también a  la Dietética. Sus ideas se basan en buena parte en la prevención de enfermedades y trastornos de la salud, para lo cual se hace imprescindible un seguimiento de normas en la alimentación. Estos tratados florecen especialmente entre los siglos III y I aC, compuestos por profesionales que velarán por el bienestar de  los grandes monarcas helenísticos. 

Aquí podemos mencionar a Apolodoro y sus consejos sobre vinos a uno de los Ptolomeos, o a Diocles de Caristo, consejero dietético del rey de Macedonia Antígono II Gónatas, por nombrar solo a algunos.


Pero sin duda los más importantes e influyentes tratados médicos relacionados con la culinaria serán de fecha posterior: Dioscórides, Rufo de Éfeso y, sobre todo, Galeno de Pérgamo, ya en el siglo II.  Alguno de estos autores, como Dioscórides o Galeno, vivieron en la misma Roma, donde sin duda crearon escuela. 


Sin ser recetarios propiamente dichos, estos libros dan muchas pistas sobre cómo tratar los alimentos para que sean adelgazantes, purgantes, astringentes o cumplan con cualquier otra norma de higiene alimentaria. En el libro de Galeno

Sobre las facultades de los alimentos, podemos leer algunas fórmulas de este tipo, como la del arroz hervido, que se prepara como cualquier otro cereal y con el fin de cortar la diarrea; la de la col salteada con aceite de oliva y garum para facilitar la evacuación del vientre; la de los huevos escalfados o la de la crema de cebada, que también recogerá Apicio con algunas pequeñas modificaciones.


Plato de pescado procedente de Magna Grecia, siglo IV a.C.



El saber gastronómico de los griegos contaba con un insuperable prestigio. ¿Redactaron en Roma tantos libros de cocina y gastronomía como en Grecia? Pues para eso les emplazo a la siguiente entrada del blog.



Prosit!





domingo, 23 de enero de 2022

A BALNEO, COMER TRAS VISITAR LAS TERMAS



Si hay un lugar que caracteriza al pueblo romano, un lugar donde se puede encontrar a pobres y ricos, amos y esclavos, hombres y mujeres, ese lugar son los baños. Bueno, con permiso del estadio, el anfiteatro y el teatro, que se llenaban en plena temporada de Ludi.

El éxito de los baños radicaba en que daban respuesta a muchas necesidades de la población: eran un lugar donde relajarse, donde mantener la salud del cuerpo y el espíritu, donde divertirse y, sobre todo, donde encontrarse con amigos y pasar la tarde.


Tanto si se trataba de termas más pequeñas en propiedades privadas (balneum), como de grandes instalaciones públicas (balnea, thermae), todo el mundo las frecuentaba desde el mediodía más o menos, tras las obligaciones de trabajo, y marcaban el momento de relax que daba paso al tiempo de ocio. Desde el siglo I aC, las termas públicas se convierten en un lugar imprescindible, e incluso aquellos ciudadanos privilegiados que tenían la suerte de disponer de un balneum privado, deciden pasar su tiempo en las grandes instalaciones que construirán Agripa, Nerón, Tito, Domiciano y otros principes o imperatores


Termas de Sant Boi de Llobregat. Foto: @Abemvs_incena

Y no es de extrañar, porque las termas son un hervidero diario de actividad y diversión. Desde que el sonido del discus indica que el agua ya está caliente y se puede entrar, una población de lo más variopinto invade las instalaciones. Tras pasar por los vestuarios o apodyterium, donde se dejaban los objetos personales, la gente se colocaba unas sandalias o zuecos para protegerse del calor que emanaba del suelo y evitar resbalar, y podía optar por dirigirse a la palestra para practicar ejercicio al aire libre -para lo cual vestía un sucinto subligaculum y una fascia pectoralis en caso de ser mujer-, o dirigirse al tepidarium y a las piscinas de agua fría (frigidarium) y caliente (caldarium), donde una temperatura altísima ayudaba a relajarse y a desintoxicar el organismo. Además de centrarse en la limpieza en profundidad de la piel a base de restregar con el estrígil, en las termas se podía optar por un buen tratamiento de belleza a base de masajes y aceites, por una depilación o por una aplicación integral de ungüentos carísimos, procedentes de Oriente, de Egipto, o de Judea. Pero además uno se podía divertir en la piscina (natatio), podía ir de tiendas, asistir a un recital de poesía o un concierto, leer en la biblioteca, pasear por sus jardines, encontrarse con amigos y hacer vida social ... y sí, también comer algo.


Mujeres practicando deporte en las termas.
Piazza Armerina.

Diferentes autores nos han dejado testimonio de que en las termas había puestos de comida rápida y tabernas que tenían una oferta muy sencilla. Por ejemplo, Marcial nos habla de alguien que en las termas “come lechuga, huevos, pez lagarto” (XII,19). Séneca, que vivía sobre uno de estos establecimientos en la ciudad de Baiae, nos menciona el ruido que producían los gritos de los vendedores ambulantes, entre ellos el salchichero, el pastelero y el vendedor de bebidas (Ep.VI,56,2). Y Juvenal nos habla de un tal Laterano, gobernador cargado de vicios y ejemplo a no seguir, quien “se encamina a las copichuelas aquellas de los baños” (Sat.VIII,168), sugiriendo que estos bares quizá no eran muy recomendables. Sin embargo, debemos recordar que estos textos fueron escritos por autores de la élite y que estos suelen mostrar un punto de vista muy parcial. 


Escena convivial. Museo del Bardo. Túnez

Otros testimonios nos revelan que además de tomar vino o de picotear algo en los puestos ambulantes, también era posible comer en un auténtico restaurante de cierto nivel. Un texto de Julio Pólux recogido en la enciclopedia bizantina conocida como Suda nos presenta un ejemplo de menú completo que se podía consumir allí, en las mismas termas. Julio Pólux nos presenta un fragmento en el que el protagonista se va a unos baños y de ahí directamente a comer. Como siempre en la obra de Pólux, el texto supone un elenco de frases útiles usadas en escenas cotidianas, en latín y en griego, pensadas para un uso pragmático de hablantes que no dominan las dos lenguas. Pues bien, el protagonista de Pólux se acicala y se perfuma tras el baño, siguiendo el ritual del convivium, aunque dentro del recinto de las termas. Después toma un sirviente y con él se dirige a lo que podemos considerar un restaurante:


Mezcla vino para nosotros: nos reclinaremos. Primero danos remolacha o calabaza. Agrega salsa de pescado a eso. Danos rábanos y un cuchillo: sirve un oxygarum con lechuga y pepino. Trae pies de cerdo, una morcilla y un útero de cerda. Todos comeremos pan blanco. Agrega aceite a la ensalada. Desescama las sardinas y déjalas sobre la mesa. Danos mostaza, paleta y jamón. ¿Ya está listo el pescado a la plancha?

Ahora, pues, unas lonchas de venado, jabalí, pollo y liebre. Da a todos una ración de col. Corta la carne hervida. Sirve el asado. Danos de beber (...)

Traed las tórtolas y el faisán, traed la ubre y comamos un poco. Vamos a comer, está bien. Danos el cochinillo asado. Eso está muy caliente. Mejor córtalo para nosotros. Trae miel en una jarra. Trae un ganso engordado y algunos encurtidos. Danos agua para nuestras manos. (...)

Ha sido una comida estupenda. Da a los camareros y sirvientes algo para comer y beber, y también al cocinero, porque nos ha servido bien (...)


Del texto de Pólux -insisto, es un manual que recurre a frases cotidianas- destaca el elenco de platos que bien podrían aparecer en el recetario de Apicio y la referencia a reclinarse en el triclinio. El texto muestra unos platos que se acercan más a un convite en casa de un patronus que a la clásica taberna que tenemos en mente.


Estos restaurantes más finos también se documentan en la arqueología. Un ejemplo lo vemos en la Casa de Julia Felix, en Pompeya, una villa enorme con una parte residencial y otra mucho mayor dedicada a apartamentos, baños públicos, tiendas y tabernas, todo en alquiler. La propietaria, heredera de la fortuna familiar, consiguió así convertirse en una auténtica y respetada mujer de negocios. Los baños públicos que alquila, “para gente selecta” según reza el letrero que lo anuncia, son de lujo y junto a ellos se encuentran dos comedores o thermopolia, uno de ellos incluso conectado con el balneum. Curiosamente, este comedor cuenta con un triclinio, por lo que se le presupone también cierta categoría. Bien podría tratarse de un restaurante donde se sirviesen los mismos platos que menciona Pólux. Y es que seguro que había termas y termas, y también restaurantes y restaurantes.


Thermopolio de la Casa de Iulia Felix en Pompeya.
Foto: https://pompeiiinpictures.com/

Pero las termas servían también como lugar de encuentro previo a una cena en casa de amigos. Leemos en Marcial a propósito de la invitación que hace a Julio Cerial: “Podrás estar al tanto de la hora octava; nos bañaremos juntos: ya sabes qué cerca están de mi casa los baños de Estéfano” (XI,52). Y si no se tiene invitación, también es el lugar donde dejarse ver y hacerse el encontradizo, adular hasta la saciedad y quizá conseguir que te inviten. Es el hábitat natural de gorrones profesionales, clientes sin mucha suerte, patricios empobrecidos o aspirantes a la jet set romana: No es posible deshacerse de Menógenes en las termas y en los alrededores de los baños, por más que emplee uno toda su maña”, nos cuenta Marcial (XII,82), a propósito de este parásito pegajoso, capaz de  humillarse recogiendo balones, dejarse ganar en el juego de pelota, amontonar las toallas sucias, escanciar él mismo el vino, secar el sudor de la frente de aquel a quien persigue hasta que este, extenuado,  le invite a cenar. 


Por supuesto, la relación entre las termas y la alimentación tiene mucho que ver con la salud y la higiene, es decir, con el concepto de dieta, entendido en sentido amplio. La dieta (δίαιτα) en la antigüedad implicaba un género de vida saludable y equilibrado basado en los pilares de la alimentación, los baños, el ejercicio, las purgas y el reposo. Los baños eran prescritos por los médicos en función de cada necesidad, y tras estos, para completar el tratamiento, se recomendaba tomar bebidas calientes como el apotermo. Así lo recomienda Hipócrates, quien da varias recetas para los males de las mujeres, con fórmulas del tipo “que se bañe con agua caliente y beba en ayunas apotermo” (Mul.1,44; Mul.2, 207 y 209). Conocemos esta receta porque también la recoge Apicio, aunque en su caso no parece una bebida, y sabemos por él que llevaba sémola de trigo, cocida con piñones y almendras, todo endulzado con uvas pasas o vino dulce (Ap. II, II,10). Un refrigerio reconstituyente, perfecto para quienes han pasado unos días debiluchos, que además es bastante digestivo.


Interpretación de apotermo. Foto: @Abemvs_incena

El mismo recetario de Apicio también nombra otras tres recetas que se recomiendan expresamente para tomar después de las termas (a balneo). Son recetas conocidas por sus propiedades laxantes o purgantes, es decir, que formaban parte de la terapéutica del momento. La primera de ellas son unas albóndigas en una salsa a base de almidón y especias (Ap. II, II,7). El almidón  (amulum o amylum) se podía conseguir con el agua de cocer arroz o espelta y actuaba como espesante, además de favorecer una microbiota intestinal sana. La siguiente son unas sepias cocidas (Ap. IX, IV,3), en cuya salsa hay pimienta, laser, garum, piñones y huevos. En la medicina de la Antigüedad, los caldos a base de sepias y otros moluscos eran conocidos por sus propiedades laxantes, un verdadero remedio para recomponer un vientre enfermo si hemos de hacer caso a Celso o a Hipócrates. La tercera y última de las recetas que nos presenta Apicio a balneo es un plato de erizo salado (Ap. IX, VIII,5), el cual se debe mezclar convenientemente con garum para parecer fresco. Otro alimento que la medicina del momento considera purgante: los caldos hechos a base de erizo, que mueven el vientre y evitan el estreñimiento.


Ya sea por salud o diversión, ya sea para quedar con amigos justo antes de cenar, los baños termales se convierten en un elemento fundamental para el bienestar del pueblo romano. El placer, acompañado de una buena comida y regado con un buen vino, es doblemente placer.


Prosit!

Alma Tadema. La costumbre favorita (1909)




Imagen de cabecera: Bene Lava, 'Que tengas un buen baño'. Termas de Timgad, Argelia.




BIBLIOGRAFÍA EXTRA:


Guidi, Federica: Vacanze romane. Tempo libero e vita quotidiana nell’antica Roma.- Mondadori, 2015


Lejavitzer, Amalia: “Dieta saludable, alimentos puros y purificación en el mundo grecolatino”, en Nova Tellvs, 33/2, 2016

sábado, 11 de diciembre de 2021

SIBARITAS vs. ESPARTANOS (II): EL INFAME CALDO NEGRO


Esparta. Una de las polis griegas más importantes. Un vasto territorio con leyes no escritas y una sofisticada organización basada en la excelencia militar y en el dominio de una minoría privilegiada de ciudadanos considerados ‘iguales’. Esparta era tradicional, estricta, cerrada y mítica. 

Numerosos autores -entre ellos Platón o Cicerón- vieron en el régimen de vida general de Esparta unos ideales que deseaban adaptar a sus propios estados y ayudaron así a conformar el mito de la perfección espartana. Desde entonces, ha despertado siempre  cierta admiración y encandilamiento, reflejado incluso en nuestro vocabulario común, ya que espartano es sinónimo de  “austero, sobrio, firme, severo”. 

El éxito de Esparta se achacaba a los valores y virtudes que se derivaban de su díaita, entendida como modo de vida sobrio y áspero que evitaba expresamente las comodidades, la molicie y la debilidad. 


Uno de los aspectos fundamentales para entender este modo de vida es la gastronomía, tan severa y poco amable como la misma vida espartana. 


El caldo negro


Si tuviéramos que resumir toda la gastronomía del pueblo lacedemonio en un único plato, este sería el caldo negro o mélas zomós (μέλας ζωμός), un auténtico signo de identidad de Esparta. Varios autores mencionan esta elaboración, plato fuerte también de la comida en común, la syssítia (συσσίτια), otra institución por sí misma.

Pues bien, vamos a ver en qué consistía este plato ‘nacional’ lacedemonio.


Una de las principales fuentes de información se encuentra en Plutarco de Queronea, un autor que vivió entre los siglos I y II dC, muy lejos de los tiempos en que Esparta era toda una potencia. Junto a Plutarco, tenemos esa especie de enciclopedia sobre el mundo antiguo que resulta ser El banquete de los eruditos, de Ateneo de Náucratis, otro autor aún más alejado en el tiempo (siglo II o principios del siglo III), que sin embargo recoge información de autores mucho más antiguos cuyos textos originales se han perdido. De manera que al menos contamos con el testimonio -indirecto- de algunos autores casi contemporáneos a la época de mayor esplendor de la Esparta clásica.


Según Plutarco, entre los lacedemonios “era muy apreciado el caldo negro” (Lyc. 12). Plutarco no nos explica exactamente en qué consiste pero sí nos dice que se servía en la syssítia, la comida en común de los ciudadanos libres con responsabilidad política. Así pues, este plato se identifica ya con una institución que a su vez resume la esencia cívica de Esparta. 


La syssítia era una comida colectiva en la que participaban los ciudadanos y los jóvenes de la élite de Esparta, y cuyas normas fueron establecidas por el mítico legislador Licurgo. Decidido a eliminar el lujo y el afán de dinero, Licurgo decretó dos normas básicas: que todos los que formaban parte de ella hiciesen una aportación, y que los alimentos fuesen sencillos y con raciones iguales para cada miembro.  Así, según nos cuenta Plutarco, los lacedemonios se reunían en grupos de quince más o menos y “aportaba al mes cada uno de los comensales un medimno de cebada, ocho chóes de vino, cinco minas de queso, cinco semiminas de higos y, encima, para la compra de provisiones, una cantidad ciertamente pequeña de dinero” (Lyc. 12). Con ello se conseguía una comida sin ostentación, sencilla de preparar y extremadamente frugal, lo cual fortalecía el espíritu de los ásperos lacedemonios, logrando la famosa areté (ἀρετή).


Escena de sacrificio. Museo del Louvre.

Como he dicho, el plato fuerte de estas comidas era el caldo negro. Posiblemente se trataba de un estofado de carne cocinado a fuego lento y con pocos aderezos. Una cita también de Plutarco permite imaginar que se comía la carne por un lado y el caldo por otro, siendo este el más apreciado con diferencia: “los ancianos ni siquiera pedían un trozo de carne, sino que se lo dejaban a los jovencitos, y ellos comían sirviéndose el caldo” (Lyc. 12). Otro autor, Dicearco de Mesina, especifica que la carne que se sirve es carne de cerdo hervida y aparte el propio caldo de carne, suficiente para alimentar a todos los comensales durante la cena (Athen. Deipn. 141AB). Ambos autores parecen indicar que la carne se extraía y se repartía, en principio a los más jóvenes, mientras que el caldo restante (el zomós) era el auténtico manjar de los hombres espartiatas. 

Por lo que respecta al resto de ingredientes, tampoco debieron ser muy sofisticados. De nuevo Plutarco nos da una pista: “Y así como los lacedemonios, dando al cocinero solo vinagre y sal, le ordenan buscar lo demás en el animal sacrificado (...)” (Mor. 128C). Es decir, según Plutarco, la preparación de este plato nacional implica el uso de vinagre, sal y otros ingredientes procedentes del mismo animal, como puede ser la sangre -que le daría un color característico (mélas, ‘negro’) y un sabor inconfundible-, las vísceras o la carne. Actualmente, se cree que el uso del vinagre tenía una función muy concreta: evitar la coagulación de la sangre de cerdo y ayudar así a que la textura final fuera justamente de sopa, de caldo.


El mélas zomós se acompañaba durante la syssítia de otros alimentos también muy sencillos: pan de cebada, alguna aceituna, queso, un higo o algún pescadito o pichón (Ath. Deipn. 141A-C). Para beber, vino, pero en poca cantidad, porque nadie estaba autorizado a emborracharse durante estas comidas cívicas. La syssítia terminaba con un resopón o epaiklon a base de pasteles de cebada y empanadas de carne, aportación voluntaria de los más pudientes. Curiosamente en este momento exacto de la comida en común la presunta igualdad entre comensales se disolvía, ya que se hacía patente el poder adquisitivo de las clases aristocráticas, cuyo nombre se anunciaba en voz alta acompañando al plato aportado y haciendo patentes las relaciones de poder entre los diferentes miembros del grupo. 


Así pues, las comidas cívicas no eran escasas en alimentos, sino moderadas, frugales y básicas, alejadas de los productos refinados y exóticos que entorpecen la virtud. Ningún espartiata se levantaba con hambre del klinē, como mucho se levantaba con la gula insatisfecha.


Ágora de Esparta. 

Significado del caldo negro


La identificación de este plato con la misma syssítia representa los ideales de Esparta: la moderación, la sencillez, la eliminación consciente del lujo, la austeridad. Y con ello se conseguía el respeto a las leyes y la igualdad entre ciudadanos, además de un cuerpo vigoroso y un espíritu disciplinado. 


Todos los ciudadanos de Esparta se sentían identificados con el mélas zomós y el plato se convirtió en un signo de identidad.


Además, el caldo negro era famoso en toda la Hélade. Varios autores de la comedia lo mencionan: el ateniense Ferécrates, Alexis de Turios -quien insiste en el que el zomós debe ser bien negro-, Matrón de Pítane o Eufrón, quien presenta a un cocinero que atribuye la autoría del plato a Lamprias, uno de los Siete Cocineros legendarios de Grecia, esos que tenían un paralelo con los Siete Sabios.


De hecho, este plato no era ningún secreto, aunque lo cierto es que tampoco debía ser apto para todos los paladares. Plutarco nos habla de cierto rey del Ponto que contrató a un cocinero laconio para que le preparase el famoso caldo negro. Cuando lo probó se decepcionó muchísimo y el cocinero en cuestión le respondió que para apreciarlo era necesario haberse bañado en el Eurotas (Lyc. 12), dejando clara la idea de que para un espartiata, el caldo negro está bueno porque está acostumbrado a tomarlo desde la cuna. Sin embargo, el paladar del rey del Ponto debía estar más acostumbrado a otros alimentos refinados, como el thríon -la hoja de higuera rellena- o el candaulos. De hecho, Nicóstrato a través de Ateneo nos habla de un cocinero que no sabía preparar caldo negro, pero sí hoja de higuera rellena y candaulo” (XII, 517A), dejando clara la identificación de todo un pueblo con una determinada gastronomía: quien prepara caldo negro (Esparta) no conoce los refinamientos de la alta cocina, y viceversa. 

Esa misma anécdota del rey del Ponto nos la transmite Cicerón, pero con algunas variantes. Según él, el rey es el tirano Dionisio I el Viejo y la respuesta del cocinero es toda una declaración de principios, pues al ver la cara de asco del tirano, le responde: «No tiene nada de extraño, le han faltado los condimentos». «¿Qué condimentos?», le preguntó. «La fatiga de la caza, el sudor, la carrera hasta el Eurotas. Ésos son los condimentos que emplean los Lacedemonios en sus comidas» (Cic. Tusc. 5, 98, 4). 


Busto de un hoplita, quizás Leónidas.
Museo Arqueológico de Esparta
 

Sí, hay que haber nacido en Esparta y haber superado las pruebas de la infancia, las batallas y la vida áspera para poderlo apreciar. Los extranjeros no están en condiciones de entender el plato, no participan de esa cultura. 


Por eso tampoco les parecía conveniente servirlo a quienes visitaban su ciudad. El rey Cleómenes, por ejemplo, cuando recibía a embajadores o extranjeros, les plantaba un triclinio de más plazas, añadía más cantidad al menú y hacía más generoso el servicio de vino. Y según Plutarco se enfadó con unos amigos que sirvieron caldo negro y pan de cebada (la famosa maza) a unos extranjeros, como si estuvieran en la syssítia, dejando claro que con personas foráneas no había que ser tan “laconio” (Plut. Cleom. 34.5).  Seguro que pasó hasta vergüenza. Así es la comida tradicional, uno la acepta en su ADN cultural, pero evita hacer ostentación entre personas que no la van a entender. 

Además, al ofrecer esos platos a los extranjeros, ¿qué acabarían pensando de las costumbres de Esparta? Era mucho mejor evitar juicios erróneos. Así es como se forjan anécdotas y se mantienen los tópicos: que si en Esparta los cocineros solo podían elaborar platos de carne, exponiéndose a la expulsión en caso contrario; que si era mejor estar muerto que comer el caldo negro; que si los espartanos no saben comer cosas finas y si les sirves un erizo de mar se lo meten en la boca con caparazón y todo… Estas historias forman parte de los textos clásicos, recopiladas ya en tiempos pretéritos, cuando se forjó el mito de la “perfección” espartana. 


Copa Espartana S. VI aC


Sibaris vs. Esparta


Si la ciudad de Síbaris encarnaba la vida relajada, Esparta simboliza el ideal de disciplina y perfección. Ambas polis expresan su forma de vida en las costumbres gastronómicas. Recordando la famosa frase del filósofo y antropólogo Ludwig Feuerbach, “somos lo que comemos”, podemos decir que Síbaris es lujosa y fértil como el mar, como los pasteles y como el abundante vino, mientras que Esparta es arisca y rígida como el pan basto de cebada y el caldo negro.

Si uno es símbolo de vida relajada, el otro lo es de disciplina y perfección. Ambos estados actúan como símbolos opuestos, ambas son ciudades míticas.



BIBLIOGRAFÍA EXTRA:


Maciej Kokoszko: "Mélas Zomós(μέλας ζωμός), or on a Certain Spartan Dish. A Source Study", en Studies on Ancient Sparta, Akanthina, no. 14, ed. Nicholas Sekunda (Gdańsk: Gdańsk University Press, 2020).


Casillas, Juan Miguel y Fornis, César: “La comida en común espartana como mecanismo de diferenciación e integración social”, en Espacio, Tiempo y Forma, Serie II, Historia Antigua, 7, 1994 (págs. 65-83)