jueves, 3 de enero de 2019

EL ARROZ (ORYZA) EN ÉPOCA ROMANA

El pueblo romano conocía el arroz, un cereal que recibía el nombre de oryza (también ‘oriza’, ‘oridia’ y ‘uridia’). Este procedía de Oriente, de las lejanas tierras asiáticas, donde se adquiría y se transportaba hasta los diferentes puntos del territorio romano por vía terrestre o marítima. En el mundo occidental se conoce desde los tiempos de la conquista de Asia por Alejandro, en pleno siglo IV aC, y es a partir de ahí que encontramos referencias escritas sobre este cereal que, insisto, no se cultivaba en tierras europeas -no se cultivará hasta los tiempos del dominio musulmán de al-Ándalus- sino que se traía desde Siria, Babilonia y la India.

Transporte de mercancías. Ostia Antica
Los autores griegos lo mencionan en sus tratados de medicina y de botánica. Teofrasto, filósofo y científico contemporáneo de Alejandro, menciona el arroz en su tratado Historia de las plantas. En concreto, explica que en Asia “siembran, sobre todo, el llamado ‘arroz’, con el que hacen su hervido. Éste es semejante a la escanda y, cuando se le quita la cascarilla, forma una especie de gachas, fácilmente digeribles. Se parece externamente, cuando está crecido, a la cizaña, y se desarrolla dentro del agua durante mucho tiempo” (IV, 4, 10).

En época romana el arroz era un cereal exótico que costaba un precio elevado, como producto de importación que era. Tenía principalmente dos usos: el medicinal y el culinario, siendo el primero más importante que el segundo.

En efecto, del arroz se apreciaba especialmente su capacidad para arreglar problemas estomacales y desgracias intestinales tales como la diarrea. El médico y farmacólogo griego Dioscórides, que vivió en la Roma de Nerón, nos dice en su tratado De Materia Medica:
El arroz es una especie de grano, que nace en lugares pantanosos y acuosos. Es moderadamente alimenticio y restriñe el vientre” (II, 95).


El modo de empleo era en forma de decocción o hervido. El naturalista Plinio el Viejo, contemporáneo de Dioscórides, nos dice que el arroz es la comida favorita de los indios, “con el que preparan tisana, como otros hacen con cebada” (NH XVIII, 13, 1), es decir, que preparan agua o sopa de arroz, lo mismo que la tisana es agua o sopa de cebada.
La tisana o agua de arroz aparece también en una escena narrada por el autor satírico Horacio, en la que aprovecha para criticar a los millonarios avarientos. La escena narra una conversación entre el ricachón Opimio y su médico:
‘¿Te quedas ahí parado? Venga, tómate esta tisana de arroz.’ ‘¿Cuánto ha costado?’ ‘Poco.’ ‘Pero dime cuánto.’ ‘Ocho ases.’ ‘¡Ay!, ¿qué más me da perecer por enfermedad que por la rapiña y el robo?’ (Sat.II,3)

La anterior escena es reveladora también del precio tan elevado que tenía el arroz en Roma. Era un auténtico producto de lujo, solo al alcance de los bolsillos más privilegiados. De hecho, en el Edicto de precios de Diocleciano, que data del año 301 dC y que pretende establecer el precio máximo para un gran número de productos de todo tipo, indica que el precio del arroz está a doscientos denarios el modio castrense (17,51 litros), justo el doble que el trigo o la espelta. Al ser un producto medicinal de lujo, estaba al alcance de gente con posibles, como el tacaño ricachón Opimio que menciona Horacio, o los oficiales del ejército romano en los campamentos de la Germania o de la Galia, como Novaesium (actual Neuss, en Alemania) o quizá Tenedo (la actual Zurzach suiza), donde se han encontrado restos de arroz junto a otros productos de importación, como pimienta negra, dátiles o pistachos, y que con seguridad se destinarían al consumo de los oficiales y altos mandos. Tras su largo periplo por mar desde los puertos comerciales orientales, el arroz se conservaría en sus pequeños recipientes cerámicos, como el ánfora descubierta en Herculano, que debió conservar arroz según la mención “orissa” que se puede leer en el titulus pictus (CIL IV, 10756), y se mantendría en las despensas o cellae penariae.

Especias. Magna Celebratio 2018. Foto: @Abemvs_incena
El segundo uso que se le daba al arroz en época romana era el culinario, pero no como protagonista de guisos, paellas, risottos o ensaladas, sino como espesante de salsas. En efecto, el amulum o almidón de arroz se convierte en un fantástico espesante cuando se disuelve en el agua, y así es como aparece en las cuatro recetas del De Re Coquinaria de Apicio en las que se le menciona. En todas ellas es un elemento auxiliar para hacer más densas la salsas, lo mismo que la harina, la sémola, la fécula y el pan.

Apicio lo menciona expresamente en cuatro ocasiones. La primera es justo una receta para conseguir salsa de almidón (II,  II, 8) utilizando crema de arroz (sucum orizae) y cocinándola junto con vino reducido (defrutum), garum y pimienta molida a fuego lento. La segunda es una receta de salsa para acompañar a las albóndigas. Para hacerla es necesario un caldo de pollo, puerros, eneldo, sal, pimienta y apio en grano. A continuación se debe añadir arroz remojado (oridiam infusam), garum y vino de pasas o vino cocido. Con esto ya se pueden aliñar las albóndigas.
Las otras dos recetas forman parte de los Excerpta del ilustre Vinidario, es decir, el apéndice al estilo de Apicio del escritor godo Vinidario, del siglo V, que se suele incluir dentro de la obra pero que realmente tiene poco que ver con el original Apicio, que tuvo que vivir en el siglo I según apuntan todas las fuentes. Bien, en los Excerpta aparecen dos recetas en las que el arroz amalgama una salsa que acompaña al pescado. La primera (Excerp. VII) condensa una salsa de cominos, bayas de laurel y azafrán. Una vez espesada con arroz, se echa por encima de una especie de puré hecho con nabos y la carne del pescado, que en este caso es escórpora. La segunda (Excerp. IX) es una salsa con bastantes ingredientes que se liga con arroz a fuego lento y se usa para acompañar la fritura de pescado.

Pisces scorpiones rapulatos. Vinidario (Excerp.VII). Versión del restaurante Dos Pebrots (Barcelona) Foto: @Abemvs_incena
Desconocemos la preparación que los cocineros del emperador Heliogábalo realizaron con arroz para sus excentricidades, según la Historia Augusta (que no es de mucho fiar, todo hay que decirlo). Allí se menciona que hizo servir durante diez días seguidos “treinta tetinas de jabalinas diarias con sus matrices, guisantes con piezas de oro, lentejas con ceraunias, habas con trozos de ámbar y arroz con perlas blancas” (Vit. Hel. 21, 3). Es decir, se combina un alimento comestible con otro muy lujoso, pero incomestible, en virtud de un parecido de forma o cromático. Sin embargo, el valor de esta cita hay que verlo en el hecho de aparecer mencionado por parte de alguien cuya reputación culinaria es de excéntrico e impredecible, por lo que no es de extrañar que sirva arroz, un ingrediente de lujo con unos usos muy concretos, que se utilizaba ocasionalmente.

Con el paso del tiempo el arroz ganará protagonismo en las cocinas. El poco éxito como ingrediente principal en Grecia y Roma se debe a que el trigo cubría completamente el papel de alimento de civilización, al que no había ningunas ganas de reemplazar. Pero tras la colonización árabe, que lo transporta a al-Ándalus desde Egipto, y de ahí a todo el Mediterráneo, el arroz poco a poco irá ganando terreno hasta ser el alimento básico que es hoy día.

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miércoles, 7 de noviembre de 2018

UN PLATO CON MEMBRILLOS: VITULINAM CUM PORRIS ET CYDONEIS

Mala cydonia. Casa de Livia. Museo Nazionale Romano.
El membrillo es un fruto de color amarillo, de aroma muy intenso y de sabor muy áspero, que se cultiva en la cuenca mediterránea desde tiempos remotos.

Procede de la región del Cáucaso, el norte de Persia y el Asia Menor y desde allí su cultivo se extendió a Grecia e Italia. Una de las variedades más preciadas eran los que procedían de Cydon, en la isla de Creta, conocidos como mala cydonia, de donde derivan los nombres ‘codony’ en catalán, ‘mele cotogne’ en italiano o ‘codoñato’, ‘codoñera’ o ‘coduñer’ de algunas zonas del área lingüística del castellano. Por lo que respecta al término ‘membrillo’, el filólogo Joan Corominas en su Diccionario crítico etimológico de la lengua castellana lo remonta al griego  μελίμηλον, que significaría “manzana de miel”, y esta misma forma habría derivado en el ‘marmelo’ portugués y gallego.

Entre los griegos, el membrillo era una fruta consagrada a Afrodita y se consideraba un símbolo de pasión amorosa y de fecundidad. De hecho, es posible que fuera un membrillo y no una manzana el premio que Paris concedió a Afrodita tras el interrogatorio al que lo sometieron las tres diosas para ver quién era la más guapa.

Venus. Pompeya

Al ser un símbolo de
amor y fecundidad, tenía un papel destacado en las bodas griegas -y también en las romanas- ya que los recién casados debían compartir uno en el banquete nupcial, lo cual traería suerte y prosperidad a la pareja. El poeta Estesícoro (600 aC) canta las bodas de Menelao y la hermosa Elena con los siguientes versos:

Muchos, muchos membrillos al rey le arrojaban al carro
y muchos manojos de mirto
y coronas de rosa
y tupidas guirnaldas de violeta” (187 10D)

Equiparando así los membrillos a los mirtos y las rosas, todos símbolos eróticos.

También el griego Plutarco (s.I dC) en sus Cuestiones Romanas recoge una normativa establecida por el legislador Solón (s.VI aC) según la cual las novias entraban en la habitación nupcial tras morder un trozo de membrillo, lo cual perfumaba sus besos:

“(...) que la novia entrara en la habitación nupcial tras morder un fruto de membrillo para que el primer saludo no fuera desagradable ni ingrato” (Cuestiones romanas III,65)

Casa de Livia Museo Nazionale Romano

Ya como ingrediente, el membrillo era consumido cocido con miel, formando la carne de membrillo o mala mustea, o bien formando parte de salsas para acompañar pescados o carnes. Crudo no lo consumían, puesto que es muy áspero de sabor y muy astringente.

Vamos a rehacer una receta que se encuentra en De Re Coquinaria, el recetario de Apicio. Lleva por nombre  VITULINAM CUM PORRIS ET CYDONEIS (Apicio VIII, V, 2).

La receta tal cual aparece en el libro es muy muy simple, una mera enumeración de ingredientes. Copio tal cual:

Vitulinam sive bubulam cum porris ‹vel› cydoneis vel cepis vel colocasiis
liquamen, piper, laser et olei modicum

Lo que traducido es:

Ternera o buey con puerros, con membrillo, con cebolla o con colocasia
Garum, pimienta, laser y un poco de aceite


Como no hay grandes explicaciones, hemos de entenderla según la lógica. Viendo que el paladar romano prefiere lo cocido antes que lo asado, y viendo su gusto por las salsas, voy a interpretar la receta a modo de estofado:

ESTOFADO DE TERNERA CON MEMBRILLOS Y PUERROS

Ingredientes:

- medio kilo de ternera
- un membrillo
- dos puerros
- garum
- pimienta
- asafétida
- aceite
- vino dulce o defrutum
- caldo

La asafétida se corresponde con el antiguo laser o jugo de silfio, una planta ya extinta en época romana y sustituida por la asafétida. Si uno no dispone de este condimento -que se puede encontrar en algunas tiendas de productos indios- lo puede sustituir por una mezcla de ajo y cebolla en polvo.

El garum era un producto imposible hasta que recientemente se ha puesto de moda. Se puede optar por alguna de las opciones que nos ofrece el mercado, como Flor de garum o Letern, el ‘umami de mar’ que vende Ricard Camarena. O se puede comprar una salsa de pescado oriental de las que siempre ha habido y que no deja de ser eso, salsa de pescado o garum. No son difíciles de encontrar y el resultado es bastante digno. En el peor de los casos, se puede hacer un falso garum machacando unas anchoas en conserva con su propio aceite de oliva. Pero no se debe usar salsa de soja ni pasta de olivas, que no tienen nada que ver.

Elaboración

Cortamos la carne de ternera a daditos. La doramos un poco en una cazuela con aceite de oliva y la reservamos.

Cortamos a daditos el membrillo, pelado y descorazonado. Cortamos a rodajas los puerros. En la cazuela, echaremos el membrillo y los puerros junto con la asafétida. Echaremos un poco de vino dulce (esto es cosecha propia, no lo pone la receta apiciana) y cuando haya evaporado echaremos bastante garum. Añadiremos la carne que habíamos reservado y un poco de caldo (o agua). Sazonamos con pimienta y lo dejamos a fuego lento hasta que todo esté bien tierno.

El resultado es muy curioso. El sabor ácido del membrillo casa muy bien con la carne y sorprendentemente también con el puerro, con el que se complementa a la perfección. Un plato que sirve para ilustrar el paladar de los platos romanos, muy fácil y bastante bueno.

vitulinam cum cydoneis et porris. Foto: @Abemvs Incena

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domingo, 28 de octubre de 2018

OFRENDAS A LOS MANES


Los Manes son las almas de los familiares difuntos de los antiguos romanos, las cuales pasaban a formar parte del culto doméstico de la familia a la que habían pertenecido. Para tenerlos contentos -y así conseguir que fuesen favorables- había que honrarlos de la forma adecuada, ya que de lo contrario podían provocar toda suerte de pesadillas, enfermedades y desgracias, y podían transformarse en Lemures o en Larvae, atormentando a los vivos en sus breves pero frecuentes visitas al mundo terrenal, del que nunca se despegaban del todo.

Para tener a los difuntos tranquilos hay que cumplir con unos rituales, establecidos desde tiempos inmemoriales. Desde la preparación del cadáver y el velatorio en casa con la presencia de amigos y familiares, hasta el entierro en el cementerio, pasando por la procesión hasta la tumba entre músicos y plañideras, todo debía hacerse según el ritual establecido, lo cual ayudaba al difunto a adaptarse a su nueva existencia ultraterrena.

En este proceso de honras fúnebres, la alimentación y la comensalidad cumplen un papel muy importante. Vayamos por partes.

Cortejo fúnebre

El banquete fúnebre: silicernium y cena novendialis

Cuando alguien moría, tanto la casa como la familia se consideraban impuros. Comenzaban entonces unos rituales que duraban nueve días y que tenían una finalidad expiatoria. La primera purificación tiene lugar con un banquete tras el funeral, llamado silicernium. La familia sacrificaba previamente una cerda a Ceres, y después, posiblemente en el mismo cementerio, compartían una comida que se componía, según la tradición, de huevos, apio, legumbres, habas, lentejas, sal y aves de corral.

Restos de las ofrendas (pollo, conejo y cordero) hallados recientemente en la Tumba del Atleta (Roma)
Nueve días después, la familia y los amigos se volvían a reunir. Realizaban libaciones de leche y sangre, que ayudaban a divinizar el alma del difunto, y realizaban un banquete fúnebre, llamado cena novendialis. Según la categoría social y económica del difunto esta celebración podía incorporar gladiadores, músicos u otra suerte de festejos. La cuestión es que con este banquete concluye el período de luto, la familia queda purificada y ya puede incorporarse de nuevo a su actividad habitual.

En el Satiricón de Petronio se explica una de estas cenas novendialis:

Bueno, pero ¿qué es lo que habéis cenado? (...) Empezamos por un cerdo coronado con salchichas; a su alrededor había morcillas y además butifarras, y también mollejas muy bien preparadas; todavía había alrededor acelgas y pan casero, de harina integral (...). El plato siguiente fue una tarta fría cubierta de exquisita miel caliente de España (...). A su alrededor había garbanzos y altramuces, nueces a discreción y una manzana por persona (...) Como plato fuerte tuvimos un trozo de oso (...) Por último, tuvimos queso tierno, mistela, un caracol por persona y uno trozos de tripas, y unos higadillos al plato, y huevos con caperuza y nabos, y mostaza (...) También pasaron una bandeja con aceitunas aliñadas (...) En cuanto al jamón, se lo perdonamos” (Sat. 66).

Los aniversarios del difunto

Tanto el día del nacimiento (dies natalis) como el de la muerte (dies mortis) se celebraban periódicamente por parte de la familia, en una celebración privada que generalmente tenía lugar en el propio cementerio, al lado de la tumba del difunto.
Esta excusa para visitar el sepulcro también servía para alimentar al difunto, quien se creía que pasaba hambre y sed, y de esta forma se reconfortaba su espíritu. Pero sobre todo servía para mantener el recuerdo del difunto entre los vivos y seguir considerándolo parte de la familia, pues se compartía la comida con él.

Necropolis de Portus, Isola Sacra, Ostia
Así pues, la familia en las fechas señaladas se desplazaba a la necrópolis y realizaba in situ un banquete familiar, incorporando a los difuntos en los ritos de comensalidad. Las tumbas podían tener mesas y bancos, y hasta triclinios, para poder compartir una comida en común. Algunas tumbas incluyen verdaderos comedores decorados con pinturas y mosaicos. Otras incorporan cocinas y pozos. La familia debía sentirse cómoda, así que podía llevar sillas y otros muebles que le ayudasen a celebrar su banquete como si estuviera en casa. Al difunto se le reservaba un espacio vacío y literalmente compartían la comida con él. Se le podían hacer ofrendas de determinados alimentos, como huevos, lentejas o habas, alimentos asociados a la fertilidad y al misterio de la vida y la resurrección. También pan, frutas o pasteles. Y vino, mucho vino, sustituto de la sangre. Y, en el caso de sacrificar un carnero o una cerda, la propia sangre, porque es la bebida favorita de los muertos.

Estas ofrendas podían llegar al difunto a través de tubos de libación, es decir, tubos de arcilla que comunicaban con las cenizas del cadáver y a través de los cuales se podían verter líquidos procedentes de las libaciones, así como flores.

Tumba con tubo de libación.
Fuente: agrega.juntadeandalucia.es
Una de estas libaciones en honor del fallecido la podemos ver en el Satiricón:
se nos obligó a verter sobre los pobres huesos del difunto la mitad de la bebida” (Petr. 65).

También Eneas sobre la tumba de su padre Anquises:
libando según el rito dos copas de vino puro las vertió en tierra, dos de leche nueva, dos de sangre consagrada, y esparce flores purpúreas” (Virgilio, Aen.V, 77 ss.)

Las festividades de difuntos

Las festividades que el mundo romano dedicaba a los difuntos eran muy numerosas. Entre ellas destacan las Parentalia, entre el 13 y el 21 de febrero, dedicadas a los difuntos de la familia. En esos días no se podían celebrar matrimonios y no brillaba el fuego en los altares. Los ocho primeros días se dedicaban al culto privado y el último, el día 21, era una fiesta pública que recibía el nombre de Feralia. Esos días se depositan en las tumbas ofrendas que consisten en sal, pan, vino, miel, leche y flores. Los difuntos, que vagan entre los vivos, disfrutan y agradecen todas las ofrendas: “Ahora andan vagando las almas sutiles y los cuerpos enterrados en los sepulcros; ahora se nutren las sombras del alimento servido” (Ovid. Fast. 2, 566-567). También se llevaban ofrendas el día siguiente, el 22 de febrero, festividad de Caristia, en la que los miembros de la familia, tras honrar a sus difuntos, agradecían el hecho de seguir vivos.

Tumba romana

También destacan las Lemuria, los días 9, 11 y 13 de mayo, que buscaban conjurar a los Lemures, las almas de los muertos que pretenden atormentar a la familia. Para ello el pater familias debía cumplir un ritual a medianoche que incluía arrojar a la espalda nueve habas negras, golpear un objeto de bronce y pronunciar unas fórmulas que alejaban los posibles espíritus que vagasen por la casa. Las habas se relacionan con el inframundo, y a menudo se arrojaban también como ofrenda sobre las tumbas, como hemos visto.

Para acabar, había otras festividades en honor de las almas de los difuntos: las Violaria (22 de marzo), en las que se les llevaban violetas; las Rosalia (23 de mayo), en las que se ofrendaban rosas; y la de los Lares Tutelares (1 de mayo), en honor a los antepasados, en las que se tomaba un pan dulce con huevo, símbolo de resurrección.

Las ofrendas a los Manes

En general, los difuntos preferían alimentos sencillos. Leemos en Ovidio:
También las tumbas tienen su honor. Aplacad las almas de los padres y llevad pequeños regalos a las piras extintas. Los manes reclaman cosas pequeñas (...). Basta con una teja adornada con coronas colgantes, unas avenas esparcidas, una pequeña cantidad de sal, y trigo ablandado en vino y violetas sueltas. Pon estas cosas en un tiesto y déjalas en medio del camino. No es que se prohíba cosas más importantes, sino que las sombras se dejan aplacar con estas; añade plegarias y las palabras oportunas en los fuegos que se ponen” (Ovid. Fast. 2, 533-543).

Ya hemos visto que se prefiere el pan, la sal, la leche, la miel... alimentos muy básicos y no perecederos. También otros bastante simbólicos como los huevos o las legumbres, relacionados con el mundo mortuorio, la fertilidad y la resurrección. También la sangre y su sustituto, el vino, bebida favorita de los difuntos.

Pero a los manes les gustaban también las ofrendas florales, símbolo de renovación y felicidad. Les gustaban especialmente las flores naturales, por lo que era habitual que se criaran entre los sepulcros. Así lo comprobamos en los textos:
¿No nacerán ahora de aquellos manes, no nacerán del túmulo y de las cenizas afortunadas, violetas?” (Pers. 1,38-39).

A los manes se les ofrecían en forma de coronas o ramos violetas, rosas, mirtos o lirios.

Nos despedimos con el texto de un epitafio conservado en los Museos Vaticanos:

Caminante, los huesos enterrados de este hombre te ruegan que no mees en esta tumba. Y, si eres una persona agradable, prepara una copa, bebe tú, y dame a mí también de beber (CLE 838)

Escena de banquete. Relieve funerario. Landesmuseum, Bonn

Feliz Día de Difuntos!

lunes, 24 de septiembre de 2018

ANALIZANDO LA DIETA PITAGÓRICA

El concepto de dieta en la antigüedad es más amplio que el contemporáneo. La dieta (δίαιτα, en griego, y diaeta, en latín) implica seguir un modo de vida que aporte salud al cuerpo y al alma, y esto abarca tanto la alimentación como los ejercicios gimnásticos, las purgas o los baños. Era un régimen de vida, donde la alimentación tenía un papel protagonista por razones médicas y filosóficas. En el ámbito médico, la dieta buscaba conservar la salud o recuperarla; en el ámbito filosófico, la dieta pretende mantener la pureza del alma.

Por ello, es normal que las religiones y doctrinas filosóficas de la antigüedad se preocuparan específicamente sobre cuestiones dietéticas, dejando claro cuál es el estilo de vida ideal para mantenerse en estado “de gracia”.

Himno al sol naciente, Fyodor Bronnikov, pitagoricos celebrando la salida del sol.
Hablaré ahora de la dieta de una de las doctrinas filosóficas que más repercusiones tuvo en la Antigüedad: la escuela de los pitagóricos, un movimiento fundado en Crotona a mitad del siglo VI aC por Pitágoras de Samos. Muy influenciado por la doctrina de los órficos, este movimiento -o secta- tenía dos ámbitos de actuación. Uno de ellos era la ciencia, con grandes aportaciones a las Matemáticas, el otro era el misticismo: la búsqueda de una vida no esclavizada por las necesidades del cuerpo con la finalidad de perfeccionar el alma inmortal.

La ‘dieta pitagórica’: lo prohibido

Los pitagóricos se distinguían por un buen número de normas y prohibiciones alimentarias que tradicionalmente se conocen como ‘dieta pitagórica’.

El aspecto más conocido es el de la prohibición de comer carne. De hecho, en el imaginario popular los pitagóricos han pasado a la historia por ser defensores del régimen vegetariano, aunque no queda tan claro que lo siguieran a rajatabla. La filosofía pitagórica no está a favor del derramamiento de sangre, ni siquiera en los sacrificios. Sabemos por Diógenes Laercio que Pitágoras solo reverenciaba el altar de Apolo Progenitor en Delos, “por la razón de que sobre aquel solo se hacen ofrendas de higos, cebada y tortas, sin fuego, y ningún sacrificio” (8,13).
Las razones para rechazar el consumo de carne son varias: además de la identificación de la carne con la gula y el pecado, cosas que contaminan el alma y motivo ya de por sí más que suficiente para un filósofo, está el tema de la creencia en la transmigración de las almas o metempsicosis, esto es, que cualquier ser vivo puede ser la reencarnación de un alma humana en su camino hacia la perfección.

Sin embargo, muchos autores refieren que sí comían carne y rechazaban solo cierta parte de los animales. El filósofo neoplatónico Porfirio explica el porqué, varios siglos después en su ‘Vida de Pitágoras’: no se debe comer lo que implica “nacimiento, crecimiento, principio y fin, ni aquello de donde se origina el fundamento primero de todos los seres” (Vit.Pit.42). Por lo tanto, según el mismo Porfirio, hay que abstenerse de “los riñones, los testículos, las partes genitales, la médula, las patas y la cabeza” (Vit.Pit.43), puesto que se relacionan con la procreación, el desarrollo o el fin del ser vivo.
Otros autores también indican lo mismo. Aulo Gelio (IV,11, 12) y Diógenes Laercio (8,19) coinciden en decir que los pitagóricos se abstenían de comer la matriz y el corazón de los animales, remitiéndose a Aristóteles.

Reparto de carne tras el sacrificio. MAN Madrid

La restricción a veces alcanza a
determinados tipos de animales, como el gallo blanco, puesto que lo veneraban y era sagrado (Plut.Mor.IV,670D), porque está consagrado a la Luna y además lo blanco tiene la naturaleza de lo bueno (Diógenes Laercio 8,34). Tampoco consumían animales que hubieran muerto de muerte natural, ni huevos ni animales ovíparos en general (Diog.8,33). La prohibición de comer huevos es una constante entre los movimientos filosóficos de tipo mistérico, como los misterios eleusinos o el orfismo. Lo consideraban el origen de la vida y por tanto lo evitaban escrupulosamente (Plut.Mor.IV,635E).

Gallo. MAN Nápoles
Sin embargo, otros autores, como Plutarco (Moralia IV,728-729) o Ateneo (Deip.VII,308D), se contradicen con este régimen pseudovegetariano y nos dicen que los pitagóricos sacrificaban animales y los consumían, aunque con moderación. Aulo Gelio nos da noticia de que Pitágoras incluso “se alimentaba también de lechoncillos y cabritos tiernos” (IV,11,6) puesto que la creencia de que no comía carne se debe a una antigua y falsa opinión que ha arraigado con el tiempo (IV,11,1). Algunos autores incluso nos dicen que cuando el gran Pitágoras hacía algún descubrimiento matemático, convencido “de haber sido inspirado por las mismas Musas”, lleno de agradecimiento, inmolaba en su honor unas víctimas (Vitr.IX,Praef.7 y Cic.Nat.D.3,88) Y leemos en Ateneo:

El matemático Apolodoro, por su parte, cuenta que hasta sacrificó una hecatombe por haber descubierto que, en el triángulo rectángulo, el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos” (Deipn.X,418EF).

Para ser defensor del no derramamiento de sangre, el dato es bastante contradictorio, puesto que una hecatombe equivale a cien bueyes, nada menos.

Además del rechazo a comer carne, los pitagóricos se abstenían de comer pescado y cualquier producto que viniera del mar. Como los sacerdotes egipcios, los pitagóricos evitaban el pescado por afán de pureza. El pez “no es apropiado para ser inmolado y ofrecido en sacrificio” (Plut.Mor.IV,729) y siempre hay que evitar aquellos pescados que por un motivo u otro son sagrados (Diog.8,34).

Salmonete y otros pescados. Casa de los Castos Amantes. Pompeya.
De entre todos los pescados, hay que evitar especialmente el salmonete y el acalefo u ortiga de mar, según leemos en varios autores. Eliano Claudio nos indica que el salmonete, pescado consagrado a Hécate, es venerado también por los iniciados en Eleusis por lo que estos deben evitar su consumo (De Nat.IX,51). ¿El motivo? Además de ser sagrado no es un alimento puro, pues “experimenta especial placer en devorar alimentos inmundos y fétidos” e incluso “puede alimentarse también de cadáveres de hombre o de pez” (De Nat.II,41).

El catálogo de tabúes no acaba aquí, pues los pitagóricos tenían prohibido consumir habas, prohibición que a veces se extiende a las legumbres en general. Y aunque Aulo Gelio defiende que Pitágoras sí que las comía y que la recomendación de evitarlas se debe a una confusión semántica entre “habas” y “testículos” (IV,11,9-10), lo cierto es que las habas eran un auténtico tabú entre pitagóricos, órficos, eleusinos y hasta los sacerdotes egipcios, de quienes se decía que ni las sembraban, ni las comían, ni soportaban verlas (Plut.Mor.IV,729A). Las habas son impuras y son consideradas casi como carne humana, pues habas y hombres proceden del mismo origen (Porf.Pit.44). Se relacionaban con la fertilidad y con el misterio de la vida. Según Aristóteles, hay que abstenerse de ellas porque “son parecidas a los órganos sexuales” (Diog.8,34) y Luciano de Samósata pone en boca de Pitágoras la siguiente afirmación: “son simiente, y si pelas un haba que está todavía verde, verás que la contextura es parecida a los genitales masculinos” (Subasta de vidas, 5-6). Esta característica generadora las aproxima a la resurrección y por tanto también al mundo de los muertos. “Están a las Puertas del Hades”, nos dice Diógenes Laercio (8,34). De hecho, las habas y otras legumbres tenían un papel importante en muchos rituales relacionados con el mundo fúnebre y se usaban “en las fiestas de funerales y en las invocaciones a los muertos” (Plut.Mor.V,95). En el mundo romano las habas serían también protagonistas de numerosos rituales para apaciguar a los difuntos, como las Feralia, las Lemuria o las Carnaria, con una carga simbólica importante relacionada con el misterio de la vida y la muerte. Además, es uno de los tabúes que afecta al sacerdote de Júpiter, que no debe contaminarse con aquello considerado impuro, en este caso por estar relacionado con el mundo de ultratumba.

habas
Algunos autores indican que el estado de impureza al que llevan las habas deriva de la naturaleza flatulenta de la propia legumbre. Según Plutarco, para mantener una vida piadosa, el cuerpo debe mantenerse con cosas puras y frugales, pero “las legumbres son flatulentas y producen un exceso que necesita mucha purgación”, y además “incitan al deseo por lo ventoso” (Mor.V,95).

Por último, hay otra causa más para rechazar las habas: se utilizaban para echar a suertes los cargos públicos. En la obra de Luciano de Samósata, cuando a Pitágoras le preguntan por qué no come habas, este responde: “es costumbre que entre los atenienses los cargos públicos se elijan con habas” (Subasta de vidas, 5-6). En este sentido, al evitar las habas los pitagóricos están rechazando el sistema democrático que definía a Grecia y que garantizaba la igualdad entre los magistrados. Pitágoras, que ya tuvo que huir de Samos por su oposición a Polícrates, creó una secta que rechazaba claramente la democracia, que evitaba participar activamente en los asuntos públicos y que fomentaba el elitismo. De hecho, las discrepancias en Crotona llegarían a tanto que la secta sería perseguida y aniquilada. Se cuenta que Pitágoras intentaba escapar cuando se encontró con un campo de habas y, por no querer pisarlo, se dejó apresar. Así le dieron muerte sus enemigos. La anécdota se narra en Diógenes Laercio (8,39 y 45), quien, sin embargo, también explica otra teoría sobre su muerte: cuarenta días de ayuno radical. (8,40).

Hemos visto las principales prohibiciones de la dieta pitagórica. No son las únicas, porque tampoco probaban el vino, ni tomaban nada de lo que había caído al suelo -lo que cae al suelo pertenece al mundo de ultratumba-, ni desgarraban el pan que reúne a los comensales, pero sí son las principales.

Llegados a este punto toca ver lo que sí se podía comer.

La ‘dieta pitagórica’: lo permitido

En general, lo permitido será todo aquello que mantenga al cuerpo -y al alma- en estado de pureza. Para ello, hay que apostar por alimentos que a su vez sean ‘puros’, es decir, alimentos sencillos y frugales, sin apenas preparación, que no exijan una intervención especial del hombre. La relación moral que se establece entre cuerpo y espíritu es evidente, pues la pureza de estos productos que alimentan al cuerpo se refleja en las cualidades morales. Lo que es lo mismo, somos lo que comemos.

Diógenes Laercio resume así la dieta: Pitágoras “acostumbraba a los hombres a una dieta frugal, de modo que tuvieran alimentos fáciles de conseguir, condimentándolos sin fuego y tomando como bebida agua pura, porque así obtendrían la salud del cuerpo y la sutileza del espíritu” (8,13).

Frutas. procedente de la tumba de Clodius Ermetes
El mismo autor nos concreta un poco más y nos dice que Pitágoras se contentaba con miel o con pan, y algunas verduras cocidas o crudas (8,19). Ovidio pone en boca de Pitágoras un discurso en el que defiende el consumo de los alimentos que provee la tierra y pide a los hombres que dejen de mancillar sus cuerpos “con festines sacrílegos”. Entre los productos nombra los cereales, las frutas, las uvas, las hierbas dulces, la leche y la miel (Met.XV,75-80). El griego Ateneo de Náucratis avanza muchas pistas. La mayoría de datos pertenecen a obras perdidas de la Comedia Nueva y la Comedia Media, con considerable contenido satírico sobre los hábitos dietéticos de los pitagóricos, que son considerados como unos muertos de hambre, unos iluminados o unos estafadores. En Ateneo leemos:

- Sutiles argumentos pitagóricos y pulidas meditaciones los alimentan, pero su sustento cotidiano es este: un solo pan blanco para cada uno, un vaso de agua. Eso es todo.
- Lo que dices es comida carcelaria”.  (Deipn.IV,161BC)

Espiga de cebada, símbolo de riqueza en Magna Grecia
En otra ocasión comenta la composición de un festín: “higos secos, orujo de aceitunas y queso” (Deipn.IV,16D).
No faltan la menciones a la miel, al pan de cebada y a hierbas como la ajedrea o el armuelle, a las que considera verdaderas porquerías, pues “Nadie, habiendo carne, come ajedrea” (Deipn.II,60D).

La pureza del espíritu alimentado con productos limpios, sencillos y frugales está garantizada. A Pitágoras “nunca se le vio evacuando ni haciendo el amor ni borracho” (Diog.8,19).

Interpretaciones

Las interpretaciones para seguir una dieta como la de los pitagóricos no responden a cuestiones de salud o de higiene, sino a motivos religiosos y sociales.

El motivo religioso lo hemos visto en el deseo de purificación del alma. El consumo de alimentos considerados “puros” mantiene la salud del cuerpo y la salud moral. No responde a argumentos lógicos, sino a aspectos metafísicos coherentes con su mentalidad. No consumir alimentos sagrados, ni aquellos relacionados con la muerte o el origen de la vida, ni aquellos dotados de alma tiene consecuencias morales y físicas. La dieta es una metáfora de la pureza del espíritu.

El otro motivo se relaciona con los aspectos sociales de la comensalidad. Compartir unos platos y una determinada manera de elaborarlos, es decir, compartir un código alimentario, es un elemento importante para establecer lazos en un grupo. Así, todos los pitagóricos y los filósofos en general se caracterizan por un determinado código alimentario, reconocible entre ellos y que a su vez los aparta de los demás.
Por otra parte, rechazar la carne asada -elemento fundamental de los sacrificios- y rechazar las habas -con su papel preponderante en la elección de los magistrados- es prácticamente rechazar la doctrina religiosa vigente y el ritual cívico que define la esencia de la polis griega, lo mismo que su sistema político. Es mucho más que dar la nota construyendo una dieta que los separe del común de los mortales. Es querer comer crudo cuando la civilización implica cocido. Es negar el ritual de los sacrificios, instituido por Prometeo y elemento cohesionador de toda la religión oficial. Es negar el reparto de carne establecido entre todos los participantes de la ceremonia sacrificial. Es no querer participar en la sociedad mediante el banquete comunitario. Es un acto subversivo y elitista.

Carnes asadas en el altar de los sacrificios. Museo Etrusco de Villa Giulia. Roma
Dieta, religión y sociedad son aspectos que no se pueden separar. La dieta pitagórica es, ante todo, una dieta cultural.

Bibliografía extra: