martes, 28 de agosto de 2018

EL SALMONETE, REY DE LAS MESAS ROMANAS

 El salmonete de roca (mullus surmuletus), era uno de los pescados favoritos de griegos y romanos.


  Detalle de salmonete. Pompeya.
En el mundo griego estaba consagrado a Hécate “debido a la similitud de sus nombres”, puesto que el nombre de este pescado era ‘tríglê’ mientras que Hécate es la diosa “triforme”, “la ‘de tres caminos’ (triodîtis), y ‘de tres ojos’ (tríglênos)” por lo cual “es en los días treinta del mes (triakádes) cuando se ofrecen los banquetes en su honor” (Aten.Deipn.VII,325). Por otra parte, también sabemos que “en las fiestas de Ártemis se lleva en procesión un salmonete, porque se cree que persigue con celo las liebres marinas, que son mortíferas, y las devora” (Aten.Deipn.VII,325C), refiriéndose a que elimina al pez erizo o Diodon histrix, una especie llena de púas bastante venenosa para la especie humana. De hecho, el griego Eliano Claudio nos dice que es justamente por su capacidad para comerse a la liebre de mar que es venerado por los iniciados en Eleusis (De Nat.IX,51). Pero estos mismos iniciados en los misterios eleusinos -el culto iniciático a las diosas Deméter y Perséfone- se deben abstener de comer salmonete, pues no es un alimento puro (El.De Nat.IX,65). El mismo autor nos explica el por qué de su impureza: “De todos los animales marinos el salmonete es el más glotón y el más dispuesto, sin disputa alguna, a devorar cualquier cosa que se ponga a su alcance”. Y cuando dice cualquier cosa, es cualquier cosa: “puede alimentarse también de cadáveres de hombre o de pez”. Y por si fuera poco: “Experimenta especial placer en devorar alimentos inmundos y fétidos” (De Nat.II,41).
Hécate
Así que no era raro que fuera objeto de extrañas creencias: “Si se ahoga un salmonete vivo en vino y bebe éste un varón, no será capaz de mantener relaciones sexuales (...) Si, en cambio, es una mujer la que bebe de ese vino, no concibe, y del mismo modo tampoco una gallina” (Aten.Deipn.VII,325D).

El mundo romano heredó el gusto por este pescado, pero de una forma mucho más prosaica. Les encantaba su sabor a marisco (Plin.IX,65) y su color rojo que recordaba al calzado de los senadores, y cumplía con todos los requisitos para ser un pescado “épatant” en los convivia.

Para empezar, eran muy apreciados los ejemplares de gran tamaño, de dos libras como mínimo (546 gr.), ya que lo más habitual era encontrar piezas pequeñas: “los salmonetes tienen un aprecio y una abundancia tan grande como reducido es su tamaño; rara vez superan las dos libras de peso”, nos explica Plinio (IX,64). Pero, claro, una pieza pequeña no viste igual en la mesa, por lo que no merece la pena ni ponerlo, y hasta se devolvían al mar si eran pequeños, como parece sugerir Marcial (X,37).

Por otra parte, el salmonete no se criaba fácilmente en los estanques y se recomendaba hacerlo en el mar. Plinio nos dice que “solamente se crían en el océano Septentrional y en la parte limítrofe del occidente” (NH IX,30), es decir, el Mar del Norte y el Atlántico, donde se obtendrían los ejemplares de mayor tamaño.

Escena de pesca. Casa de Hippolytus. Complutum

Estas características justifican que no fuera un pescado ‘del montón’ y que se pagara cualquier precio por ellos, a veces
precios exorbitantes, como los 6.000 sestercios que había desembolsado Crispino por un salmonete -de seis libras!!- que se iba a comer él solo, y que provocó la indignación de Juvenal (Sat. IV,11). O los 8.000 sestercios que pagó el excónsul Asinio Céler (Plin.NH IX,67). Marcial recrimina a un tal Caliodoro: “Ayer vendiste un esclavo por mil doscientos sestercios para cenar bien” (X,31), que es el precio que le costó una pieza de cuatro libras, para lo cual fue capaz de malvender a un esclavo suyo. Por cierto, la cena no fue bien.

Y leemos en Séneca una anécdota que revela la dimensión simbólica de este pescado. Un salmonete enorme, de cuatro libras y media, fue capturado y regalado al mismísimo emperador Tiberio. Este decidió enviarlo al mercado para su venta sospechando que los principales gourmets de la época, en este caso Apicio y Octavio, pelearían por adquirirlo. No se equivocó: “hicieron sus ofertas, Octavio se impuso y consiguió notable gloria entre los suyos porque había comprado al precio de cinco mil sestercios el pez que el César había vendido y que ni siquiera Apicio había podido comprar” (Sen.Epist.XCV,42). Hay que tener en cuenta que la anécdota la explica el estoico Séneca, quien odiaba el lujo en las mesas por considerarlo un factor de corrupción moral. Aún así, vemos la consideración social que podía implicar desembolsar una cantidad vergonzosa de dinero para quitarle de las manos al mismísimo Apicio un salmonete que procedía de la mesa imperial. Más lujo imposible.

Casa de los Castos Amantes. Pompeya. Detalle.
Como era de esperar, en las mesas este pescado tan ‘trendy’ no debía servirse de cualquier manera. Lo ideal era servirlo entero, en una hermosa bandeja. Y aunque Horacio explica que es una tontería hacer elogio de un pescado enorme que luego va a ir repartido en trocitos: “Alabas, insensato, un salmonete de tres libras de peso, que has de partir a razón de un trozo por barba” (Serm.II,2), la cuestión es que es un gran golpe de efecto servir el pescado entero para levantar la admiración de los comensales. Posteriormente, los esclavos ya trocearán con maestría la pieza para repartirla entre los invitados.
Y no vale cualquier bandeja. Tiene que ser algo especial, como la vajilla chrysendeta que menciona Marcial, que tiene incrustaciones de oro (II,43), o la de plata (halieuticum argentum) que se sugiere en la Historia Augusta (“un plato de pescado de plata de veinte libras”, Claud.17).

Está claro que semejante ingrediente solo se lo podían permitir los ricos. Los textos nos mencionan al salmonete siempre acompañado de otras viandas lujosas como las tetas de cerda, las ostras, los hongos boletos, la carne de jabalí y de liebre, un pichón pringoso de salsa, varios tordos… Un servicio que no está al alcance de cualquier bolsillo.

Por otra parte, parece que era bastante frecuente presentarlos en la mesa no solo para comerlos, sino previamente para verlos morir en plena agonía.
El motivo era doble: por una parte los comensales podían comprobar la frescura del producto (“No puedo creer más que a mis propios ojos; que lo traigan aquí, que muera a mi vista” nos dice Séneca, Cuest.Nat.III,18). Por otra, asistían al espectáculo de ver todos los cambios de color que sufría el animal en el momento de su muerte. Así lo leemos en Plinio: “Los próceres del buen comer cuentan que el salmonete al morir se vuelve de muchos y variados tonos, quedándose pálido por una serie de cambios en sus escamas rojas, sobre todo si se ve dentro de un recipiente de vidrio” (Plin. NH IX,66).

Y así lo critica Séneca, sin cortarse en los detalles: “Después de prolongado y pomposo elogio, se le saca de aquel transparente vivero, y entonces algún inteligente conocedor señala las observaciones. Mira cómo se cubre de brillante púrpura, más viva que el mejor carmín; contempla esas venas que corren a lo largo de sus costados; observa ese vientre que parece ensangrentado y ese azulado reflejo que brilló como un relámpago: ya se pone rígido y palidece; todos sus colores se confunden en uno” (Sen.Cuest.Nat.III,18).
Mosaico de los peces de La Pineda. Museo Arqueológico de Tarragona. 
Una vez en las cocinas, el salmonete se preparaba de diferentes maneras.
Apicio lo menciona en siete recetas, con sus correspondientes salsas. Se preparaba frito, asado o hervido y las salsas podían llevar entre sus ingredientes vino de pasas, garum, miel, dátiles o mostaza. Ateneo de Náucratis menciona la técnica de asarlos entre carbones o fritos en sartén, pero especifica que resultan pesados, indigestos y causantes de estreñimiento (Deipn.VIII,355E).
Además, del salmonete se apreciaba especialmente su hígado, con el que se confeccionaba un allec o salsa de pescado delicioso para acompañar cualquier plato. Se atribuye a Apicio la innovación de ahogar a los salmonetes nada menos que en garum sociorum con el fin de extraerles este órgano, lo cual hacía que la experiencia fuera aún más lujosa, si cabe: “Marco Apicio, nacido para cualquier hallazgo en el refinamiento, consideró que lo mejor era matarlos en el garo “de los aliados” -pues hasta tal cosa consiguió un sobrenombre- y elaborar un alece del hígado de estos peces” (Plin. NH IX,66).

En las mesas romanas nada es inocente y todo se mueve en la dimensión simbólica. Este producto, fresco, de alta mar, de moda y de enorme tamaño, permite a quien lo sirve dejar muy claro su poder adquisitivo y su grado de elegancia.

Bon appetit!

viernes, 3 de agosto de 2018

LA MIEL, ‘NOBILE NECTAR’ DE LOS DIOSES

Apicultura. Tacuinum Sanitatis.
La miel es el más antiguo y principal edulcorante de la antigüedad, siendo ya conocida desde la mismísima prehistoria y consumida con asiduidad por egipcios, hebreos y griegos. Centrándonos en la época romana, no fue el único método para endulzar (aunque sí el preferido), ya que las frutas y los vinos dulces también servían para ello, lo mismo que el azúcar, que llegó bastante tarde procedente de Asia y era bastante caro, una rareza. El pueblo romano, en todas sus clases sociales, reconocía en la miel un alimento de primera, un "nobile nectar" como lo llama Marcial (XIII,104) y la consideraba un don divino que procedía del rocío celeste, tal como nos dice Virgilio: “cantaré el don divino de la miel, que baja de los cielos” (Geor.4,1).


moneda procedente de Éfeso
Las mismas abejas eran consideradas un bien para la humanidad, que practica la apicultura desde tiempos inmemoriales. En Roma incluso tenían su numen protector, la ninfa Melona o Mellona (August. De civitate Dei,4,34). El pueblo romano era capaz de ver en las abejas una alegoría de la propia humanidad y las descripciones de su modo de vida se podrían parecer mucho a las de una sociedad ideal. Así lo expresa Varrón: “Las suyas son como las ciudades de los hombres, porque aquí hay un rey, un mando y una sociedad” (RR 3.16,6). Cierto, confunden a la abeja reina con un rey, pero no estamos hablando de precisión entomológica: para ellos era un rey y punto. Virgilio afirma que las abejas “pasan la vida sujetas a grandes leyes y ellas solas reconocen una patria y Penates inmutables” (Georg. IV,155). Y Plinio el Viejo nos dice que “tienen su república” (NH,XI,11), que alrededor de la reina hay “una especie de escoltas y líctores, diligentes guardianes de su autoridad” (XI,53) y, para rematar la pirámide social, incluso menciona a los esclavos, que identifica con los zánganos: “crías tardías y en cierta manera esclavas de las abejas verdaderas” (XI,27).


Hombres picados por abejas. British Museum.
La alegoría prosigue con la organización de las abejas vista en términos militares: “Dondequiera que el rey se detiene, allí plantan el campamento común”, nos dice Plinio para referirse a la creación de la colmena (XI,54), y “a menudo luchan por otras causas, y disponen dos columnas opuestas con dos generales a su frente cuando se declara la guerra, sobre todo al recolectar las flores” (XI,58). La personificación de estos insectos implica también la exaltación de ciertos rasgos de carácter más bien humanos: “son sobrias y además rechazan a las pródigas y a las voraces lo mismo que a las perezosas y a las indolentes” (Plin.XI,67); no solo, también “se les demuda el color a las enfermas; una flaqueza horrible les deforma el rostro; después sacan fuera de su casa los cadáveres de las privadas de luz y les hacen tristes funerales” (Virg.Georg.IV,255-256). Con las abejas todo son virtudes: Varrón nos dice que “no es ni malvada (...) ni indolente” (RR,3.16,7) y Plinio que “no dañan a ningún fruto” (XI,18); además, son muy limpias: “ninguna de ellas se posa en lugares sucios o que huelan mal” (Varr.RR,3.16,6).
Cupido como un ladrón de miel. Durero.
Y es que consideraban a  las abejas partícipes de la inteligencia divina (Virg.Georg.IV,220), prácticamente sagradas, las aves de las Musas (Varr.RR,3.16,7), que en su día “alimentaron al rey del cielo en la cueva de Dicté” (Virg.Georg.IV,153).

Será por eso que si aparece un enjambre en las casas o en los templos, se considera una señal de los dioses: “Se posaron en la boca de Platón, cuando todavía era niño, presagiando el atractivo de su muy dulce elocuencia”, nos dice Plinio (XI,55).

Por cierto, las abejas, según el mundo clásico, renacen de las entrañas putrefactas de los bueyes o los novillos, como recoge buena parte de la Geórgica IV de Virgilio, conectando esta información con el mito de Aristeo, quien perseguía a Eurídice con malas intenciones cuando ésta fue mordida por la serpiente y murió. Al parecer, las ninfas amigas de Eurídice se enfadaron tanto que decidieron exterminar las abejas de Aristeo, quien tuvo que recurrir a su madre, Cirene, para conseguir más. La solución de su madre fue matar unos novillos y esperar a que de su vientre putrefacto nacieran las abejas, lo cual sucedió al cabo de nueve días.

La veneración por las abejas es tal entre los autores clásicos, que la extracción de la miel se expresa en términos religiosos, haciendo las purificaciones con agua de manantial y en silencio, como exige la fórmula sacra “favete ore”: “si alguna vez destapas la colmena augusta para quitar la miel guardada en sus tesoros, rociado primeramente con agua extraída, guarda silencio y lleva en la mano por delante una tea que extienda por doquiera el humo” (Virg.Georg.IV,282-232). Además, se le aplican los tabúes correspondientes para evitar la impureza: “se recomienda que retiren la miel hombres lavados y puros. Las abejas no pueden soportar el mal olor ni la menstruación de las mujeres” (Plin.XI,44).

Así pues, siendo las abejas sagradas, lo son también los productos derivados de la apicultura: la cera, el propóleo y, sobre todo, la miel, de la que hablaré a continuación.

El agrónomo Columela nos explica cómo recolectar la miel, usando humo “de gálbano o de boñiga seca” para ahuyentarlas y recogiéndola en vasijas de barro tras haberse filtrado desde un cesto de mimbre (RR,IX,15). El humo que se utilizaba para ahuyentarlas a veces contaminaba el sabor y el aroma de la miel, por lo que era más apreciada aquella que no tenía gusto a humo. Hablando de calidades, parece que primaba el concepto de denominación de origen y se consideraba la mejor miel (mel optimum) la de Himeto, en Grecia: “Este afamado néctar te lo ha enviado desde los bosques de Palas la abeja devastadora del Himeto de Teseo” leemos en Marcial (XIII,104) a propósito de un regalo de miel ática para alguno de los comensales de un banquete. La gran competidora era la de Hibla, en Sicilia, que tenía a su favor estar hecha de tomillo: “la miel de Sicilia se lleva la palma, porque allí el buen tomillo es abundante” (Varr.RR,3.16,14). Y aunque había otras mieles famosas en Calabria, Córcega o Taranto, la de Himeto siempre se llevaba la palma. El rico y hortera Trimalción presumía de producir su propia miel de Himeto en sus tierras itálicas, evitando las importaciones, para lo cual había conseguido traerse las abejas desde la misma Grecia: “Para producir en casa miel ática, mandó importar abejas de Atenas” (Petr.38,3), adelantándose dos mil años a la moda del “producto de proximidad”. Por cierto, en el Satiricón se menciona también la miel de Hispania: “El plato siguiente fue una tarta fría cubierta de exquisita miel caliente de Hispania. Por eso no probé bocado de la tarta, pero me atiborré de miel hasta aquí” (Petr.66,3).


Apicultura en Monte Cassino. De un manuscrito del siglo IX de la
Biblioteca Vaticana. Fuente: http://bibliotecagonzalodeberceo.com
La miel tiene numerosos usos en la cocina. Forma parte de la preparación de todo tipo de platos de carne y pescado, de salsas, de dulces diversos. Por ejemplo los lirones con miel y semillas de adormidera que se sirven de aperitivo en la cena del Satiricón (Petr.31,10). Forma parte también de la confección de bebidas conocidas como “vina condita”, que se forman especiando mucho el vino y añadiéndole miel, de manera que se consigue una bebida reconstituyente y energética que se conserva bastante bien. Apicio menciona un “Vino aromático extraordinario” (I,1,1) y un “Vino aromático de miel para el viaje, que se conserva siempre y pueden llevarse los que se van de viaje” (I,1,2), que van en esta línea. Entre las bebidas también podemos nombrar el oxýmeli (ojimiel), bebida medicinal que también lleva agua de lluvia y sal marina, mencionada por Dioscórides, Ateneo y Plinio; y el  hydromeli (hidromiel) o aqua mulsa, una bebida alcohólica formada de agua y miel, quizá la bebida alcohólica más antigua de la humanidad. Sin embargo, la presencia principal de la miel en las bebidas la recibe el mulsum, un vino condimentado con miel que se servía en la gustatio y en los postres, motivo por el cual Varrón dice que “el panal llega a los altares y la miel se ofrece al comienzo de los banquetes y a los postres” (RR,3.16,5). La literatura ofrece numerosas citas que hacen referencia a la calidad de los dos productos: “atrévete a despreciar una comida sencilla y a no beber sino miel del Himeto disuelta en Falerno”, por poner un ejemplo (Hor.Sat.II,2,15-16).
Cupidos sirviendo el vino. Casa de los Vettii, Pompeya.
Por otra parte, la miel -lo mismo que la sal- tenía un papel fundamental en la conservación de los alimentos, de ahí su gran consideración. Columela nos dice que “es tal la naturaleza de la miel que detiene la corrupción y no la deja hacer progresos” (RR, XII,45). Se utilizaba especialmente para conservar la fruta y así se podía disponer siempre de membrillos, peras, manzanas, higos, ciruelas… (Apicio, I,12,4-4; Colum.RR,XII,45). Servía incluso para conservar la carne sin salar, cubriéndola bien con miel, como nos dice Apicio (I,7,1).  De hecho, el optimismo en el poder conservante de este producto era tal, que impulsaba a los autores a hacer declaraciones como estas: “conserva también incorruptible por muchos años el cadáver del hombre” (Colum.RR,XII,45), o “el emperador Claudio escribe que en Tesalia un hipocentauro murió el mismo día de su nacimiento, y nosotros mismos, durante su principado, vimos conservado en miel uno que le habían traído de Egipto” (Plin.VII,35). Ahí es nada.

Por supuesto, semejante producto emanado de los mismos dioses no podía dejar de tener valores medicinales. Plinio hace un listado de virtudes salutíferas, entre ellas que es utilísima para la garganta, amígdalas y demás afecciones bucales, las enfermedades pulmonares, las heridas, el envenenamiento, los dolores de oído y hasta para eliminar los piojos (XXII,108). Para apaciguar la tos los médicos recetaban tortas impregnadas con miel, como le sucede a Partenopeo, quien finge seguir enfermo para seguir consumiendo miel como un niño pequeño: “Para aliviarte la garganta, constantemente irritada por una tos seca, el médico, Partenopeo, receta que se te dé miel, nueces, tortas dulces y todo aquello que impide que los niños estén enfadados. Pero tú no dejas de toser en todo el día. Esto no es tos, Partenopeo, es gula” (Mart.XI,86). También la recetaban los médicos para mitigar los excesos de la bebida y el resacón: “los médicos provocan el vómito a aquellos que se atiborran de muchísimo vino hasta el riesgo de morir, y tras el vómito, para combatir el humo del vino que se remansó en las venas, ofrecen pan untado de miel, y de este modo la dulzura protege al hombre del mal de la ebriedad” (Macr. Sat.VII,7,17). También el propóleo o própolis era útil para la salud. Plinio alaba sus virtudes para eliminar las espinas y los cuerpos extraños atrapados en la piel, así como reducir la hinchazón, suavizar los callos y durezas y facilitar la cicatrización de las llagas (Plin.XXII,107). Este uso tópico de la própolis lo confirma también Varrón, quien dice: “la usan los médicos en emplastos, por lo cual se vende en la Vía Sacra más cara que la miel” (RR,3.16,23). Aunque, todo hay que decirlo, Plinio nombra unos cuantos casos de muertes repentinas “famosas” -curiosamente todos estaban zampando o bebiendo- entre las cuales se hallan las de dos personajes del final de la República a los que no les protegió precisamente la miel: “el médico Lucio Tucio Vala (murió) mientras bebía vino con miel; Apio Saufeyo, al volver del baño después de haber bebido vino con miel y cuando estaba tomando un huevo” (VII,184). ¿Habrían hecho algo estos personajes para atraerse la ira de los dioses? Nunca lo sabremos, pero la gula se paga, e incluso las mismas abejas “se atraen las causas de su muerte, libando con avidez cuando se han dado cuenta de que se les arrebata la miel” (Plin.XI,67).

Prosit!

miércoles, 18 de julio de 2018

BRASSICA RAPA Y EL MITO DE LA FRUGALITAS ROMANA

Uno de los productos que se hallaban en la base de la alimentación romana eran los nabos. Esta hortaliza, la Brassica rapa, se conoce como nabo, naba, raba, colza o berza, y está emparentada con las mostazas y también con los rábanos, con los que a menudo se los confunde en los textos.

Eran económicos y nutritivos y según Plinio el Viejo, constituían el tercer producto en orden de importancia, justo detrás del trigo y las habas (Plin. NH XVIII,126). Eran de gran utilidad, pues se aguantaban bien hasta la cosecha siguiente y por tanto servían para mantener alejado el fantasma del hambre entre los campesinos y las clases más populares. Se cultivaban fácilmente, servían también para alimentar a los bueyes y se podían consumir no sólo las raíces sino también las hojas y hasta los brotes (Plin.NH XVIII,127).
Los nabos, nabas y rábanos son, pues, un producto emblemático propio de un pueblo que ensalzaba la agricultura como una de las más nobles actividades.

Los nabos son el símbolo de la frugalidad romana por excelencia. Representan los viejos tiempos en los que Roma no estaba corrompida por las costumbres decadentes de los pueblos orientalizantes, cuando los hombres eran duros y resistentes y se conformaban con los alimentos más básicos de su propio huerto. Esa imagen de frugalidad y perfección moral se fragua aproximadamente en el siglo II aC. Es este un momento fundamental: tras las conquistas del Mediterráneo oriental se inicia el esplendor de Roma, pero también el contacto con otras culturas promoviendo un proceso de asimilación y un cambio de paradigma. Roma ya no es un pueblo de pastores y agricultores, Roma es una potencia que ve cambiar su política exterior, que es testigo de intercambios comerciales y de influencias orientales de todo tipo, que asiste al enriquecimiento progresivo de las clases altas y que se va convirtiendo, paso a paso, en un imperio.

En este preciso momento se fragua el mito de la frugalidad ancestral de Roma. El lujo y el refinamiento que caracterizaba a los admirados griegos se implanta en Roma y aparece un movimiento tradicionalista que propugna la vuelta a los valores que se consideran auténticamente romanos: la vida del campo, la austeridad, la dedicación al estado y a la familia, la falta de corrupción en las costumbres, la vida sencilla, la dureza de carácter… Roma se forja un pasado ideal, austero y digno, para reivindicar su identidad cultural.

En este imaginario los productos más sencillos cobran un valor simbólico excepcional, como es el caso de los nabos.

trabajos agrícolas
Entre las leyendas, tenemos a Manio Curio Dentato, el perfecto ejemplo de vida incorruptible y de costumbres sobrias, héroe de los primeros tiempos de la República Romana. Tribuno de la plebe, cónsul en tres ocasiones, pretor y censor, M. Curio Dentato ha pasado a la historia por acabar con las guerras samnitas y expulsar al rey Pirro de Epiro allá por el siglo III aC. Al parecer, los samnitas le habían enviado unos emisarios cargados de oro para corromperlo, y lo hallaron en su huerto comiendo en un humilde plato de madera unos nabos que él mismo se había asado. El episodio aparece en Plinio: “nuestros anales nos dicen que cuando los embajadores de los extranjeros le trajeron el oro que él rechazó, se hallaba asando un nabo en el fuego (rapam torrentem in foco)” (Plin. XIX,87), y lo retoma Juvenal: “Por su mano, Curio en su pequeño hogar las hortalizas aderezaba, que cogido había él en su huerto” (Iuv. XIX,78).

Dentato rechazando regalos de los samnitas. Amigoni

Lo mismo podríamos decir del cónsul, general y dictador Lucio Quincio Cincinato (519 aC - 439 aC), el perfecto hombre de estado que se dedicaba a arar la tierra una vez terminado su mandato político. Pese a ser un patricio, se dedicaba a cultivar sus tierras personalmente y se incorporaba a sus obligaciones cívicas solo cuando era convocado por el Senado, volviendo al campo justo inmediatamente después. Ejemplo de honradez y virtud, de fortaleza de alma y equilibrio moral.  

Cincinato abandona el arado para dictar leyes a Roma. Juan Antonio Ribera

Incluso el fundador de Roma, el mismísimo Rómulo, se alimentaba de nabos y rábanos. Y una vez convertido en dios, seguía alimentándose de ellos en el cielo, pues sus costumbres continuaban siendo parcas, austeras y moderadas, como corresponde a un romano auténtico. Así lo vemos en Marcial: “Estos rábanos (rapa) que se gozan con el frío invernal y que te doy a ti, en el cielo suele comerlos Rómulo” (Mart. XIII,16) y en Séneca quien, hablando de la divinización de Claudio, -que tenía fama de comilón- dice: “es de interés público que haya alguien que pueda ‘zamparse los nabos hirviendo’ en compañía de Rómulo” (Sen. Apol.9,5).



Esta imagen mitificada del perfecto romano de los primeros tiempos de Roma, concretada en el cultivo de los productos de la tierra (nabos, zanahorias, rábanos, cebollas, ajos, coles, habas, altramuces, cereales), que forman parte de su modo de vida y que le confieren carácter y resistencia moral, son una pura invención.
Desde el principio, la cultura romana había estado en contacto con otros pueblos, como los etruscos y los griegos, de los que habían adoptado sin ningún problema sus nuevos cultivos, sus técnicas de conservación de alimentos, sus nuevos productos (aceite, vino, garum) y sí, sus gustos refinados (triclinios, perfumes). En el siglo II aC, cuando se forja esta imagen mitificada del “romano perfecto”, la primitiva frugalidad era sólo una pose o una necesidad. No nos engañemos, es sólo una hortaliza, si se puede comer algo mejor, se come.

Dejando a un lado su dimensión mítica y volviendo al alimento, el nabo se puede cocinar de diferentes maneras. Lo más habitual es comerlo cocido. Apicio propone dos recetas. En la primera (III,13,1) indica que, tras cocerlos y escurrirlos, se deben volver a hervir en una salsa hecha con comino, ruda, benjuí de Partia, miel, vinagre, garum, defrutum y aceite. En la segunda (III,13,2) la propuesta es mucho más sencilla: “Hervirlos en agua y servir. Echar por encima unas gotas de aceite y, si se quiere, añadir vinagre”.
Se ponían en conserva y se tomaban como encurtidos. Varrón nos dice que “los nabos se conservan troceados en mostaza” (Rust.I,59,3); Paladio los prepara con “un aliño de mostaza mezclada con vinagre” (XIII,5) y Columela propone encurtirlos con una salsa de semillas de mostaza, agua nitrada y vinagre blanco y fuerte (XII,55). De esta manera se tomaban como aperitivos, como indica Ateneo (Deipn. IV,133C).

nabos a la mostaza Foto: @Abemvs Incena (Tarraco Viva 2017)
Se podían utilizar también como acompañamiento -Apicio presenta una receta de pato con nabos (VI,2,3)- o como base para mezclarlos con otros ingredientes, al modo de nuestro puré de patatas. Es el caso de la receta de escórpora con nabos de Apicio (Vin,7), donde los nabos se cuecen con agua, se escurren bien apretando con las manos, se pican en trozos muy pequeños y se mezclan con el pescado y las especias.
Ateneo narra una anécdota en la que a Nicomedes, rey de los bitinios, se le antojan unas sardinas frescas que no tenía. Su cocinero, inteligente y creativo como un poeta, consigue engañar sus sentidos con un nabo cocido: “Cogiendo un nabo tierno, lo cortó fino y largo, imitando el aspecto de la propia sardina, lo hirvió, lo roció con aceite poniéndole sal en consonancia, esparció por encima semillas de adormidera negra en número de cuarenta, y en plena Escitia satisfizo su deseo” (Aten.Deipn.I,7E). La versatilidad del alimento queda patente en esta anécdota, que salió perfectamente gracias al genio culinario de su anónimo cocinero, ya que “Nicomedes, al tiempo que masticaba el nabo, hacía a sus amigos el elogio de la sardina”.
Los nabos se podían tomar también asados. Recordemos la leyenda de Curio Dentato, que justo estaba asando nabos (rapam torrentem in foco) cuando vinieron inútilmente a corromperlo. Esta preparación también la menciona Ateneo: “Traigo esta naba aquí para asar” (Deipn. IX,369E).

Como alimento emblema de los primeros tiempos de Roma, atesora un buen número de virtudes, no solo morales, sino también medicinales. Por ejemplo, cura los sabañones, es diurético y auxilia contra los venenos mortíferos (Plin.NH XX,3 y Diosc.II,110); es adelgazante (Aten. Deipn. IX,369E) y hasta estimula los placeres afrodisíacos (Diosc.II,110). Lástima que todos los autores les vean una pega (a los nabos, las nabas y los rábanos): que son altamente flatulentos.

Como representa tantas virtudes morales, es también un alimento adoptado por los filósofos -lo mismo que los altramuces-, que así pueden expresar su estilo de vida alejado de los excesos. Luciano de Samósata, el pensador satírico que vivió en el siglo II de nuestra era, critica a menudo a los filósofos de su época, a quienes considera unos charlatanes y unos hipócritas. En un epigrama leemos: “En el banquete vimos la gran sabiduría de Cínico el barbudo, el que va apoyado en el bastón. Primero se abstuvo de altramuces y de rábanos diciendo que la virtud no debe ser esclava del vientre” (Epig.48). Es decir, nos presenta lo que debía ser una dieta modelo a seguir por parte de aquellos que defienden la continencia. La crítica de Luciano no se hace esperar: “Mas cuando ante sus ojos vio un teta de lechona blanca como nieve con salsa amarga que borró de su mente tan sabios pensamientos, contra lo esperado la pidió y se la tragó de golpe y dijo que la teta en cuestión no transgredía la virtud”.

Nabos, nabas, rábanos. Alimento humilde elevado a símbolo del pueblo romano. Acompañamiento de platos, aperitivo, ofrenda a Rómulo. Los nabos representan un antídoto contra la corrupción moral y la molicie.

Prosit!

miércoles, 20 de junio de 2018

CONVIVIUM. EL MENÚ ROMANO DE LA TEORÍA A LA PRÁCTICA.


Tras los Lvdi Rvbricati, el festival romano organizado por el Museu de Sant Boi y que este año estaba dedicado íntegramente al convivium, me han entrado unas ganas locas de reconstruir un menú romano real, que se pueda hacer en casa. Y eso plantea serias dudas: ¿se puede hacer? ¿acertaremos con los ingredientes, las cocciones, los tiempos, las cantidades…? ¿Tenemos acaso los mismos cacharros de cocina, el mismo horno, el mismo fuego? ¿Saldrá bien?

Lo primero que debemos aceptar es que será imposible rehacer platos exactamente iguales a los romanos, y ello porque nos falta el referente (¿tenemos por ahí a alguien del siglo I que nos diga si las habas son igualitas a las que hacía su abuela Cornelia?) y nos faltan muchos ingredientes (algunos han ido mutando, otros han desaparecido) y el equipamiento. Pero, una vez aceptado esto, sí que se puede rehacer siempre que se respeten unas condiciones. Me explico. La cocina, la romana y cualquier otra, forma parte de un sistema organizado y estructurado. Cuenta con unos elementos, unas reglas de combinación y unos usos determinados según la situación. En ese sentido, es paralela a la lingüística. Así pues, los elementos de ese sistema que será la cocina romana son tanto los ingredientes como las cocciones (hervir en la cazuela, asar en el horno), que seguirán una sintaxis (el orden de los platos), usando el registro adecuado (los alimentos se combinan de forma diferente según si es un banquete, si es un prandium, si es la comida del ejército, si es una taberna, si es una comida fúnebre, si es una festividad…)

En todo caso, siempre hay que ayudarse de las fuentes de información, que en el caso de la comida romana son muchas. Contamos con la ayuda de textos latinos y recetarios, de pinturas y mosaicos, de cacharros y cocinas que han resistido el paso del tiempo, y hasta de los platos tradicionales, que nos permiten remontarnos a una culinaria anterior si hurgamos en su pasado. Eso sí, hay que huir de los tópicos y acercarse a la experimentación con seriedad y sentido común. Ni hay que buscar la “cosa rara” (échale un kilo de miel al jamón con higos), ni hay que adaptarlo tanto a nuestro paladar que al final ya no cumple con la esencia romana (soy muy fan de la paella, pues hago lo mismo pero con trigo), ni tampoco hay que irse al plato facilón que todo el mundo pone (sí, hay un mundo más allá del moretum).

Dicho esto, solo queda especificar que mis principales fuentes de información para hacer este convivivum del siglo I-II en cualquier ciudad de la Tarraconense han sido el recetario de Apicio De Re Coquinaria y los libros La cuina romana per descobrir i practicar, de Juana M. Huélamo y Josep M. Solias, y La cuina antiga. Ibers, grecs i romans, de Jaume Fàbrega. Fuentes serias o directamente de primera mano.

Me pongo con el menú. A ver si lo consigo.

CONVIVIUM ROMANUM.

GUSTATIO (entrantes)

OVA ELIXA  (huevos cocidos)
Los romanos comían huevos a todas horas. Es uno de esos platos que valen para todas las ocasiones, ya sea un banquete ya sea un desayuno pobre. Tenían un significado de fecundidad y se hacían imprescindibles en los aperitivos o entremeses del banquete, como indican las palabras de Horacio: ab ovo usque ad mala (“del huevo a la manzana”), refiriéndose a que se comenzaba con huevos y se terminaba con manzanas (Sátiras I,3).
Para la ocasión, se proponen unos huevos duros (de gallina o de codorniz) con un aceite condimentado con sales y especias: se trata de machacar en el mortero pimienta, sal, tomillo, romero, orégano, perejil, eneldo, anís verde, y lo que uno tenga por la cocina y mezclarlo con aceite de oliva. Delicioso.

Foto: @Abemvs_incena


CUCUMERES (ensalada de pepinos)
En los aperitivos también se solían servir verduras y ensaladas. En este caso propongo un plato de pepinos, que se deben escaldar un momento previamente, y queso feta, acompañados de una vinagreta de pimienta, menta, miel, garum, vinagre y un poco de asafétida (se puede sustituir por cebolla y ajo en polvo). Refrescante y muy bueno.

Foto: @Abemvs_incena

BOLETOS ALITER (revuelto de setas con miel)
Las setas son siempre un plato elegante, lujoso y refinado. Es un alimento caro, difícil de conseguir e imposible de conservar fresco, con el valor añadido de la posible intoxicación. Ello hace que sea un producto extremadamente lujoso, que hasta contaba con su propia bandeja, incompatible con el servicio de otros alimentos.
Para el plato, se debe poner a cocer la miel con un poco de agua y echar las setas (variadas, lavadas y cortadas), añadir garum y dejar cocer unos minutos. Servir con aceite de oliva y pimienta. Un plato interesante.

Foto: @Abemvs_incena

COCHLEAS  (caracoles con salsa de piñones)
A los romanos les encantaban los caracoles, que se criaban para su consumo en viveros desde los tiempos de la República, cuando un tal Fulvio Lipino se inventó la helicicultura. Se comían con la cochlea, un tipo de cuchara acabada en punta, pequeña y ligera, que también servía para abrir otros moluscos.
Para la ocasión, se deben limpiar muy bien los caracoles y hervirlos durante hora y media. Se sacan y reservan y se prepara una salsa en el mortero: ajos, piñones, pimienta y mucho aceite de oliva. Se vuelven a poner los caracoles en una cazuela o sartén y se fríen. Se pueden mezclar con la salsa en la sartén y dejarlos estofar, o bien servir la salsa aparte e ir mojando los caracoles uno por uno en su salsa.

Foto: @Abemvs_incena

PRIMA MENSA (plato principal)

Aunque los platos principales solían ser dos, o incluso tres, en este caso he optado por uno solo aunque bastante contundente. Además, ya hemos servido cuatro entrantes en lugar de los tres acostumbrados, y no queremos que nadie nos confunda con un Trimalción cualquiera.

VITULINAM OENOCOCTAM (ternera al vino)
En este caso he escogido una receta que consiste en una carne de ternera guisada con vino. Pondremos la carne en una cazuela con aceite de oliva para que se dore y después añadiremos bastante vino tinto, hasta cubrirlo. También los condimentos: laurel, cebolla y ajo en polvo, garum, tomillo, romero, pimienta, semillas de cilantro, eneldo y unas avellanas. Lo dejamos cocer bastante rato. La carne quedará violeta y muy tierna. El líquido ha de retirar casi por completo. Para acompañar, un pan ázimo, hecho con harina de espelta y garbanzos, aceite de oliva y agua. Sencillo y delicioso.

Foto: @Abemvs_incena

SECUNDA MENSA (postres)

Llega el momento de los postres. Nada fastuoso: mucha fruta: uvas, peras y manzanas (recuerden, “del huevo a la manzana”) y un dulce para coger con fuerzas la comissatio:

APOTHERMUM (crema dulce de sémola de trigo)
Es un plato contundente, ideal para tomar cuando se sale de las termas, que bien puede ser entendido como un postre. Para elaborarlo, primero pondremos pasas dentro de un vino dulce y las dejaremos remojarse allí durante un buen rato, digamos una hora. Pondremos a hervir leche y miel, junto con sémola de trigo, piñones y unas almendras peladas. Hay que remover bastante para que no se pegue. Cuando ya coge consistencia de crema, se le añaden las pasas y un poco de vino dulce y lo removeremos hasta conseguir una crema espesa. Solo queda espolvorear pimienta, y decorar con pasas y frutos secos. Se puede tomar tibia o fría. La verdad, está deliciosa.

Foto: @Abemvs_incena

Por lo que respecta a las bebidas, la convención romana exige vino. En el caso de los entrantes mejor que sea un mulsum, es decir, un vino que podemos cocer con miel y un poco de pimienta, y tomarlo frío o caliente. En el caso del plato fuerte un vino tinto normal, quizá enfriado con nieve y aromatizado con hierbas, si uno se atreve. Aunque hay que decir que los romanos preferían vinos blancos, pero bien envejecidos y de mucha graduación, nada ligerillos. En los postres, vale un vino dulce, tipo moscatel o de Málaga. El capítulo de los vinos es un capítulo aparte.


Pero les dejo porque ya veo asomar el altar de los Lares, que traen diligentemente los esclavos. Y ya mismo empiezan a repartirnos las coronas de flores. La comissatio se acerca y se sortea quién será el rex convivii, así que tengo que dejarles. Hasta la próxima y buen provecho!