lunes, 28 de agosto de 2017

VALENTIA: CONVIVIUM ROMANO EN SUCEDE RESTAURANTE

Los amantes de la historia y de la gastronomía estamos últimamente de suerte. Son ya varios los restaurantes que se suman a la oferta gastronómica en clave diacrónica y nos presentan platos extraídos o inspirados en la tradición de los siglos pasados. Es el caso del Noor de Córdoba, con una propuesta andalusí, o el Dos Pebrots de Barcelona, con elaboraciones medievales, romanas o del Siglo de Oro, siempre explorando la cocina ancestral catalana. A estos debemos añadir el restaurante Sucede, ubicado en el barrio de la Seu-Xerea, en el corazón de Valencia. El restaurante está nada menos que sobre el primer asentamiento romano de la ciudad, cuenta con parte de la muralla árabe del siglo XII y sobre él está el edificio gótico que ahora es el Hotel Palacio del Marqués de Caro. Es casi como alojarse en un Museo.


Quizá fuera el emplazamiento del restaurante lo que llevó a Miguel Ángel Mayor, su jefe de cocina, a plantearse elaboraciones que fuesen un homenaje a la herencia gastronómica de Valencia. A estudiar los recetarios, los ingredientes, las técnicas. A realizar un auténtico trabajo de investigación ayudándose de historiadores de la Universitat de València y de especialistas en la materia tan prestigiosos como Charo Marco, autora del blog De Re Coquinaria y profesora de la Saguntina Domus Baebia, un fantástico proyecto didáctico de Cultura Clásica en Sagunto.
Pero Miguel Ángel Mayor no pretende reconstruir recetas del pasado de Valencia. Su riguroso estudio le da la base, eso sí, para conocer las materias primas y las técnicas culinarias, a las que él aplica toda su creatividad. Porque es así como define su restaurante, un restaurante de creación. Y es que Miguel Ángel Mayor cuenta con una vasta trayectoria que le ha hecho pasar por Mugaritz, Quique Dacosta o elBulli y eso le ha proporcionado una visión gastronómica que no conoce límites.


Dicho esto, Sucede ofrece dos menús, uno de ellos (el menú Sucede) se inspira en el pasado más inmediato de la ciudad (siglos XVIII y XIX), mientras que el otro, el menú Valentia, se centra en la época romana, la musulmana y la cristiana, de manera que obtenemos un relato de la historia más remota de la ciudad a través de la gastronomía.
Queda claro que la autora de este blog se decantó por este segundo menú.


Menú Valentia: parte romana


Sin querer dejar de lado la parte musulmana ni la parte cristiana que nos ofrece este menú a lo largo de sus 40 creaciones -sí, es un menú tan largo como la historia de la ciudad-, este blog debe centrarse en la parte romana.
Y como buen menú romano, este sigue unas reglas básicas:
  • casi todos los platos se pueden comer con las manos y, en todo caso, nunca con tenedor
  • abundan lo encurtido, lo marinado y lo curado, hay poca intervención del fuego
  • las creaciones son compartidas y se sirven en el centro de la mesa


Por lo demás, las únicas normas romanas que sigue Miguel Ángel Mayor son la de pensar bien los ingredientes, su ejecución y su ubicación dentro de la sintaxis del menú para dejarte con la boca abierta.


Sin más preámbulos paso a mencionar los platos romanos de autor que nos sirvieron:


Lo primero de todo quiero bayas de mirto sobre la mesa, para masticarlas cuando haya que deliberar algo” (Ateneo III, 75 c). Así que  la primera secuencia de la Gustatio comienza con las bayas de mirto.
El caviar de mirto se acompaña del Mulsum, el vino dulce con emulsión de miel que se tomaba al comenzar los convivia, en este caso acompañado de la uva esferificada.






Tras esto el huevo de codorniz relleno de manzana. El huevo se servía habitualmente al principio de los banquetes, pero en cambio la manzana al final. Con esta creación, se unen dos elementos fundamentales de la estructura del banquete romano en uno, y no podemos dejar de recordar las palabras de Horacio: “ab ovo usque ad mala”, dándole un nuevo sentido al plato. (Sátiras I,3).


La gustatio sigue con una tanda de mariscos y pescados en diferentes formatos: la galleta de salazones, con erizo de mar y mojama; el mejillón ojimiel, es decir, en escabeche de miel y vinagre; la espectacular sardina, que está frita con manitol y no con aceite, y que resulta crujiente y algo dulce; la ostra con melón; los langostinos; el pan de higos con trucha y huevas de trucha; la galera con col. Platos ligeros. Pequeñas golosinas para los aperitivos del banquete. Pescados, salazones, escabeches, marinados. Técnicas milenarias que se remontan no solo a la época romana, sino a la ibera y la púnica.









Tras esto, un homenaje al plato que durante mucho tiempo definiría a los romanos: la puls, es decir, las gachas de cereal. En Roma durante mucho tiempo el pan, alimento definidor de civilización, no era tal, sino que eran gachas. Los secretos del pan los conocían los griegos. Los romanos eran conocidos por ellos como “los comedores de puls”. Y puls nos ponen en esta ocasión, servido con caviar trufado y pan ácimo. Una merienda romana de lujo.






Junto al jugo hortícola, una auténtica ensalada licuada en vaso de hielo, llegan los platos de tuétano. El primero, una tartaleta. El tuétano, muy nutritivo, se le daba a los niños romanos en tiempos de escasez. El segundo, el tuétano con castañas y trufas, resulta contundente y con un sabor muy intenso.



La ventresca de caballa con jugo de la propia ventresca nos recuerda -de nuevo- la pasión de los romanos por los pescados de mar. En este caso su sabor perfumado con hierbas y especias la hace muy especial.

Las delicadas “galletas panadera” de jengibre que se comen con crema de foie nos vuelven a recordar los ingredientes refinados de la antigua Roma. Lo mismo que el pato con puerros. Espectacular.



Estamos ya en la secunda mensa y, además del pato, encontramos otro plato de carne jugoso y suculento, muy del gusto de los romanos. Se trata de un plato de cartílagos de cerdo con unas generosas láminas de trufa absolutamente brutal.



La parte romana del menú termina con una oblea de merengue plano que inaugura ya la época cristiana y que te sirven en la misma mano.




Tras esto, la época musulmana y la medieval con sus platos de altramuces, lentejas, humus, hibiscus, el espectacular conejo al melón, las berenjenas, la calabaza, el cordero, los pistachos… Una gran elección de ingredientes clave, relacionados estrictamente con una época, a los que Miguel Ángel Mayor aplica toda su creatividad.

Insisto, los amantes de la gastronomía y la historia estamos de enhorabuena. Volveremos sin duda a Sucede.

Imágenes: @Abemvs_incena

miércoles, 9 de agosto de 2017

GUSTATIO IBÉRICA EN TIERRAS COSETANAS (CALAFELL)

El último fin de semana de julio asistimos a una degustación de cervezas de inspiración ibera en el marco del festival Terra Ibèrica que tiene lugar en Calafell. Allí, en el exterior de la fantástica Ciutadella Ibèrica reconstruida donde antiguamente estuvo el asentamiento original, fundado en el siglo VI aC, una delegación de mercaderes nos transporta a otras épocas a través de sus productos. Se trata de Lucio Ilurtibas Auctor, también conocido como Iber el Mercader, procedente de Salduie, ciudad conocida después como Caesar Augusta, al otro lado del río Iberus. De allí, de las tierras de la Sedetania, nos presenta una muestra de los productos con los que comercia. Y aunque en su inventario suele llevar vinum mulsum, salazones, aceite, trigo, miel y garum, hoy se dedica a su producto estrella, la cerveza que desde tiempos inmemoriales se consumía en tierras de sus antepasados.


Tras el orgulloso comerciante ibero de Salduie se encuentra la empresa Entheca, que se dedica por igual a la venta de productos y a la difusión del patrimonio gastronómico. Con clara vocación “gastrohistórica”, nuestro mercader nos explica las bondades de la cerveza, alimento fundamental para todos los pueblos de la antigüedad. Antes de que Grecia y Roma impusieran la idea de que la bebida civilizada era el vino, todos los pueblos del mundo conocido consumían cerveza: en Hispania, en Galia, en Germania, en Iliria, en Panonia, en Dalmacia, en Tracia, en Frigia, en Peonia, en Egipto, en la antigua Sumeria… Todos tenían su variedad de cerveza. Un caldo muy diferente al nuestro, bastante más espeso y sin lúpulo, que se elaboraba fermentando el cereal -a veces en forma de pan- en agua.

lúpulo

malta

La degustación constaba de cuatro variedades de cerveza, acompañadas de sus correspondientes tapas, más que correctas desde el punto de vista de los ingredientes y las técnicas culinarias de la época iberorromana. Vamos a ello:


La primera fue la cerveza artesana Iberika, creada por Segarreta (Santa Coloma de Queralt) según los datos recogidos en los residuos de los yacimientos arqueológicos. Contiene artemisia, lo que le da un toque amargo muy al estilo de la quinina de la tónica. Nos la sirven con unas tapitas de cecina de toro sobre pan de espelta y vinagre de higos.




Llega el turno de la Caelia. Comercializada por la empresa soriana del mismo nombre, la Caelia es una cerveza de trigo que aparece en las fuentes clásicas, como Plinio el Viejo o Floro, que explica que los numantinos consumieron esta bebida fermentada hecha a base de trigo antes de lanzarse a la lucha durante el asedio de su ciudad, asedio a las órdenes de Escipión (año 133 aC).
Probamos también la Caelia de alta fermentación tostada, con cierto sabor a cacao y a café. Más balsámica que la anterior, combina ideal con unas aceitunas negras aliñadas con hierbas aromáticas.



La tercera (o cuarta?) de las cervezas es nada menos que la de bellota. Comercializada por Cerex (Extremadura), esta cerveza lleva en su composición un fruto que se ha consumido en la península durante siglos: la bellota. Ya Estrabón y Plinio el Viejo mencionan que los habitantes de Hispania consumían este fruto en cualquier formato, que secaban y trituraban para tenerlo siempre a disposición. Esta cerveza, entre dulce y amarga, nos la sirven con frutos secos, con los que combina super bien.





Vamos con la última, que es la Ibera Entheca, elaborada en tierras sedetanas por nuestro mercader. Con ella, Entheca ha tratado de reproducir el sabor de las cervezas que los pueblos iberos podían consumir antes de la llegada del pueblo romano. Sabor intenso y refrescante, con tonos algo dulces, combina estupendamente con las brochetas de queso de cabra, higo y miel y con las ciruelas pasas que nos sirven con ella.



Nuestro mercader nos invita también a brindar como un ibero. Al grito de “ULE!” tras alzar la copa y sostenerla un segundo en el aire, todos los participantes nos animamos sin problema. Ya somos todos sedetanos de corazón.



Para acabar, unas palabras de Marcial, el poeta romano oriundo de Bilbilis, para reconciliar nuestro presente con nuestro pasado: “Que a nosotros, que nacimos de celtas y de iberos, no nos cause vergüenza, sino satisfacción agradecida, hacer sonar en nuestros versos los broncos nombres de la tierra nuestra” (IV, 55)


La nave del mercader parte de nuevo hacia Salduie. Esperemos su regreso muy pronto.

Ule!


Imágenes: @Abemvs_incena

lunes, 10 de julio de 2017

MERIDIATUM, O ECHARSE LA SIESTA A LA ROMANA



Dormir la siesta era tan común en la antigua Roma como lo es ahora. Tras la comida de mediodía, después de haber cumplido con todas las obligaciones, vencido por el calor y la modorra, el pueblo romano se echaba a dormir.


La palabra castellana “siesta” deriva de la hora sexta, que era la hora central de la jornada y se debía corresponder con las 12 del mediodía, más o menos. También es verdad que el cómputo de horas no era igual que el nuestro, que agrupaban las horas de tres en tres y que la duración en minutos variaba en función de si era verano o invierno. Es decir, la hora sexta comprendía desde las 12:00 del mediodía hasta las 15:00 como mucho. Ese era el tiempo que los romanos dedicaban al descanso después del almuerzo.


Esta distribución del tiempo la encontramos en varios autores, como Marcial: “Roma prolonga las diversas ocupaciones hasta la hora quinta -es decir, hasta la hora de la comida-, la sexta es la del descanso de los fatigados, la séptima será el final de este, la octava hasta la novena, basta para los ejercicios con el cuerpo frotado de aceite, la novena exige romper con nuestro peso los lechos que nos han preparado” (Marcial, IV,8,3-6). Este código de conducta era válido solo para quien se lo podía permitir. Es decir, aquellos otiosi que, una vez han acabado con sus negocios matutinos, quedan liberados para el auténtico tiempo libre: las termas, el circo, el teatro, las cenas… Podemos imaginar al resto de la población, aquellos que trabajaban para que los demás pudieran descansar, durmiendo una breve siesta -si era posible- y volviendo al trabajo. Me refiero al personal de termas, teatros, tabernas, popinas, lupanares, circo, cocineros, músicos, personal de servicio de mesa… La vida siempre ha estado mal repartida.



Las fuentes latinas están llenas de testimonios que muestran el gusto de las clases acomodadas -o quienes aspiraban a serlo- por la siesta. “Habiéndome retirado a mediodía a dormir la siesta, pues era verano” leemos, a modo de ejemplo, en Plinio el Joven (Ep.VII,4). Se trata de un tiempo de laxitud, de relajación, de ocio. El poeta Horacio, que se presenta a sí mismo como “aquel al que tan bien le caían las togas finas (...) y desde el mediodía andaba bebido de claro falerno” nos confiesa que le gustan “las cenas ligeras y la siesta a la orilla del río, sobre la hierba” (Ep.I,14,35).
La siesta es una ocasión para abandonarse a otros placeres como el sexo: “Tendí mi cuerpo en el centro del lecho para descansar. (...) He aquí que llega Corina, vestida con una túnica sin ceñir, su cabellera peinada en dos mitades cubriéndole el blanco cuello”, leemos en Ovidio, el autor experto en amores (Am.1,5), o la súplica de Catulo: “Por favor, mi dulce Ipsitila, objeto de mis delicias y de mis pasatiempos, invítame a que yo vaya a tu casa a pasar la siesta” (meridiatum), especificando además “invítame enseguida: pues estoy echado recién comido y, saciado boca arriba, atravieso la túnica y el manto” (Cat.32)

Como se observa, la manera de echar la siesta también refleja una moralidad: así, quien tiene un cargo de responsabilidad o se dedica a la ciencia o la filosofía revela su fortaleza de alma no abandonándose por completo al sueño de la tarde. El emperador Augusto, modelo a seguir para gobernantes posteriores por asegurar la paz y la prosperidad de Roma, “después del almuerzo, vestido y calzado como estaba, reposaba un poco, sin taparse los pies, con una mano puesta sobre los ojos” (Suet. Aug. 78). Y es que el protagonista del Ara Pacis, todo un Pater Patriae que se aseguró un buen sistema de propaganda política, un Pontifex Maximus, un Princeps Senatus, no puede aparecer durmiendo a la bartola, boca abierta y babilla fuera, roncando alegremente o desperezándose erecto como Catulo, que es lo mismo que decir que este gobernante no es serio, que mientras duerme abandona a su pueblo, que baja la guardia. El filósofo y orador Séneca, moralista obsesionado con la decadencia de la sociedad romana y la pérdida de los valores tradicionales, nos confiesa: “Duermo la siesta lo imprescindible”, y además añade “tengo un sueño muy corto, como si fuera una pausa” (Sen.Ep.83,7).
Plinio el Joven nos habla de la jornada habitual de su hiperactivo tío, el científico Plinio el Viejo: “Después de este baño de sol, generalmente tomaba un baño de agua fría, luego comía algo y dormía un momento”, y tras despertarse, “estudiaba hasta la hora de la cena” (Plin.J. III, ep. 5). Y es que los hombres de bien no se abandonan plenamente al sueño innecesario del mediodía. Si todos hubiesen sido como Augusto, como Séneca o como Plinio el Viejo, Roma no hubiera caído a manos de Alarico, rey de los Godos, en agosto del año 410, quien aprovechó la costumbre de dormir la siesta para saquear la ciudad: “posteriormente, no mucho después, en un día establecido, aproximadamente en torno al mediodía, cuando todos (...) se quedasen dormidos, como es natural, después de la comida, se presentarían todos en la puerta llamada Salaria y darían muerte, con un ataque repentino, a los guardianes, que no tendrían ningún conocimiento previo del complot, y abrirían las puertas lo más rápidamente que les fuera posible” (Procopio, Hist. III,2).



La siesta sirve de frontera entre el tiempo de trabajo, de negocios y de asuntos públicos, y el tiempo de ocio, libre, personal. Se debe hacer justo después del almuerzo, el prandium, que es siempre frugal, rápido y frío. Consiste por lo general en pan, aceite, queso, aceitunas, higos, miel… alimentos que responden a una necesidad individual y, justo por eso, deben corresponderse con el carácter y la integridad de cada uno. Lo mismo que la cena es el tiempo de otium, pensado para socializar y divertirse, para agasajar a los invitados y para expresar la riqueza y la condición socio-económica de quien es anfitrión, el prandium debe responder a una simple necesidad de alimento, a la frugalidad personal y la mesura de las prácticas alimentarias. Los romanos siempre comen “simbólico”. Séneca nos dice “tomo pan seco y el almuerzo sin preparativos de mesa; después de este no tengo que lavarme las manos”, tras lo cual duerme la siesta, pero solo “lo imprescindible” (Sen.Ep.83,7).

Foto: @Abemvs_incena (Magna Celebratio 2017)

Tras la siesta, para los privilegiados empieza el tiempo de otium, es decir, comienza la desocupación, la diversión y el descanso. Las termas, las lecturas de libros, la conversación con los amigos, el teatro… dejan atrás las ocupaciones cívicas. Dos maneras de entender el tiempo, dos maneras de entender las comidas (la necesidad individual del prandium y la necesidad social de la cena). En medio de ambas, la perezosa siesta.