lunes, 3 de abril de 2017

PENUS Y PENATES: LA DESPENSA DE LOS ROMANOS

Las cocinas de las casas romanas podían ser de naturaleza diversa en función del tipo de casa y de la época. De su posición original en el atrio de las domus, pasaron a ubicarse en un espacio alejado de las zonas residenciales -habitaciones o comedores- para no molestar con sus ruidos, humos y olores. En todo caso, era un espacio alejado de la casa, pequeño, oscuro y bastante indigno, si lo comparamos con las habitaciones más lujosas. En esta habitación de la casa, a menudo contigua a los baños, a las letrinas y los establos, cerca del Larario donde se rendía culto a los dioses del hogar, cerca de los fogones, se hallaba un almacén bien custodiado donde se guardaban las provisiones para todos los miembros de la familia, esclavos incluidos. De este almacén, el penus, y de su contenido es de lo que hablaré en esta entrada del blog.


La cocina es un lugar sagrado donde se mantienen el fuego y los alimentos, ya que sin ellos la prosperidad familiar peligra. Por ello es en las cocinas donde se encuentra un altar dedicado a los dioses protectores de la despensa, los Penates, a menudo confundidos con otros númenes protectores de la familia: los Lares. Los Penates eran los guardianes de la despensa y del fuego y se representaban bajo la forma de un par de jóvenes, como los Lares. Se veneraban junto a Vesta, diosa del fuego doméstico, como ellos, y se dedicaban a conservar y multiplicar toda suerte de alimentos y bebidas, así como a inspirar la creatividad del cocinero. Por supuesto a los Penates se les debían hacer ofrendas diarias, ya que formaban parte del culto doméstico y eran parte implicada en la prosperidad de la casa. Cuando la familia se dispone a comer, el pater familias les ofrece una parte de los alimentos, como la harina y la sal, que arroja al fuego pronunciando las plegarias pertinentes de propiciación o de agradecimiento que protegerán a todos los habitantes del hogar. Instrumental imprescindible para el culto serán la patera o patella, un plato redondo para depositar las ofrendas, y el salinum, el salero de plata para conjurar la putrefacción de los alimentos.

La despensa o penus podía ser un simple hueco en la pared junto al fuego, una alacena protegida de la luz y de las manos largas. Apuleyo menciona un simple gancho tras la puerta de la cocina: “un labrador de allí envió en presente al señor de aquella casa un cuarto de ciervo muy grande y grueso, el cual recibió el cocinero y lo colgó negligentemente tras la puerta de la cocina, no muy alto del suelo” (Met. 8,31,1), aunque no parece que esto fuera lo  más recomendable. Lo normal es que fuese un pequeño habitáculo, como dan a entender las palabras de Suetonio sobre la habitación en la que nació Augusto, que era “muy pequeña y del tamaño de una despensa” (Suet. Aug.6).
Reconstruction of kitchen life in the Peristyle
Building at Vindonissa; © Legionary Trail,
 Museum Aargau

Esta despensa, llamada en los textos cella penaria o promtuarium, podía dividirise en celdas o cámaras para mantener los alimentos a una temperatura baja (cellae frigidariae) y protegidos de la luz. Y habría un espacio reservado para las carnes (carnarium), otro para la miel, para las frutas, para las salazones, para las aceitunas y el garum… Si uno tenía una villa rústica y el espacio suficiente, podía disponer también de una cella vinaria, es decir, una bodega de vino, lo mismo que una almazara de aceite, lo cual daba bastante prestigio al propietario. Pero si uno era más del montón, sin tanto espacio ni tantas provisiones, era fácil que simplemente poseyera un gancho sobre el fuego donde colgar el tocino, como sucede en la Fábula de Filemón y Baucis, en la que para improvisar una cena para los dioses, la pareja de ancianos descuelga “unas sucias espaldas de cerdo que colgaban de una negra viga”, es decir, un lomo de cerdo ahumado (Ovid. Met.VIII, 647-650).



El penus debía mantenerse bajo llave para evitar los asaltos de esclavos o visitantes. Cleústrata, el personaje de Plauto, se dirige a sus esclavos antes de salir de casa: “Cerrad las despensas y traedme el sello del precinto: voy a casa de la vecina” (Cas. 145). A veces se nombra un encargado de la custodia del penus, el cellarius: “Tú ocúpate en casa de lo que haga falta: coge, pide, saca de la despensa lo que quieras. Quedas nombrado mi despensero” (Plauto Capt. 895). Aunque el despensero de Plauto, de nombre Ergásilo, no es precisamente de un dechado de virtudes, pues en cuanto se ve solo exclama: “Dioses inmortales, ni un canal de cerdo voy a dejar sin cortarle el pescuezo; qué gran ruina amenaza a los jamones, qué epidemia va a caer sobre el tocino, cómo se van a consumir las tetillas, qué gran desgracia para los chicharrones, qué gran fatiga para los carniceros” (Capt. 903-905). En fin, los asaltos furtivos a la despensa por parte de los esclavos parecen bastante habituales.
¿Qué productos se guardaban en la despensa? Pensemos que por muy bien conservados que estén los alimentos, protegidos de la luz y el calor, nunca podrán compararse con las condiciones que nos ofrecen nuestros aparatos refrigeradores. En una despensa romana no vamos a encontrar productos frescos, simplemente porque no se pueden conservar. Los productos frescos se consiguen y se consumen en un plazo de tiempo breve: carne, verduras, frutas… Vuelvo a la pregunta: ¿qué productos se guardaban como comestibles de reserva?


Las fuentes escritas nos mencionan a menudo ciertos productos. Para empezar, los que sirven para conservar otros alimentos: la sal, el vinagre y la miel.
De la sal he mencionado ya su poder contra la corrupción de los alimentos y su participación en las ofrendas a los númenes protectores del bienestar del hogar. De hecho, casi todas las familias romanas tenían un salero de plata, un auténtico lujo, que se conservaba en el penus y se utilizaba para las ofrendas a los dioses y, evidentemente, los aliños finales. La sal impedía que se espesara el aceite, permitía preparar el vino, conseguía mantener las aceitunas, los quesos, los embutidos, las salazones... La sal permite hacer las conservas. El vinagre forma parte de la mayoría de las salsas y aliños. Sirve para desinfectar el agua sospechosa o para limpiar la tripa de cerdo o las hortalizas, o para  hacer escabeches. La miel sirve para equilibrar el protagonismo de las grasas en los platos muy sofisticados, como los que aparecen en el recetario de Apicio. Sirve también para endulzar, puesto que no se utilizaba el azúcar. Permite mantener las frutas, como indica Columela: “no hay especie alguna de fruta que no se pueda conservar en miel” (RR, XII, X). Sirve para condimentar el vino, como lo demuestran las diferentes recetas que han llegado hasta nosotros, como el mulsum, un vino hecho a base de la fermentación conjunta de la uva y la miel; el vino de rosas o el “vino aromático con miel para el viaje”, que menciona el recetario De Re Coquinaria (I, III,1). Pero con miel también se puede conservar la carne, preparar hidromiel, confeccionar salsas…
Foto: @Abemvs_incena (Magna Celebratio 2017)
Pero además de estos básicos, las fuentes nos mencionan ciertos productos que se almacenan en casi todas las despensas, alimentos sencillos que garantizarían las reservas y por tanto el mantenimiento y la prosperidad de la familia. En el penus se almacenan tinajas y vasijas llenas de trigo y legumbres, quesos, huevos, aceitunas, frutos secos, aceite, vino. El trigo y quizá otros cereales se conservaban preferentemente en grano, pues así se aguantaba mejor que molido. Los huevos aguantaban mucho, según el agrónomo Varrón había que “frotarlos con sal fina o tenerlos en salmuera tres o cuatro horas” (RR 3.9.12). En vasijas de barro y procurando que estuvieran en lugar seco y fresco, se podían almacenar casi todos estos productos, que se mencionan frecuentemente en los textos escritos. Filemón y Baucis, en la fábula de Ovidio, sirven a los dioses aceitunas, cornejos en salmuera, endibias y rábanos, queso y huevos: “Se pone aquí, bicolor, la baya de la pura Minerva y, guardados en el líquido poso, unos cornejos de otoño, y endibia y rábano y masa de leche cuajada y huevos levemente revueltos en no acre rescoldo” (Ovid. Met. VIII, 664-667). En El asno de oro, un hombre al que acoge el amo del protagonista, promete devolverle el favor enviándole como regalo “algunas provisiones de trigo, aceite y dos tinajas de vino de sus posesiones” (Apul. Met. 33), típicos alimentos de despensa. Y en el Satiricón, el protagonista visita a Oenotea, una “sacerdotisa” bastante pobre que le promete devolverle la virilidad, quien “poniéndose un mandil cuadrado, colocó en el fuego un enorme puchero; acto seguido, con un gancho, alcanzó de la despensa un fardo que contenía su provisión de habas y un trozo de cabeza de cerdo muy añeja y con mil muescas del cuchillo” (Petr. Satyr.135).
Foto: @Abemvs_incena (Tarraco Viva 2014)
Sin duda el producto estrella de las despensas es la carne salada o ahumada de cerdo: el tocino, el jamón, el lomo y la chacina en general… en salazón, ahumado, en adobo. El rey indiscutible de las despensas es el cerdo, del que Varrón dice que “lo ha ofrecido la naturaleza para el banquete, y que por ello se les dio la vida y de la misma manera la sal para conservar su carne” (RR 2.4.10), y Plinio añade que “de ningún otro animal se saca más provecho para la gula; casi cincuenta sabores diferentes, mientras los demás tienen uno solo” (NH VIII, 51). Plauto menciona a menudo algunos de esos “cincuenta sabores” diferentes. El joven Fédromo le ofrece a su “cómplice” Gorgojo “jamón, panceta, tetilla de puerca, costillas, papada” (Plaut. Gorg. 323); el esclavo Estico al hacer los preparativos para un banquete exclama: “descolgad un jamón y una papada de cerdo” (Stich. 358-360); Balión ordena a su esclavo: “Pon en agua el jamón, corteza de tocino, papada y tetilla de cerdo, ¿te enteras?” (Plaut. Pseud. 166); y volvamos a recordar al guardián Ergásilo, cuya gula amenzaba la integridad de jamones, tocino, tetillas y chicharrones (Capt. 903-905).
Foto: @Abemvs_incena (Tarraco Viva 2014)


Una despensa bien abastecida podía contener, además, ciertos lujos como pimienta, garum, incienso, pescado en salazón y vino de cierta calidad. Es el caso, por ejemplo, del poeta Marcial, el cual se lamenta de que le hayan regalado un jabalí porque tendrá que echar mano de su reserva de delicatessen: “Que mis Penates se engrasen alegres impregnándose con su oloroso vapor y que mi cocina arda en fiestas con un elevado montón de leña. Pero el cocinero empleará un montón ingente de pimienta, añadirá también falerno mezclado con el garum que tengo escondido… Vuelve a casa de tu dueño.” (VII, 27). Parece que las despensas de los abogados eran de las mejor abastecidas, sobre todo porque los clientes solían hacer sus pagos y regalos en especias, y los textos escritos abundan en ejemplos. Persio aconseja: “No sientas envidia de que en una despensa repleta gracias a la defensa de ricos Umbros, huelan a rancio hileras de tarros, pimienta y jamones, recuerdos de un cliente Marso, y de que no se haya vaciado aún el primer recipiente que se llenó de arenques” (Persio, Sat. 3,73). Y Marcial nos nombra al engreído Sabelo, que recibe los regalos de sus clientes durante las fiestas Saturnales: “Tales fastos y ánimos se los da a Sabelo medio modio de trigo y de habas molidas, tres medias libras de incienso y de pimienta, una longaniza con tripa falisca, una garrafa siria de vino tinto cocido, una helada orza libia de higos junto con unas cebollas y caracoles y queso. También llegó de parte de un cliente del Piceno un cestillo al que no le cabían unas sobrias olivas (...) Saturnales más fructíferas no las tuvo en diez años Sabelo” (IV, 46).

Foto: @Abemvs_incena (Tarraco Viva 2016)

Frente al esplendor de esta reserva de vituallas del abogado Sabelo, encontramos a otros abogados mucho peor pagados, según nos dice Juvenal: “¿Cuál es el precio de tu voz? Un jamón rancio y una cesta de atunes o cebollas añejas (...) o cinco jarras de vino transportado por el río Tiber” (Sat. VII, 119-121). Ya se sabe, hay clientes y clientes, y hay abogados y abogados.


Solo nos queda acabar. Quememos incienso frente a nuestros Penates adornados con laurel y, antes de zamparnos nuestra próxima comilona, ofrezcamos la sal y la harina junto al fuego y pidamos prosperidad, inspiración al crear los platos y que nos alejen del hambre y de los trastornos del paladar.

Prosit!

jueves, 23 de febrero de 2017

EL PRECIO DE LOS ALIMENTOS EN LA ANTIGUA ROMA: ...Y LO CARO


Tras haber comentado los productos y precios más económicos, toca ahora hablar de los más caros, carísimos.
Por una parte tenemos las frutas, verdaderas golosinas que sólo se comían frescas si eran “de temporada”, y que se usaban a menudo para endulzar vinos y platos y se solían poner en conserva. Encontramos al precio de 4 den. la decena de melocotones, de albaricoques, de manzanas Matianas o de  membrillos; a precios similares, y siempre caras, están las granadas, las cerezas, las ciruelas, los dátiles, los higos… Por 4 denarios te daban 8 dátiles Nicolaos, mientras que por ese mismo precio te daban cuatro sandías!
Vayamos a la proteína animal. El pescado de mar es un producto de lujo: está a 24 denarios la libra (recordemos al profesor de historia y sus 50 denarios mensuales!) Estos pescados procedían en su mayoría de los viveros que poseían las mejores familias de Roma, que hacían negocio con la venta.
Cuanto más grande era la pieza y más difícil de encontrar, más valiosa se volvía, por lo que ni siquiera al precio que marca el Edicto se podrían encontrar los ejemplares más preciados, como el salmonete de ¡cuatro libras y media! que nombra Séneca (Epis. XCV), o el rodaballo que nombra Juvenal, tan grande que no había fuente que permitiera servirlo (Sát. IV). Cien ostras cuestan 100 denarios (en un banquete se podían servir muchas muchas muchas ostras) y cien erizos cuestan 50. La salsa hecha a base de pescado, el garum o liquamen, cuesta 16 denarios el sextario si es de primera calidad, y 12 el de segunda. Lo dicho: productos de lujo.
La carne tampoco sale nada barata. En el Edicto se nombran algunas exquisiteces como las vulvas de cerda -a 24 den. la libra- o las ubres de cerda -a 20 den.-, mencionadas a menudo en el recetario de Apicio; pero también el hígado engordado con higos -16 den. la libra-, los jamones menápicos (procedentes de la Galia) o cerritanos (de Hispania) -20 den. la libra- o el tocino (laridum) a 16 den. la libra, mismo precio que el jabalí y los lechones o tostones, carnes muy apreciadas. Aparecen también los famosos lirones, cebados en gliraria para el consumo, a 40 den. la decena; los conejos -que proceden de Hispania y fueron aclimatados en Córcega- al precio de 40 den. la unidad, y las liebres, nada menos que a 150 denarios la unidad. Cualquiera de estas carnes se puede acompañar con unas trufas, que están también por las nubes: una libra cuesta 16 denarios. Se mencionan también los caracoles, a 4 den. veinte de ellos, si son de los gordos, aparentemente más económicos pero ¿cuántos se servirían en un banquete?

Sin duda las carnes más caras, sin embargo, son las de aves en general, sean o no de corral. Las aves eran, estas sí que sí, un auténtico producto de lujo. Se las comían todas: pollos, tórtolas, gorriones, palomas, gansos, tordos…. Se criaban en la ciudad, en grandes aviarios (ornithon) y poco importaba que fueran medio sagradas, como el pavo real, consagrado a Juno, o las ocas, que alertaron a los romanos del asedio de los galos, allá por el año 390 aC.
Desde la época de Augusto, las aves en general son ingrediente muy preciado de las mesas, sobre todo de las de los ricos. Los precios van desde los 16 denarios que costaban una tórtola cebada o diez gorriones, a los 300 denarios que valía el pavo real macho. En medio están los 20 den. que costaban un francolín, dos palomas salvajes, diez codornices o diez estorninos; los 30 que costaba una perdiz; los 40 de diez perdices griegas, diez becafigos o dos patos; los 60 den. que costaban dos pollos o diez tordos y los extracaros: los 250 denarios que costaba un faisán cebado, los 200 que costaba una oca cebada o los ya mencionados 300 denarios del pavo real.
Cuando un personaje influyente decidía servir determinado animal como plato fuerte de su cena, automáticamente éste se ponía de moda y su precio se elevaba. Es lo que sucedió por ejemplo con el pavo real: parece que el orador y augur Quinto Hortensio (114-50 aC) fue el primero en servir pavo real en el banquete para festejar su ingreso en el sacerdocio (Varrón Rust. III,6,6), y desde entonces se convirtió en un imprescindible. Si el volátil era de importación, como el propio pavo real, que procedía de Asia, su valor también aumentaba: es el caso del faisán, que habían traído de Phasis (la Cólquide) los mismísimos argonautas: “Fui transportado por primera vez en la nave Argos: antes yo no conocía nada más que el Fasis” (Marcial XIII,72). El faisán gustaba mucho por su carne grasa y parece que se incluía en las cenas de las Saturnalia (Estacio, Silv. I,67). Otras aves, como las de corral, criadas desde siempre para el consumo, se cebaban convenientemente con harina empapada en leche, que engorda bastante más. Si se trataba de palomas y pichones, se alimentaban con harina de habas tostadas y farro, bien amasadas con aceite. Para acabar, parece que el consumo de aves venía reforzado por ser éstas un remedio medicinal: la sangre de palomo se recomendaba para la epilepsia (Scrib.16), el pollo se consideraba un antídoto para el veneno de serpiente (Celso 5,27), y lo mismo pasaba con las ocas, que eran cicatrizantes (Scrib.185) o los tordos, como los que recomendaba el médico a Pompeyo porque estaba un poco debilucho (Plutarco Vitae p. Pompeyo,2).

Pasemos al tema de los vinos. Los más caros son los que presentan denominación de origen: el Falerno, el Piceno, el Tiburtino, el Sabino, el Aminiano, el Setino y el de Sorrento están todos marcados al precio de 30 denarios el sextario. Pero también las reducciones de vino y los vinos especiados eran caros, y además eran imprescindibles para crear salsas dignas de un banquete de primera. Así, la reducción de vino a la mitad de su volumen, o defrutum, cuesta 20 den. el sextario; el vino con especias, 24; y el vino a la miel dorada del Ática, también 24.
Para acabar, pasemos a los ingredientes que sirven para aliñar, cocinar o dar sabor a las salsas. El aceite de oliva, el de primera calidad, cuesta 40 den. el sextario, lo mismo que la miel de la mejor. Ambos son imprescindibles en cocina: el primero para cocinar y aliñar en crudo, pero el segundo para elaborar salsas condimentadas, conservar las frutas o endulzar los vinos. Del liquamen ya hemos hablado (16 den. el sextario) y si se quiere utilizar una sal ya especiada, cuesta 8 denarios el sextario. Para dar sabor final a todos los platos, ese sabor a suma de sabores propio de los platos más ostentosos de la cocina romana, son imprescindibles, no solo las hierbas aromáticas, sino también las especias: el Edicto menciona algunas como el jengibre (a 400 den. la libra), el perejil (a 120), la pimienta (a 800 den,) o el azafrán (a 2000 den. si es arábico, o 1000 si es de Cilicia). Considerando que cualquier plato de Apicio tiene -por lo general- pimienta, miel, garum, reducción de vino y aceite, más otros que pueden variar según la composición (cilantro, ajedrea, séseli, menta, perejil, ruda, orégano…) y a menudo frutos secos (dátiles, piñones, pasas, nueces…), sólo la confección de la salsa cuesta tanto o más que el ingrediente principal, si éste es carne o pescado.

Viendo estos precios me imagino al profesor de historia (el de los 50 denarios al mes) comiendo gachas con verduras o legumbres, tomando vino peleón en la taberna y algún guiso -excepcional- de algo humeante y caliente en la propia taberna, da igual si cerdo o ternera, acompañado de algo de pan. Me imagino también a los numerosos clientes deseando que su patronus se dignara invitarlos a una cena, para poder comer esos faisanes, esos pavos y esas tetas de cerda que, seguro, colmaban su imaginación.